Derechos y deberes: la última patudez de la clase política
Desde el Olimpo se nos ha criticado,
reconvenido, amonestado, porque nos portamos muy mal en las pasadas
elecciones municipales. ¿Cómo es posible que mayoritariamente no hayamos
concurrido a votar por quienes ellos deseaban? Se nos ha dicho, con el
dedo levantado como corresponde al maestro ante impúberes traviesos, que
no debemos olvidar que todo derecho implica deberes.
Por supuesto, así es. Tenemos derecho a pasear por el Parque Forestal
cuando nos de la gana y, como contrapartida, el deber de respetar a los
otros transeúntes, no tirar basuras y etcétera, pero esos deberes no
incluyen, no podrían incluir, la obligación de pasear por el parque.
Porque entonces no estaríamos ante un derecho sino ante lo exactamente
opuesto a un derecho: un mandato del poder de turno. El derecho a
contraer matrimonio implica muchos deberes al que decida ejercerlo, pero
contraer matrimonio no es un deber. Y el derecho a votar incluye
deberes como informarse debidamente, cumplir cabalmente las
instrucciones de los vocales de mesa, no hacer propaganda ese día… pero
no la obligación de hacerlo. A no ser que estemos recurriendo al elusivo
y acomodaticio “deber moral”, favorito de los que predican pero no
practican, sobre el cual habría mucho paño que cortar precisamente entre
los que lo están proclamando. Pasando y pasando, como decíamos en los
juegos infantiles.
Si el ciudadano común tiene el deber moral de votar, el que pretende que voten por él también los tiene e infinitamente superiores. Como estar debidamente preparado, tener un programa y comunicarlo con claridad, conocer a fondo la realidad de la zona que representa y en que, se supone, vive. Una vez en el cargo, cumplir ese programa escrupulosamente, evitar el enriquecimiento personal en sus decisiones, defender a las personas frente a los poderosos grupos económicos que influyen sobre muchas actividades del país, incluida la política.
Porque si el ciudadano común tiene el deber moral de votar, el que
pretende que voten por él también los tiene e infinitamente superiores.
Como estar debidamente preparado, tener un programa y comunicarlo con
claridad, conocer a fondo la realidad de la zona que representa y en
que, se supone, vive. Una vez en el cargo, cumplir ese programa
escrupulosamente, evitar el enriquecimiento personal en sus decisiones,
defender a las personas frente a los poderosos grupos económicos que
influyen sobre muchas actividades del país, incluida la política, para
cualquier desempeño preferir al individuo más idóneo por sobre sus
parientes o correligionarios políticos, etc.
Pues bien, cuanto estudio o encuesta se haya hecho en los últimos
años indica que la gran mayoría ciudadana no percibe que quienes le
solicitan su voto cumplan celosamente esos deberes.
Entonces, cuando a pesar de ese comprobado desafecto se dicen cosas
como “nuestra generación política está plenamente vigente”, y en las
papeletas de votación los mismos nombres se repiten durante décadas, es
evidente que el tan repetido estribillo “hemos escuchado la voz del
pueblo”, es una falacia. Que el sentir del pueblo es ignorado y no
importa un bledo. Reiteradamente nos enteramos de que una vez elegidos
no se opta por la austeridad cuando se tratan las asignaciones a sus
propios cargos, más bien todo lo contrario, o por la inmediata
prescindencia cuando se discuten materias que pueden rozar intereses
personales. Santiaguinos de cepa son designados para representar
regiones en las que jamás han vivido seis meses seguidos. Se ufanan de
apoyo popular dos designados, sin competencia, a la elección de dos
únicos cargos. Por asumir otras funciones, parlamentarios traspasan la
representación de la gente que los votó, como si fuera una mercancía, a
otra persona por la que esa gente jamás votó. Fiscalizadores públicos
dejan su cargo para asumir como ejecutivos en una de las empresas que
fiscalizaban y viceversa. Cuando salen a la luz buenos puestos en alguna
repartición pública poco conocida vemos aparecer, con sorpresa,
apellidos relacionados. En necesidades tan básicas como salud,
educación, jubilación, transporte, carreteras, vivienda, televisión, se
asegura la rentabilidad de las respectivas “industrias” (eso son ahora)
concesionadas antes que la calidad del vital servicio que deben prestar a
la población. Y si frente a todo eso la retribución ciudadana es
también ignorarlos mediante una masiva abstención electoral, en vez de
hacer un mea culpa se atribuye el grave problema —porque lo es, y mucho— a la ignorancia, desidia o pereza del pueblo. ¡Linda respuesta!
No hay que ser tan soberbios. No se trata de flojera ni estulticia.
Todo lo contrario. Se trata de la forma pacífica con que mucho ciudadano
responsable, que no desea o no puede participar en marchas y protestas,
expresa su rechazo a continuar con más de lo mismo. A un sistema que
tras demasiados años, con protagonistas en la práctica indiferenciables,
ha llegado a crear una clase política aparte, privilegiada, y por lo
mismo inevitablemente ajena a los problemas reales de la gente común.
Es justamente porque no hay sustituto para la democracia como sistema
de gobierno, ni democracia sin partidos políticos, que esa clase
política de una vez por todas, en vez de enojarse con los mensajeros,
debería entender lo que la ciudadanía, desde académicos y estudiantes a
pescadores artesanales, le está diciendo. Que es hora de modificar
algunas aberraciones del sistema y, como bono de Navidad tal vez,
cambiar de protagonistas, métodos y conducta. Con verdaderas
alternativas a la vista lo más probable es que, milagrosamente, la
inteligencia suplante a la estupidez, la sabiduría a la ignorancia, la
diligencia a la holgazanería, y la mayoría ciudadana concurra a votar.
FUENTE: EL MOSTRADOR
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