Carabineros detiene a un manifestante 2011 fue un año movilizado. En todo el mundo millones de personas vencieron el miedo y salieron a las calles a exigir sus derechos. Y en muchos casos –si no la mayoría–, la respuesta de las autoridades fue la represión. Chile, con un muerto a manos de la policía y cientos de denuncias por torturas y otros abusos, no fue una excepción. La directora ejecutiva de Amnistía Internacional-Chile analiza en esta columna ese fenómeno, marcado por el fracaso mundial de los líderes y un sistema internacional de gobierno que no ha estado a la altura del valor mostrado por los manifestantes.
El año pasado se caracterizó por el fracaso del liderazgo mundial. Mientras, en un país tras otro se respondía a las protestas con fuerza letal. Ahora, que Amnistía Internacional ha presentado su 50º Informe Anual sobre el estado de los derechos humanos en el mundo, está claro que los líderes políticos han roto o incumplido reiteradamente el contrato social entre gobiernos y ciudadanía.
Chile ha enfrentado un fenómeno similar. Desde las primeras marchas contra Hidroaysén, se han suscitado manifestaciones por diversos motivos y en diferentes lugares: las movilizaciones estudiantiles en Santiago y diversas ciudades del país marcaron el 2011, continuando con los casos más recientes, como los de Aysén y Freirina. Tras todas estas manifestaciones, ha habido alegaciones de uso indebido de carros lanzaagua, gases lacrimógenos y balines, en algunos casos causando lesiones oculares; denuncias de torturas y otros malos tratos, incluidas palizas y amenazas de violencia sexual, contra estudiantes detenidos arbitrariamente por la policía en manifestaciones estudiantiles. Esto llegó al extremo en el caso de la muerte de Manuel Gutiérrez, en agosto de 2011, tras recibir un impacto de bala disparada por Carabineros en el contexto de las manifestaciones.
La respuesta ofrecida por Chile no es única. El fracaso del liderazgo en respuesta a levantamientos en Medio Oriente y el norte de África no se ha limitado a un país.
Mientras un número sin precedentes de personas dejaron a un lado el miedo y tomaron las calles para reclamar sus derechos, muchas autoridades de diferentes países actuaron respondiendo de manera brutal e incluso letal. Sin embargo, las cosas cambiaron para los tiranos del mundo, los torturadores y la policía secreta.
Pero el sistema internacional de gobierno no ha estado en ningún momento a la altura del valor mostrado por los manifestantes y han primado los beneficios y el propio interés frente a los derechos de las personas, e incluso de sus vidas. Con su inacción sobre Siria, Sri Lanka y Sudán, el Consejo de Seguridad de la ONU –encargado de garantizar la paz y seguridad mundiales– ha dado la impresión de ser tristemente innecesario e incapaz de cumplir su cometido.
La persistente brutalidad y el derramamiento de sangre en Siria constituyen un contundente ejemplo de este fracaso del liderazgo. Rusia y China vetaron la petición del Consejo de Seguridad para que cesara la violencia, a pesar de los indicios de crímenes de lesa humanidad perpetrados por el régimen de Al Assad, de que se utilizaron francotiradores y tanques contra los manifestantes, y de que se detuvo y torturó a niños y niñas de tan sólo 10 años.
Quizá no había motivos para sorprenderse por la inacción: Siria es uno de los principales compradores de armas rusas. Y si los otros cuatro miembros permanentes del Consejo de Seguridad –China, Estados Unidos, Francia y Reino Unido– son los principales comerciantes de armas del mundo, ¿podemos realmente confiar en que el Consejo de Seguridad cumpla con su función como guardián de la paz mundial? Sus líderes no son objeto de examen, lo que les permite mantener sus especiales y rentables relaciones con gobiernos represores.
Pero, ¿cómo podemos insertar la rendición de cuentas en el sistema internacional de gobierno? ¿Qué hay que hacer para impartir justicia de modo consecuente? ¿Cómo pueden mostrar los gobiernos un liderazgo legítimo?
En primer lugar, deben acabar con la hipocresía. Hay que escuchar el clamor de los pueblos que piden libertad, justicia y dignidad, lo que significa que debe respetarse la libertad de expresión. Los Estados que afirman defender los derechos humanos deben dejar de apoyar a dictadores por el hecho de que sean sus aliados. Es preciso que los Estados en donde se cometen abusos refrenen a su policía secreta y otras fuerzas de seguridad y permitan que las personas se expresen libremente.
En esta materia, en Chile también es necesario que el gobierno esté a la altura de su declaración de respetar “a mil” la libertad de reunión, expresión y manifestación pacífica. Mientras se sigan prohibiendo marchas en términos que afectan el derecho a reunión y sigan existiendo denuncias de violencia policial y malos tratos en detención después de cada manifestación –como ya sucedió en Freirina– y no exista una respuesta enérgica para investigar, sancionar y prevenir abusos, sigue existiendo una deuda en esta materia. Mientras siga la Ley de Resguardo del Orden Público en su actual redacción, en tramitación en el Congreso, seguirá existiendo una contradicción.
En segundo lugar, los Estados deben tomar en serio sus responsabilidades en el ámbito internacional. La prueba de fuego será en julio, cuando los Estados miembros de la ONU se reúnan para acordar un Tratado sobre el Comercio de Armas. Será la oportunidad de que los gobiernos se comprometan con los derechos humanos, la paz y la seguridad, votando a favor de un tratado sólido, que impida la transferencia internacional de todo tipo de armas convencionales a países donde exista un riesgo significativo de que se utilicen para cometer graves violaciones de derechos humanos.
En este punto, esperamos que Chile dé su apoyo al Tratado de Comercio de Armas en los términos señalados, y sea además instrumental en conseguir apoyos para dicho texto.
En tercer lugar, los gobiernos deben invertir en sistemas y estructuras basados en los derechos humanos y el Estado de derecho, y que garanticen la rendición de cuentas, juicios justos y sistemas judiciales imparciales; resarcimiento por los abusos sufridos; el fin de la discriminación, la corrupción y la impunidad, y la igualdad ante la ley.
En esta materia, Chile también tiene trabajo por hacer para alinear de una vez por todas la legislación y las políticas a las normas establecidas en los tratados de derechos humanos ratificados por Chile y que se encuentren vigentes.
De este modo, los líderes en Chile y en el mundo pueden crear y mantener un sistema que proteja a los débiles y ponga límites a los poderosos.
El año pasado mostró con más claridad que nunca, que como ciudadanía comprometida, todos y todas podemos ayudar a crear un futuro más justo y pacífico. Quienes valoran la libertad y la justicia han de trabajar conjuntamente para proteger los derechos humanos en todas partes. Hemos de recordar que no estaríamos tan cerca de conseguir que se haga realidad un Tratado sobre Comercio de Armas de no ser por los activistas que, en todos los ámbitos, han exigido que se emprendan acciones.
Personas que se han manifestado en un país tras otro han demostrado con contundencia que el deseo universal de libertad y justicia que tenemos los seres humanos no puede aplastarse ni contenerse, a pesar de las fuerzas de represión. Los líderes mundiales han recibido una llamada de atención sobre los derechos humanos: ya es hora de anteponer la justicia a la represión y los beneficios. 

FUENTE: CIPER CHILE