domingo, 8 de julio de 2012

Movilizaciones amaestradas o votaciones rebeldes


Los desfiles no son un fin en sí mismos, y deben estar en el contexto de una movilización mayor. Habría que medir su impacto respecto de esos fines y no sólo de la cantidad de personas en la calle. Es decir, cuánto hostigan al régimen.
Se está corriendo el riesgo que el sistema termine amaestrando las marchas y manifestaciones. El sistema no entregó nada a cambio de bajar las movilizaciones que lo tuvieron por las cuerdas el año pasado, cuando por un momento todo el equipo que sostiene el sistema quedó mudo. Aunque siguieron diciendo lo suyo los gases asfixiantes, los chorros de agua pestilente, el palo cobarde.
Da la impresión que faltó un paso más. Por ahí andará, buscando su entropía, la energía acumulada el año recién pasado. Por ahí andan también los ideólogos del sistema, regocijándose de sus maniobras que a la postre les significaron terminar bastante bien parados, si se considera lo que podría haber sido y no fue.
En las encuestas el frío gobierno y la tibia oposición aparecen bastante machucadas por el envión majestuoso de 2011, pero nada que no pueda recomponerse si se hacen bien las cosas. Sobre todo, si se llega a buenos acuerdos secretos y los estudiantes siguen marchando de una manera aséptica, sin remover el avispero.
Es que el sistema ha aprendido a arrancar hacia delante. Supo a golpes que eso de andar discutiendo por los medios de comunicación es una pérdida de tiempo. Que lo mejor es responder con esas excepcionales armas que han tenido la virtud de generar desconcierto, desmovilización y ciertas dudas: las leyes. Mejores que las vallas papales -usadas pecaminosamente para el control de la chusma y su represión-, son los proyectos de ley, que tienen en su naturaleza un no sé qué inmovilizador. Y que dejan a los mismos que han hecho todo lo que la gente reprueba, a cargo de las soluciones. El pejerrey cuidando el gusano.
El sistema también aprendió que se pierde tiempo y figuración negando permisos y regateando calles para marchar. Así, la otrora furibunda y locuaz intendenta de Santiago, de aquí a poco candidata a algo, entrega permisos sin mayores cuestionamientos y acepta trayectos casi inocentes. Y todo es cuenta alegre: la vida sigue su curso una vez que se ha recompuesto el tránsito en la ciudad y se ha recogido la basura. Mientras tanto, a cien kilómetros de la capital en dirección oeste, los proyectos de ley que dejan todo igual o peor, avanzan lentos, seguros y en puntillas.
Puede llegar el momento en que las manifestaciones, desconectadas de acciones políticas que incomoden al orden, pasen a ser sistémicas, parte de un paisaje de un país democrático en el que las instituciones funcionan y las personas pueden usar las calles para manifestarse. Se corre el riesgo que las marchas reiteradas pierdan su ánima, su norte, su blanco. Y que su reiteración vacía pierda lo más importante: esa sensación de cosa nueva, extravagante, rebelde y peligrosamente optimista que quedaba en el aire una vez que los gases se diluían. En la búsqueda de una solución de continuidad de las movilizaciones con otros medios, nos ha llamado la atención un evento del que vale sacar enseñanzas, si queremos golpear donde duele y rascar donde pica.
Más allá de lo que haya sido la cantidad de personas que participó y de los candidatos que se inscribieron, se trata de la experiencia de la comuna de Providencia en que se eligió al representante en las próximas elecciones municipales en un evento popular asumido por vecinos, estudiantes y sus familias. Es un caso notable. Un buen dato.
Es legítimo entender esa experiencia como una extensión genuina de la lucha de los estudiantes que, en este caso, fue capaz de adaptarse a las circunstancias aparentemente desconectadas de sus formas de lucha: las elecciones. Pero que, sin embargo, apunta donde más les duele a la piara en el poder. En donde se reproducen. Los estudiantes y algunos trabajadores pueden seguir marchando con una periodicidad digna de encomio. Pero si esas marchas no apunta a lo más sensible del sistema, no tendrán mucho significado. Si ni siquiera es posible despeinar a los escuderos de palacio, es poco lo que se puede avanzar hacia la utopía de cambiarlo todo.
Por eso vale la pena detenerse en la peculiar experiencia de Providencia. En ese caso, ir a las urnas puede ser ejemplo de la actitud rebelde y activa que se necesita contra un fiero representante de lo más oscuro del pinochetismo, una insignia representativa de la cultura imperante. Un caso en que la gente elige su representante y lo opone contra un sujeto perverso, quizás sea el momento en que el voto pueda hacer algo más que cumplir con el rito estéril que sólo ha servido para reproducir un sistema de dominación resistido por los estudiantes lúcidos de nuestro tiempo.
Podríamos especular cómo funcionaría a una escala mayor una decisión basada en el mismo principio aplicado en Providencia, en donde la gente asume activamente las mecánicas electorales para de una vez por todas deshacerse de ese alcalde, ícono gris que sólo la deformación democrática permite seguir viviendo en plena libertad. Es posible extrapolar esa iniciativa a otras de mayores alcances. Por ello las movilizaciones estudiantiles no pueden quedarse sólo en extensas marchas que a la postre no dejan nada, salvo sonrisas complacidas en las autoridades. De lo contrario, tendremos tiempo de arrepentirnos por no haber sido capaces de resoluciones más audaces, y las marchas continuarán siendo asépticas, desinfectadas, ordenadas y pacíficas, como les agrada a los sostenedores y administradores del sistema.
Y el mundo seguirá andando.
RICARDO CANDIA CARES
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 760, 22 de junio, 2012)

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