La última derrota del movimiento estudiantil, examinada desde una perspectiva materialista e histórica (2005)
Ad portas del comienzo de las clases en el país, y con ello seguramente de la reactivación de las protestas estudiantiles, se hace necesario profundizar las críticas respecto a la forma y contenido que las han caracterizado a lo largo de los años y que lo siguen haciendo. Reconociendo -como este lúcido texto lo hace- las potencialidades de estas experiencias, no se puede dejar de criticar aquellos aspectos centrales que no permiten un avance significativo, en términos revolucionarios, de las mismas. Y estas trabas, que posee el mismo movimiento en desarrollo y que son potenciadas por sus burocracias, corresponden esencialmente al encuadramiento tras reivindicaciones que, si bien son expresión de necesidades reales, se revisten de mistificaciones ideológicas tales como la "educación pública" o la "educación como motor del progreso social". Y en ese sentido, este documento (basado en el curso de las movilizaciones estudiantiles del 2005) constituye un aporte clarificador y su vigencia, obviamente, no se ha perdido en estos últimos años. Quizás hoy, todavía, no podemos hablar de derrota, pero si bien el contexto es distinto, aún los límites de estas luchas siguen siendo similares. Es por ello que retomar y explicitar estas críticas, dándoles sentido real en la práctica, se torna urgente. Eso, si no deseamos trasformar las recientes experiencias en meras anécdotas, recuperadas una vez más por la dinámica del capital para su continua reproducción y, por lo tanto, el reforzamiento de nuestras miserias.
La última derrota del movimiento estudiantil, examinada desde una perspectiva materialista e histórica
“Cuando el socialismo burgués exhorta al proletariado a hacer realidad sus sistemas y entrar en la nueva Jerusalén, todo cuanto reclama es, en el fondo, que se detenga en la sociedad actual, pero despojándose de las ideas hostiles que abriga respecto a ella”Marx & Engels, Manifiesto del Partido Comunista, 1847.
De todo lo que se ha escrito sobre las recientes agitaciones estudiantiles, sólo unos pocos grupos han abordado el tema con una intención realmente crítica. Y aunque sus análisis contienen algunos aciertos, éstos sólo se quedan en aspectos parciales de la última movilización. Los estudiantes trotskistas de LAC, por ejemplo, han ofrecido una visión acertada sobre el papel reaccionario de las burocracias estudiantiles, y además tienen el mérito de atreverse a llamar “derrota” al resultado de la última oleada de agitación; mientras que un desconocido grupo llamado Precariado Rebelde tuvo la lucidez de invocar “una concepción que tienda a articular la problemática particular de la educación con el carácter pauperizador del capitalismo en su totalidad” . Pero lo que debe importarnos no son tanto estas críticas fortuitas, sino la falta de crítica en torno a los temas de fondo, ahí donde todo el mundo parece estar de acuerdo en que la universidad debe ser “reformada”, “devuelta al estado”, “pública”, etc. Estas mistificaciones básicas, compartidas por liberales, progresistas y ultra-izquierdistas, expresan el sentir común de todos esos estudiantes que una vez más se dejaron movilizar por las burocracias tras unos objetivos que apenas entendían, y que con la misma facilidad se dejarán desmovilizar en pos del regreso a la normalidad. Ese trasfondo ideológico común compartido por burócratas, estudiantes e izquierdistas es la creencia ingenua, muy pequeño-burguesa, de que la universidad es un patrimonio de los explotados, un bien que les fue injustamente arrebatado para entregárselo al “neoliberalismo”.
Esta creencia no es un simple dato periférico en el sentido común de las masas y de las minorías militantes: es el centro de su pensamiento y de su acción, y es lo que determina sus objetivos políticos, concientes o no. Es lo que ha llevado a los trotskistas a reivindicar una “reforma universitaria II” y a los precarios a hablar de “nuestra universidad”, ese “espacio común” donde burócratas, autoridades políticas y estudiantes deben identificarse “en un mismo recorrido”, mientras el apoyo ciudadano a estas ficciones no para de crecer. Obviamente, estas aspiraciones reformistas encierran genuinos deseos humanos de transformar la realidad, de vivir con dignidad y del modo más libre posible, de realizarse socialmente. Esos deseos, esa voluntad de vivir de un modo humano, es la base de lo que nosotros llamamos comunismo. Pero al expresarse políticamente, esa voluntad debe saber crear su propio lenguaje y su propia práctica, contrarios al mundo de la cuantificación mercantil y de la democracia de clases. Pensamos que hasta ahora eso no ha ocurrido, y que por el contrario, los deseos de transformación en la universidad han sido conducidos por los defensores de la estabilidad capitalista, poniendo a estudiantes, padres y maestros en contra de sus propios intereses como clase sometida a los arbitrios de la economía. Naturalmente, esta alienación política ha estado llena de fisuras en lo práctico y en el campo de las ideas, fisuras por donde ha brotado la radicalidad que anuncia un rechazo generalizado a la enajenación. Reconocemos esos brotes de negatividad radical, pero sobre todo nos interesa criticar la tendencia dominante hacia la pasividad organizada, la ingenuidad política y la sumisión conformista al mercado.
La ideología de la “educación pública”, estatista por definición, es lo que ha permitido a los centros de mando burocrático movilizar y apaciguar a los estudiantes a su antojo durante décadas, impidiendo que éstos definan sus propios objetivos políticos de acuerdo a la realidad que viven cotidianamente como sujetos alienados. Esto hace que las movilizaciones estudiantiles no tengan en realidad nada de espontáneo. Hay que recordar el patrón que han seguido invariablemente desde la gran oleada reivindicativa del 97 para darse cuenta de que las burocracias estudiantiles, manejadas por el gobierno, la derecha y la izquierda burocrática, no cumplen otra función que la de provocar agitaciones para mantenerlas bajo control y finalmente apaciguarlas, a la espera de neutralizar a una nueva generación de incautos. Es muy revelador que tanto en el 97 como en el 2000, en el 2002 y ahora, cada generación de estudiantes ha estado convencida de que la suya es la movilización definitiva, la más crucial de todas, “la que decidirá el destino de la educación superior en Chile”, ignorando que en todas las crisis anteriores se dijo exactamente lo mismo para llegar a los mismos resultados. Este ilusionismo político cumple dos funciones bien claras: una, estimular la combatividad de los estudiantes más inconformes para luego dejar que se consuma en acciones aparentemente radicales, pero sin objetivos propios; la otra, desplazar la línea de choque desde el terreno de las miserias cotidianas que hay que combatir, hacia el terreno de las negociaciones democráticas, donde todos deben delegar su iniciativa en las burocracias, y donde se crea una falsa comunidad de intereses que encuadra bajo una misma bandera a estudiantes, burócratas, asalariados de la enseñanza y partidos pequeño-burgueses, todos en defensa de ese ensueño maravilloso llamado “educación pública”.
¿Pero cuándo ha sido “pública” la educación universitaria? Cuando había que impulsar la expansión capitalista en un contexto mundial de proteccionismo keynesiano, cuando había que adiestrar a masas de futuros asalariados para tareas productivas y de gestión en un marco de desarrollo nacional. Lo cual duró hasta el instante en que las últimas hilachas del estado protector fueron arrojadas al basurero de la historia, para entrar en una nueva fase de acumulación capitalista, necesitada de mano de obra experta en un marco de competitividad extrema. Si entendemos que todo desarrollo histórico es irreversible, ¿cómo pueden pretender que se superará el capitalismo reviviendo formas jurídicas propias de una fase anterior de su desarrollo? La pretensión de “recuperar la universidad pública”, hija de la pretensión más general de “humanizar” el capitalismo, esconde el interés de la pequeña-burguesía por ganar cuotas de poder dentro del orden capitalista, y nada más. Si la universidad aparece como un terreno donde ese interés se expresa con tanta fuerza, es porque la universidad es el espacio natural de desarrollo y legitimación del poder burocrático. Allí es donde mejor se cultivan la mediocridad, la ignorancia y el arribismo que caracterizan a todas las burocracias; y es allí donde la ideología política y los horizontes existenciales de la burocracia deben arraigar con mayor fuerza, para asegurar la lealtad de los jóvenes proletarios que pronto se convertirán en sus cuadros expertos. Cuadros que desde ya parecen dispuestos a luchar con bravura para que sea el estado, y no el mercado, quien les someta.
Al conocer las reivindicaciones de los estudiantes, uno se pregunta: ¿qué aspiraciones tienen, qué quieren hacer con sus vidas? La respuesta está en los muros de sus facultades tomadas, en sus papelógrafos, en sus panfletos: una y otra vez le reprochan a los gobernantes actuales el haber estudiado gratis, pero nadie les reprocha el ser gobernantes, y nadie parece reparar en que la institución que formó a personalidades como Lagos y Bitar – tan estúpidas, mezquinas y útiles al capital – fue precisamente la universidad en su momento de mayor gloria populista. A la mayoría de los estudiantes parece no molestarles estar sometidos a un orden que los trata como monos amaestrados, y que los deformará hasta convertirlos en nulidades, quizás hasta en gobernantes… lo que les molesta es tener que pagar demasiado por ese servicio. Y ese nivel tan bajo de aspiraciones vitales es el que todos los poderes están empeñados en mantener, promoviendo agitaciones domesticadas para evitar que la insatisfacción de miles de jóvenes encuentre un terreno de expresión fértil en la realidad más inmediata: allí donde los asalariados del conocimiento son explotados, allí donde a los estudiantes se les humilla y engaña, vendiéndoles destrezas que los esclavizarán de por vida.
Después de todo, ¿qué importancia objetiva puede tener un nuevo sistema de cobranza de créditos, frente a la desposesión absoluta de sus vidas que padecen los universitarios, sus padres y sus instructores? El hecho de que en su mayoría se consideren “privilegiados” por su nivel de consumo, y que un recrudecimiento de los cobros parezca amenazar ese privilegio, no cambia en nada el hecho de que, en rigor, carecen por completo de soberanía para decidir el contenido y la finalidad de sus vidas. Su existencia está normada hasta el último detalle por el mercado, y en eso son iguales a todos los esclavos asalariados, desempleados, hambrientos, putas, locos y delincuentes que pueblan la tierra. Son proletarios, por más que sus títulos digan que son “profesionales”. ¿O es que un esclavo deja de ser esclavo cuando se compra grilletes de oro? Al contrario: ahora está personalmente interesado en defender sus grilletes, por lo tanto su esclavitud es mayor. Ese interés del esclavo en mantener su propia esclavitud es el mismo interés que mueve a los universitarios cuando luchan por conservar el status que la sociedad de clases les ha otorgado. Las burocracias estudiantiles, los medios de comunicación, los partidos progresistas, están ahí para convencerlos de que redoblen su interés en esas migajas que el poder les concedió, de que luchen por mantener intactas sus cadenas. En relación con ese objetivo político de gran altura, el objetivo contingente de cada movilización importa poco. ¿Qué más da si se trata de un nuevo arancel, de una nueva tarifa, de un nuevo recorte presupuestario, de una nueva acreditación, cuando lo que está en juego es la perpetuación de la mentalidad que garantiza la esclavitud asalariada?
En concreto, la ley de acreditación contra la que se movilizó a los estudiantes para luego hundirlos en la derrota, no agrega nada sustancialmente nuevo a las condiciones que los egresados siempre han tenido que soportar, porque las deudas crediticias siempre han implicado su resignación a una gran variedad de humillaciones: retención de títulos, intereses usureros, reajustes abusivos, fichaje comercial, embargos, etc. Esta ley sólo formaliza la existencia de un nuevo intermediario en el proceso de cobros, y por más que eso significara un aumento del monto final a pagar, ese monto sería una insignificancia comparado con el robo sistemático de vida del que son objeto los estudiantes y asalariados de la enseñanza. Pero ¿acaso nos importa todavía de qué está hecha nuestra propia vida? Si todos parecen dispuestos a luchar por unas cuantas migajas económicas, pero no por el poder de decidir su destino, es porque ya casi nadie sabe valorar su existencia más que midiéndola en cantidades de dinero. La cuantificación y abstracción de la vida ha llegado a tal extremo que luchar por realidades a las que no se les puede poner precio resulta casi inimaginable.
Pero si ponemos en el centro de nuestras preocupaciones las vidas humanas, y no a qué precio se transan en el mercado, tenemos que preguntarnos: ¿qué significa una lucha donde jefes y mandados forman una misma comunidad de intereses, marchando tras una misma bandera, en pos de frenar una ley sin importancia? Está muy claro: la banca hizo un negocio conveniente con el gobierno de Lagos, que podía prever una reacción defensiva en las universidades, con lo cual, además de los beneficios económicos directos, tendría un campo de pruebas para sus maniobras políticas y policiales, terreno en el que la izquierda burocrática también tiene mucho que decir. La Concertación pierde algunos votos que van a parar a la izquierda, los estudiantes se movilizan en vano y tienen que esperar tres años más para recobrar fuerzas, las burocracias estudiantiles afianzan su poder… El hecho de que los pacos hostiguen y repriman a un puñado de dirigentes estudiantiles no desmiente lo que afirmamos: se trata sólo de un castigo circunstancial para recordarles que no se excedan en la función que les toca cumplir dentro del protocolo democrático. Un ajuste de cuentas entre colegas, que al fin y al cabo sólo refuerza la nefasta ilusión de que esos dirigentes representan los intereses de sus dirigidos. El efecto más importante de todo esto es que el conjunto del sistema de dominación espectacular ha quedado reforzado tras la puesta en escena de una “lucha” en que las reglas de hierro de la democracia, que nunca fueron puestas en duda, aparecen una vez más como intocables.
Es cierto que en el curso de cada movilización se han producido rupturas por la base, coordinaciones que tienden a superar los límites permitidos, discusiones políticas radicales; y es notorio que en cada nuevo conflicto la auto-organización ha ejercido mayores presiones, pujando por formular sus propios objetivos políticos y sus propios métodos de lucha, contra todo encuadramiento burocrático. En las últimas jornadas se multiplicaron las acciones directas de todo tipo, a la vez que se organizaba una amplia difusión, se creaban coordinaciones entre estudiantes y trabajadores, se fortalecía la toma de decisiones en asambleas, etc. Aún así, a estos esfuerzos de auto-organización les sigue faltando lo esencial: la conciencia de sus propios objetivos globales, que tarde o temprano enfrentarán a los estudiantes y asalariados de la educación contra sus enemigos más directos: los burócratas y los propietarios del sistema. Mientras eso no ocurra, las luchas estudiantiles seguirán siendo despolitizadas, reducidas a un reivindicacionismo cagón, canalizadas hacia objetivos reaccionarios: nacionalismo, desarrollismo, estatismo; y los progresistas que protegen este orden seguirán invitándonos a “defender la universidad” de la privatización, igual que si nos llamaran a defender “nuestro ejército” o “nuestro sistema penitenciario”, en nombre de “Chile”, ese fundo democrático en que nos toca ser los peones educados. Cuando los estudiantes rompan con esas ideas e instituciones que los encadenan a una existencia mediocre y sin horizontes, y los asalariados de la enseñanza se nieguen a seguir vendiendo sus capacidades al mercado, entonces descubrirán que la universidad nunca les perteneció, sino que ha sido la cinta transportadora a través de la cual ellos fueron vendidos al poder del dinero; descubrirán que la universidad, como todo el sistema de enseñanza, los ha reducido a nada más que dóciles engranajes del mecanismo ciego que hace girar la economía.
A la universidad, esa institución arcaica, patriotera y desarrollista, principal arma ideológica del capital, no hay que defenderla, hay que destruirla. Sólo cuando los proletarios que padecen la “educación superior” se decidan, junto con sus padres y profesores, a desmantelar esa maquinaria trituradora de mentes, sólo entonces podrán decir que están luchando. Y cuando den el primer paso de esa lucha, que será derrocar a sus representantes burocráticos para generalizar la auto-organización y la lucha de clases, recién entonces el rechazo a la educación de mercado tendrá un contenido real, pues habremos empezado a barrer con las relaciones jerárquicas y mercantilizadas que nos separan de la vida social como un todo. Entonces la palabra “universidad”, aplicada a estas organizaciones de la ignorancia experta, va a sonar como lo que realmente es: un chiste.
Hay que empujar la lucha estudiantil más allá de sus propios límites, hacia el conjunto de luchas de nuestra clase, rompiendo con las falsas separaciones entre «estudiantes», «trabajadores», «pobladores», «cesantes»… para que todos los explotados luchemos como un solo puño contra lo que nos oprime, hasta que sea imposible volver atrás. Entonces los jefes burocráticos universitarios y sindicales aparecerán como lo que realmente son: policías del estado capitalista, y nosotros estaremos por fin obligados a amar la libertad, nos veremos empujados a renunciar a las migajas y, de una vez por todas, a luchar de pie. No por una posición más ventajosa dentro de esta sociedad desgraciada, no por un mejor precio para nuestras cabezas, sino por la abolición de todo lo que nos niega como sujetos humanos: la división de la sociedad en clases, el trabajo asalariado, el dinero, el estado. Ese es el único camino hacia la verdadera comunidad humana, activa y universal: el comunismo.
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