¿Y si la nueva centroizquierda nace ahora?
Las elecciones municipales de hoy son las
primeras después de las mayores movilizaciones sociales desde la
dictadura. Y aunque los pilares de un sistema político que no da para
más siguen en pie y la oferta política cambia lentamente, las cosas no
son iguales. Llevamos dos años sincerando el país que tenemos o, más
bien, empezamos a verlo con otros ojos. A partir de las alamedas, nos
atrevemos a cambiar la verdad. Hace dos años, el acceso a educación de
calidad no era un derecho. Hoy, independiente de lo que digan las leyes,
lo es. A partir de la calle, revisamos la noción de lo que es justo; es
cada vez más compartida la percepción de que moralmente inaceptable que
en un niño no acceda a educación o salud de calidad simplemente porque
sus padres no pueden pagarlo; “las desigualdades y abusos inaceptables”
se han vuelto un lugar común en el discurso de casi cualquier figura
pública.
Aunque la prensa, partidos y ministros centren la atención en las
derivaciones presidenciales de las municipales, el trasfondo es otro: es
imposible explicar las movilizaciones en Chile sin apelar a una falla
sistémica de la política. Desde 1990, Chile recuperó la democracia y el
Estado de derecho, los estándares absolutos de vida aumentaron
considerablemente para una enorme mayoría; la desigualdad del ingreso se
mantuvo o cayó levemente y en otras dimensiones esenciales —acceso
garantizado a la salud, educación, pensiones básicas, entre otras— la
desigualdad de frentón cayó; hoy, atravesamos años buenos del ciclo
económico con bajo desempleo.
El remezón vino de la calle a interpelar a un sistema político
encapsulado, abusivo y, en definitiva, irresponsable. En lo esencial, el
sistema político ha fracasado en negociar un sentido compartido de
país. Como muchos, pienso que ese fracaso se origina en la incapacidad
de revertir la severidad de las desigualdades sociales, la concentración
del poder y la exclusión social, donde la delincuencia, la
“ghettización”, los territorios tomados por el crimen organizado, el
conflicto mapuche, aparecen como fallas extremas de integración. La
persistencia y severidad de las desigualdades y la exclusión social
erosionan la posibilidad de un interés común, falla una función central
de la política, bienvenido al país de la desconfianza.
No es factible ni estético que una nueva centroizquierda —cohesionada en los objetivos centrales, moderna y con mística para el nuevo ciclo— nazca de un matrimonio bien constituido. Regenerar las oportunidades de cooperación pasa por complicidades que atraviesan las etiquetas de partidos, movimientos, generaciones, que se nutren directamente de la participación ciudadana.
Mucha desconfianza. Y asoman riesgos impensados como el colapso del
sistema de partidos (que marcan niveles de aprobación en los márgenes de
error), el surgimiento de caudillismos populistas de derecha o
izquierda, la radicalización —de manifiesto en los llamados a funar las
elecciones como los capuchas—, o la extinción de la educación pública
que muchos buscaban mejorar a través de la movilización.
Hoy, esa desconfianza se proyecta en una división de las fuerzas
progresistas entre una Concertación, el PRO, el PC y una nueva
centroizquierda social que empieza a configurarse en torno a los
movimientos y organizaciones sociales, descolgados de partidos y una
ciudadanía —joven y no tanto— ávida por representación. La fragmentación
ha sido una marca registrada del progresismo, ciento cuarenta años de
historia, fuerte influencia en el ascenso de los nazis en Alemania o en
nuestros lutos recientes, entre otros fracasos. La compulsión a la
repetición, por su parte, es más universal. Una pregunta es si, a
partir de estas elecciones, es posible vislumbrar nuevos espacios de
cooperación.
En la centroizquierda, el progresismo, el centro más la izquierda, en
todas sus versiones, se ha consolidado el consenso de que avanzar
decididamente hacia una sociedad más inclusiva y una democracia plena
pasa por liderar transformaciones estructurales —nuevo modelo
educacional, reforma tributaria, reforma laboral, política industrial,
reforma electoral y constitucional, entre otras—. La naturaleza de esas
transformaciones es inviable sin una coalición política que garantice
gobernabilidad por período prolongado de tiempo. La exigencia va mucho
más allá de un buen resultado en la municipal o ganar una elección
presidencial. Sin mayorías parlamentarias ni complementariedades entre
los movimientos ciudadanos y el poder político, no hay cómo. Si el
progresismo chileno aspira a conducir ordenadamente cambios que
sintonicen con la presión ciudadana por un país más justo, su principal
desafío es la unidad y la cercanía con la gente.
No es fácil. La fractura que existe entre la Concertación y la “nueva
centroizquierda social” o la propia gente, es severa. La Concertación
como la conocimos está viva en las elites pero muerta en la ciudadanía.
La gran irresponsabilidad de muchos dirigentes concertacionistas fue
ampararse en las certezas del binominal y arrogarse el derecho legítimo a
controlar las decisiones colectivas, apropiarse de bienes públicos como
los partidos, reduciéndolos al mínimo —mientras menos ciudadanía,
mejor— y profundizando prácticas clientelares. Cuesta entender que la
Concertación ofrezca a Hernán Pinto de candidato al alcalde en
Valparaíso o que hace un par de semanas no se haya cuadrado con limitar
el financiamiento compartido en las escuelas.
Por mucho que se insista en que la crisis de los partidos es mundial,
no hay excusa. En el Reino Unido, el laborismo es capaz de convocar a
cientos de miles para elegir a su líder en fuerte competencia y el líder
del partido es —siempre— el principal presidenciable. En Francia, la
primaria del PS que escogió a Hollande, convocó a dos millones de
votantes. En Alemania, la izquierda socialdemócrata —siguiendo al
Partido Pirata— ha comenzado a consultar directamente en forma usual a
miles de ciudadanos usando nuevas tecnologías. Islandia acaba de aprobar
una nueva Constitución con participación ciudadana en línea. En Chile,
la disidencia de un partido parece caber en un departamento en Pocuro.
Estamos hablando de organizaciones cerradas al extremo. La dirigencia ha
tenido serios problemas para internalizar que las prácticas políticas
pueden desvirtuar un ideario, que la transparencia es un elemento
esencial de la profundización de la democracia porque legitima a quienes
han de tomar decisiones por el colectivo, que las prácticas y
estructuras de ayer no se condicen con la horizontalidad de los nuevos
tiempos.
Por contraste, la nueva “centroizquierda social” está muy consciente
de construir de abajo hacia arriba, de a poco, desde y ante la
ciudadanía. Sin embargo, Generation Distrust corre serio riesgo
de transformarse en otro lote más. Demás está decir que es delirante
creer que las transformaciones estructurales son viables sin
intermediación y a partir de la autoconvocatoria. Si la nueva
centroizquierda social no ve que su principal poder está en renovar,
legitimar y aglomerar, podríamos estar frente otro episodio de
balcanización o irrelevancia. El discurso que apela la Concertación, el
PRO o el PC son iguales a la Alianza o que todos —sin excepción— en la
Concertación están cooptados por el poder, es patético. El poder de los
nuevos ciudadanos y líderes progresistas debe aspirar a liderazgos
propios, pero solo logrará apalancar una alternativa de futuro —y su
propio poder— en la medida que se muestra eficaz en colaborar y
seleccionar programas y liderazgos en toda la centroizquierda, no solo
en contiendas boutique.
No es factible ni estético que una nueva centroizquierda —cohesionada
en los objetivos centrales, moderna y con mística para el nuevo ciclo—
nazca de un matrimonio bien constituido. Regenerar las oportunidades de
cooperación pasa por complicidades que atraviesan las etiquetas de
partidos, movimientos, generaciones, que se nutren directamente de la
participación ciudadana. En este caso, lo único responsable —la forma de
evitar una tragedia a lo Romeo y Julieta— es justamente promover las
pasiones entre Montescos y Capulettos, aunque se incomode la parentela.
No es fácil, porque la cooperación no es sostenible sin amenazas
creíbles y el sistema actual con sus barreras de entrada no otorga una
tecnología. Una cooperación incondicional no solo es ilusa sino que
inútil. La cooperación tiene sentido solo si potencia ese proyecto
futuro compartido y eso pasa por separar del trigo el polvo. Proyecto a
proyecto, caso a caso. La joven centroizquierda no puede ser utilizada
como un lavado de imagen para legitimar liderazgos obsoletos. Se
requieren un balance entre compromisos y actos de generosidad. Hay que
buscar mecanismos —ritos, hechos políticos, culturas de colaboración,
actos de generosidad, compromisos recíprocos— que permitan que quienes
merecen perder poder dentro de la centroizquierda lo pierdan para
potenciar un proyecto mayor con legitimidad ciudadana. Al mismo tiempo,
hay liderazgos potentes en los partidos de la Concertación, el PRO o el
PC, que la centroizquierda social debe apoyar con miras a la
colaboración futura.
Para mí, la alcaldía de Santiago no es “la madre de todas las
batallas” por su posible rol en la próxima presidencial. Lo es porque
resume perfectamente esa tensión, de avanzar o no en la construcción de
una nueva centroizquierda para un nuevo ciclo, de sumar o no jóvenes que
pueden decidir esa elección, de dispersar votos en candidaturas
pequeñas que terminen sacrificando una posibilidad de cambio ante un
incumbente de la UDI, de confiar o no en uno de los liderazgos más
potentes de una generación relativamente joven, capaz de convocar
equipos extraordinarios, pero que arrastra la carga de una Concertación
que la gente se resiste a revivir. En la candidatura de Carolina Tohá,
hay una apuesta genuina por prácticas del nuevo ciclo: primarias que van
más allá de la Concertación; un acuerdo de paz con el PRO; un programa
explícito, ambicioso y construido en base a casi un centenar de
reuniones con vecinos y organizaciones sociales; la apuesta por
transformar una comuna emblemática en el puntal de la reforma
educacional.
Espero que aprendamos de esta experiencia, pero sobretodo, espero que
los jóvenes y los no tanto tengan el coraje de confiar cuando pueden
hacer la diferencia. Es muy valioso que los jóvenes hayan remecido el
tablero. Tampoco es necesaria la autorización para abrir espacios de
cooperación.
“El lugar más oscuro del infierno está reservado para aquellos que se
mantienen neutrales en tiempo de crisis,” canta la Divina Comedia. Ni
militar durante la adolescencia, ni los exilios y amenazas de muerte a
la gente que uno quiere. La historia siempre mueve el futuro de quien la
vive, pero es la marca de la cooperación en tiempos difíciles lo que
impide mi neutralidad por estos días.
FUENTE: EL MOSTRADOR
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