El Estado chileno y la cuestión mapuche
Si los gobernantes de un Estado insisten en
solucionar un problema social recurriendo al mismo instrumental jurídico
y político que está en el origen de ellos, el problema en cuestión solo
se hará más grande e irreductible en el futuro. Eso es lo que viene
ocurriendo en La Araucanía desde hace 100 años, y particularmente
después de 1990, imponiéndose la autoridad del Estado con un arsenal que
oscila entre pequeño fomento productivo, un poquito de tierras y muchos
policías.
El riesgo actual de esas relaciones es
que el conflicto violento se haga endémico y legítimo para la mayoría
del pueblo mapuche —lo que no ocurre todavía—, e introduzca una
distorsión total de gobernabilidad en el país variando a conflicto de
autodeterminación. Entonces habría ganado la opción violentista.
Nadie puede justificar desde ningún punto de vista los hechos que
terminaron con el asesinato de un matrimonio de agricultores en un
atentado incendiario en Vilcún. Se debe buscar y castigar a los
culpables. Pero sería un error político de proporciones activar toda la
fuerza y poder coercitivo del Estado de una manera territorial e
indiscriminada. Ello inevitablemente será percibido como una venganza
contra el pueblo mapuche y no un acto destinado a sancionar a los
culpables.
La acumulación histórica de hechos y su escalada actual obligan a
pensar en la raíz del problema. Y ella está, si no exclusivamente, en
gran medida marcada por la forma como el Estado de Chile creó “chilenos”
e integró el territorio de La Araucanía. Con enormes hitos de violencia
documentados incluso por sus propios actores directos, como lo
explicitan los informes del Coronel Cornelio Saavedra, jefe militar del
proceso.
Nadie puede justificar desde ningún punto de vista los hechos que terminaron con el asesinato de un matrimonio de agricultores en un atentado incendiario en Vilcún. Se debe buscar y castigar a los culpables. Pero sería un error político de proporciones activar toda la fuerza y poder coercitivo del Estado de una manera territorial e indiscriminada. Ello inevitablemente será percibido como una venganza contra el pueblo mapuche y no un acto destinado a sancionar a los culpables.
Los derivados de esa estrategia militar de anexión y no de
integración, acompañada por actos de confiscación, venta y colonización
de territorios, están demasiado cerca en el tiempo y es imposible que no
sean parte del imaginario mapuche en su relación con el Estado de
Chile. Son apenas tres generaciones completas que distancian la
actualidad de esos sucesos. Hay allí un fundamento emocional profundo
que, unido a las características de resciliencia del pueblo mapuche, son
un aspecto importante a considerar en el conflicto.
Es decir, no se trata de seguridad ciudadana, derecho de propiedad o
aplicación rigurosa de la ley, si bien hay parte importante de ello. El
problema se vincula a una crítica profunda del proceso político de
construcción del pacto social constitutivo del Estado de Chile. Este,
para la historiografía mapuche reciente, es una herida abierta y una
agresión.
Cualquier manual simple de manejo de conflictos indica que se debe
percibir con claridad la profundidad del fundamento emocional del
adversario, saber qué lo impulsa a la lucha, para medir el esfuerzo que
se debe emplear en solucionarlo. En el caso del pueblo mapuche ello es
muy intenso, y cada acción del Estado, fundada exclusivamente en el
prurito de la autoridad y la legalidad, ahonda la emoción negativa.
Así se lee que el policía que mató a Matías Catrileo siga en
servicio, que se inunden cementerios mapuches para una central
hidroeléctrica, o se cerquen terrenos que antes fueron propios y libres.
Y así se justifican los violentistas mapuches.
Es verdad que la emocionalidad del Estado de Chile, expresada
en la acción de sus gobernantes, no es menor en términos de la
imposición de la ley y la autoridad. Pero el Estado por pacto
constitutivo es el ente administrativo y político cuyo principal fin es
distribuir bienestar, paz social, desarrollo, justicia y seguridad, y
tiene que actuar en consecuencia, representando el bien común.
Ello debiera ser comprendido a fondo por el gobierno y toda la elite
política, pues crecientemente se va instalando con validez social la
idea no solamente de una “historia nacional del despojo del pueblo
mapuche”, sino de un Estado oligárquico que opera fuera del bien común y
al que no le importa la paz social y la seguridad política de la
sociedad.
Ello genera a su vez la percepción de un déficit de legalidad y
legitimidad de Estado, y terminará produciendo una fisura importante en
el sentido de nación, pues la vieja convicción del sentimiento nacional
arraigado como sustento del Estado, en la cual se han formado las
generaciones de los siglos XX y XXI, está llegando a su fin, en primer
lugar con el conflicto mapuche, pero también con temas ambientales y de
equidad territorial.
El problema mapuche puede escalar no solo en violencia, con formas de
paramilitarismo de variada procedencia y mayor represión del Estado
central, sino también política. La propia ONU ha sostenido que los
pueblos que se sientan una nación tienen el derecho de formar su propio
Estado y consecuentemente su propio país, y no se debe descartar que si
se siguen acumulando errores, la reivindicación del Estado propio
llegará.
La idea altamente ideológica de que los Estados son organizaciones
formadas de una vez y para siempre es un error. Lo ha demostrado con
creces la historia reciente. El Estado como ente jurídico y moral hay
que cultivarlo en la libertad, la equidad y la justicia. La percepción
de la vigencia real de estos valores vive en la cultura de cada persona
que habita el territorio del país y cultivarla es responsabilidad del
Estado.
Hoy el país está frente a un problema político referido a la
constitución del Estado, cuya solución implica acuerdos sobre su
organización y gobierno interno en la región, representación política y
satisfacciones de carácter económico y cultural del pueblo mapuche,
quien no está conforme con su inserción en nuestro Estado. Pero de la
misma manera, requiere una postura clara de condena y no justificación
de los hechos de violencia, bajo argumentos de la historia pasada.
Es necesario recalcar que no hay muchas alternativas. El tema mapuche
acompaña toda la historia del país y de alguna manera sus hitos más
importantes están signados por la violencia, pese a que los mapuches han
hecho esfuerzos importantes de integración pacífica en el pasado. El
reimpulso a las identidades que se dio entre ellos en los años 90 ha
resultado, por errores de la propia democracia, no solo en entidades no
sumisas, que buscan tanto derechos ciudadanos como calidad de inserción
como nación en el Estado, lo que es justo. También ha habido un impulso a
la violencia por intransigencia y miopía estatal, que hoy lamentamos.
Si deseamos tenerlos como parte integrada del Estado de Chile,
debemos actuar en consecuencia y entablar un diálogo efectivo sobre
autonomía política funcional, desarrollo económico, representación
parlamentaria y existencia y derechos constitucionalmente reconocidos.
Hay que hacerlos parte de la riqueza forestal y agrícola de tierras que
una vez les pertenecieron y, sobre todo, lavar de manera digna la
heridas de la guerra que el Estado de Chile llevó contra el pueblo
mapuche, y de la cual resultaron pérdidas de derechos ciudadanos, de
libertad y de cultura. Ese es la parte simbólica fundamental de la
solución.
Aún resuena, para la verdad histórica y nuestra vergüenza lo escrito
por Cornelio Saavedra en 1870: “La guerra, llevada por el sistema de las
invasiones de nuestro ejército al interior de la tierra indígena, será
siempre destructora, costosa y sobre todo interminable, mereciendo
todavía otro calificativo que la hace mil veces más odiosa y
desmoralizadora de nuestro ejército. Como los salvajes araucanos, por la
calidad de los campos que dominan, se hallan lejos del alcance de
nuestros soldados, no queda otra acción que la peor y la más repugnante
que se emplea en esta clase de guerra, es decir: quemar sus ranchos,
tomar sus familias, arrebatarles sus ganados; destruir en una palabra
todo lo que no se les pueda quitar. ¿Es posible acaso concluir con una
guerra de esta manera, o reducir a los indios a una obediencia
durable?”.
FUENTE: EL MOSTRADOR
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