Columnas
23 de enero de 2013
Educación: mercaderes y evaluadores
En un confuso y escandaloso artículo publicado sigilosamente en El Mercurio, José Joaquín Brunner, el paladín de las certificaciones, evaluaciones y rankings en educación, hace una loa abstracta del saber no certificado.
En realidad, la generación de conocimiento, que es la misión de las universidades, y sustancialmente de las universidades públicas, que por naturaleza identitaria no se casan ni con credos ni con intereses económicos, es la esencia del saber. Pero a menudo están infestadas de redes subterráneas, de usos burocráticos malignos cuya función es desesperanzar a los que tienen esperanza.
Pero no podemos saber de antemano aquello que está por saberse, y esa es una de las paradojas de nuestra miseria epistemológica: premiamos siempre a quienes no lo merecen, e ignoramos a los que amplían el escenario del saber. Lo normalizado es enemigo de lo nuevo, y lo nuevo es la salvación de la especie porque se adapta al contexto real, no al de las leyes, los formularios, las ceremonias o lo políticamente correcto.
La mayoría de los profesores basura explican conceptos basura que son basura porque el conocimiento siempre se mueve, y ellos están inmóviles. Suerte que los jóvenes vienen de revolcarse por internet, y allí hay un mundo que es a veces más real que el de cada día.
Pero Brunner, sociólogo (según el malvado Jocelyn-Holt, carente este sociólogo de títulos universitarios de esos que el propio Brunner evalúa, certifica y traduce a indicadores) no quiere saber lo que vendrá, sino que se conforma con graficar sociológicamente lo que hay. Su ciencia, dirían las mentes más chatas de nuestra sociedad, es describir con cierta elegancia incomprensible eso conocido como “es lo que hay”.
El conocimiento, sin embargo, nunca es lo que hay: es por naturaleza inquieto, imprevisible, vivo como el amor humano. Las universidades chilenas, plagadas de ‘Brunners’, de evaluadoras puntudas de proyectos Fondecyt que ahora son casi todas de la Universidad Católica, de fondartistas, de publicadores de papers muertos antes de empezar a buscar vida, parecen ir siempre a la zaga de lo que la existencia lúgubre e irradiante nos trae como presa y como banquete.
La Revolución Francesa se convino en los salones de damas aristocráticas deseosas de vivir intensamente que acogían a pensadores que jamás fueron académicos. Poco antes Spinoza, que establecería la ética del amor propio y del bien como mejora en el perseverar del propio ser, declinó amablemente una invitación alemana que pese a un buen sueldo (¡atención, académicos prostitutos, ratas del saber!) contenía ciertas limitaciones letales a su libertad de pensamiento. Hobbes, el teórico de las dictaduras de derecha laica que tanto hemos conocido, tenía la peor opinión de sus profesores y condiscípulos de Oxford, empeñados en ecuaciones aristotélicas cuando se estaba pariendo, en ese siglo XVII, la peligrosa y maravillosa democracia.
Chile es un basural empresarial de universidades chatarra que venden y compran conocimiento. Brunner pesa y mide las partículas elementales de ese conocimiento, que así dividido resulta combinable y transable aunque no sea nada, porque el saber auténtico, lo señala Fernando Flores, es aquel donde irrumpe la danza del aprendizaje, señal de una dialéctica que une a espíritu y cuerpo en una sola perfomance triunfante, la del que aprende. El saber es transformación, no una suma muerta de indicadores muertos.
Cuando escucho hablar de “educación” me sobreviene una náusea parecida a cuando escucho hablar de “cultura”. Se trata de implementar con pinzas asépticas recursos para una cosa que los que implementan no tienen idea de qué es. Se trata de sectorizar lo que debiese ser un hábito cotidiano. Cotidianamente aprendemos, porque el hombre, como señala John Holt, es un animal que aprende. Cotidianamente participamos de la cultura cuando comemos, nos vestimos, elegimos un medio de transporte, hablamos o bailamos, no sólo cuando vamos a ver una película de Fellini.
La señora Thatcher fue estudiante en Oxford, y lo único que sacó en claro de su inmersión en esa universidad fundacional fue odiarla. Más tarde le devolvieron los oxfordianos su sentimiento al privarla de una distinción, aunque eso, para ella, no fue nada. Durante los años ochenta, la gestión thatcheriana consistió, en este aspecto de la vida social, en destruir a las universidades como espacios de libertad, de curiosidad, de conversación y de humanismo. Y reemplazar aquellas nobles tradiciones de la pérdida del tiempo por la adquisición ávida de indicadores basura que debieran demostrar que se está haciendo algo útil, como por ejemplo, preparar gente para ir a servir en empresas como Coca-Cola o Colchones Rosen (que son muy buenos) o bancos atroces que esquilman a la gente, o bares que venden comida congelada y con bacterias, todo eso que constituye el éxito económico lejos de la duda, la charla, la polémica, la humanidad, la vida. La vida, para esos seres miedosos como Thatcher o Brunner, es una insensatez que debemos vivir como si fuera algo sensato, y a través de indicadores.
Estos idiotas empeñados en hacer de la aventura del conocimiento un repositorio de indicadores, papers publicados, ponencias en congresos, artículos de libros, citaciones ISI y toda esa basura accesoria, han logrando hacerse cargo del sistema para corromperlo y destruirlo desde dentro.
Brunner habla de los valores humanos, aquellos que destruye con su práctica. Apela al conocimiento socrático, pero lo balancea con la necesidad de que sea para todos, lo que no se ve por qué razón no podría ser así.
Thatcher, Reagan, Pinochet, Harald Beyer, Juan José Ugarte y José Joaquín Brunner quieren hacer del conocimiento un mercadillo de indicadores que beneficien a los beneficiados de siempre, incorporando en calidad de deudores a los demás, y de eso no va a salir nada bueno. El conocimiento es otra cosa. Se trata de amar los libros o el vagabundeo por la red, que la mayoría de los paperistas odia. Se trata de mantenerse en la estupefacción, en la duda, de flotar libremente en los múltiples lenguajes que componen nuestra existencia.
Pero Brunner y sus secuaces (a lo mejor no son tan malos, los pobres) sólo piensan en formularios. Hay que llenar casilleros, obtener puntajes y, como anhelaba Thatcher, que nunca leyó un libro y estuvo unos días en Zapallar en la casa de Ricardo Claro, y defendió a Pinochet en Londres, finalmente ser capaces de decidir qué es útil y qué no lo es en el conocimiento. No es posible saberlo, señores y señoras. Lo nuevo siempre irrumpe, pero jamás por el escenario donde está anunciado.
Las universidades públicas chilenas, y la Universidad de Chile, gloriosa entre todas ellas, se encuentran hoy atrapadas entre dos fuerzas basurientas, aquella del mercado, y aquella de los indicadores. No va a negar uno que en las universidades se pierde el tiempo: para eso fueron hechas, para sacar a los jóvenes de la imbecilidad de los colegios con sus notas, y para darles un poco de protección y de libertad antes de entrar a la máquina de moler carne del mercado. Ya me dirán ustedes qué haríamos con un millón de jóvenes buscando trabajo o merodeando por las calles. Pero curiosamente si hace unos años los únicos que sufrían la humillación absurda de las notas eran los estudiantes, hoy gracias a Thatcher, Brunner, Beyer y compañía tenemos notas para todos: alumnos, profesores, investigadores, departamentos, escuelas, universidades, todo lleva una puntuación mezquina dictada por el esfínter mental de los profesores judicializados, que son los que la llevan.
Yo, francamente, creo que lo mejor de la vida está en lo que bulle en las personas, no en lo que unos burócratas redactando formularios creen que debieran ser, sino en lo que gozosa o dolorosamente son. No sé qué es esta vida ni a qué conduce, pero he experimentado el deseo, el placer, la curiosidad, la compasión, la sensación deliciosa de existir, y me parece que toda esta faramalla de fondos concursables y convenios de desempeño lo que hace es devaluar y finalmente sepultar nuestra humanidad.
Las universidades chilenas, así llamadas aunque la mayoría son basura, están extraviadas hoy en el reemplazo del saber por los indicadores, en un mundo turbio de notas, informes, formularios, certificaciones, exámenes, pruebas, titulaciones, calificaciones, evaluaciones, puntajes, cada una de las cuales genera su propia red corrupta de trucos y ardides. Estamos enseñando astucia, no conocimiento, estamos imprimiendo en los jóvenes desconfianza, no amor por la vida.
Así es que yo les digo, no a Brunner, no a Beyer, no a Ugarte, y sí a ustedes los aún humanos, joven universitario insurrecto, viejo académico deprimido. No a las notas, sí al buen ambiente. Aprendemos en ambientes gratos, en cambio con las notas aprendemos a mentir. Las evaluaciones continuas nos humillan, una bonita conversación nos ilumina. Los rankings nos convierten en mercadería, un campus a escala humana nos da un espacio para convivir.
Nos conviene decir no a la basura burocrática, y sí al espíritu humano con sus contradictorios deseos. Y nos urge sobre todo decir sí a una actitud de honestidad radical, volver a ser capaces de sentir nuestra verdad y decirla en un mundo que es finalmente nuestro mundo, el que habitamos, el único que tenemos.
FUENTE: EL MOSTRADOR
Pero no podemos saber de antemano aquello que está por saberse, y esa es una de las paradojas de nuestra miseria epistemológica: premiamos siempre a quienes no lo merecen, e ignoramos a los que amplían el escenario del saber. Lo normalizado es enemigo de lo nuevo, y lo nuevo es la salvación de la especie porque se adapta al contexto real, no al de las leyes, los formularios, las ceremonias o lo políticamente correcto.
La mayoría de los profesores basura explican conceptos basura que son basura porque el conocimiento siempre se mueve, y ellos están inmóviles. Suerte que los jóvenes vienen de revolcarse por internet, y allí hay un mundo que es a veces más real que el de cada día.
Pero Brunner, sociólogo (según el malvado Jocelyn-Holt, carente este sociólogo de títulos universitarios de esos que el propio Brunner evalúa, certifica y traduce a indicadores) no quiere saber lo que vendrá, sino que se conforma con graficar sociológicamente lo que hay. Su ciencia, dirían las mentes más chatas de nuestra sociedad, es describir con cierta elegancia incomprensible eso conocido como “es lo que hay”.
Thatcher, Reagan, Pinochet, Harald Beyer, Juan José Ugarte y José Joaquín Brunner quieren hacer del conocimiento un mercadillo de indicadores que beneficien a los beneficiados de siempre, incorporando en calidad de deudores a los demás, y de eso no va a salir nada bueno. El conocimiento es otra cosa. Se trata de amar los libros o el vagabundeo por la red, que la mayoría de los paperistas odia. Se trata de mantenerse en la estupefacción, en la duda, de flotar libremente en los múltiples lenguajes que componen nuestra existencia.
La Revolución Francesa se convino en los salones de damas aristocráticas deseosas de vivir intensamente que acogían a pensadores que jamás fueron académicos. Poco antes Spinoza, que establecería la ética del amor propio y del bien como mejora en el perseverar del propio ser, declinó amablemente una invitación alemana que pese a un buen sueldo (¡atención, académicos prostitutos, ratas del saber!) contenía ciertas limitaciones letales a su libertad de pensamiento. Hobbes, el teórico de las dictaduras de derecha laica que tanto hemos conocido, tenía la peor opinión de sus profesores y condiscípulos de Oxford, empeñados en ecuaciones aristotélicas cuando se estaba pariendo, en ese siglo XVII, la peligrosa y maravillosa democracia.
Chile es un basural empresarial de universidades chatarra que venden y compran conocimiento. Brunner pesa y mide las partículas elementales de ese conocimiento, que así dividido resulta combinable y transable aunque no sea nada, porque el saber auténtico, lo señala Fernando Flores, es aquel donde irrumpe la danza del aprendizaje, señal de una dialéctica que une a espíritu y cuerpo en una sola perfomance triunfante, la del que aprende. El saber es transformación, no una suma muerta de indicadores muertos.
Cuando escucho hablar de “educación” me sobreviene una náusea parecida a cuando escucho hablar de “cultura”. Se trata de implementar con pinzas asépticas recursos para una cosa que los que implementan no tienen idea de qué es. Se trata de sectorizar lo que debiese ser un hábito cotidiano. Cotidianamente aprendemos, porque el hombre, como señala John Holt, es un animal que aprende. Cotidianamente participamos de la cultura cuando comemos, nos vestimos, elegimos un medio de transporte, hablamos o bailamos, no sólo cuando vamos a ver una película de Fellini.
La señora Thatcher fue estudiante en Oxford, y lo único que sacó en claro de su inmersión en esa universidad fundacional fue odiarla. Más tarde le devolvieron los oxfordianos su sentimiento al privarla de una distinción, aunque eso, para ella, no fue nada. Durante los años ochenta, la gestión thatcheriana consistió, en este aspecto de la vida social, en destruir a las universidades como espacios de libertad, de curiosidad, de conversación y de humanismo. Y reemplazar aquellas nobles tradiciones de la pérdida del tiempo por la adquisición ávida de indicadores basura que debieran demostrar que se está haciendo algo útil, como por ejemplo, preparar gente para ir a servir en empresas como Coca-Cola o Colchones Rosen (que son muy buenos) o bancos atroces que esquilman a la gente, o bares que venden comida congelada y con bacterias, todo eso que constituye el éxito económico lejos de la duda, la charla, la polémica, la humanidad, la vida. La vida, para esos seres miedosos como Thatcher o Brunner, es una insensatez que debemos vivir como si fuera algo sensato, y a través de indicadores.
Estos idiotas empeñados en hacer de la aventura del conocimiento un repositorio de indicadores, papers publicados, ponencias en congresos, artículos de libros, citaciones ISI y toda esa basura accesoria, han logrando hacerse cargo del sistema para corromperlo y destruirlo desde dentro.
Brunner habla de los valores humanos, aquellos que destruye con su práctica. Apela al conocimiento socrático, pero lo balancea con la necesidad de que sea para todos, lo que no se ve por qué razón no podría ser así.
Thatcher, Reagan, Pinochet, Harald Beyer, Juan José Ugarte y José Joaquín Brunner quieren hacer del conocimiento un mercadillo de indicadores que beneficien a los beneficiados de siempre, incorporando en calidad de deudores a los demás, y de eso no va a salir nada bueno. El conocimiento es otra cosa. Se trata de amar los libros o el vagabundeo por la red, que la mayoría de los paperistas odia. Se trata de mantenerse en la estupefacción, en la duda, de flotar libremente en los múltiples lenguajes que componen nuestra existencia.
Pero Brunner y sus secuaces (a lo mejor no son tan malos, los pobres) sólo piensan en formularios. Hay que llenar casilleros, obtener puntajes y, como anhelaba Thatcher, que nunca leyó un libro y estuvo unos días en Zapallar en la casa de Ricardo Claro, y defendió a Pinochet en Londres, finalmente ser capaces de decidir qué es útil y qué no lo es en el conocimiento. No es posible saberlo, señores y señoras. Lo nuevo siempre irrumpe, pero jamás por el escenario donde está anunciado.
Las universidades públicas chilenas, y la Universidad de Chile, gloriosa entre todas ellas, se encuentran hoy atrapadas entre dos fuerzas basurientas, aquella del mercado, y aquella de los indicadores. No va a negar uno que en las universidades se pierde el tiempo: para eso fueron hechas, para sacar a los jóvenes de la imbecilidad de los colegios con sus notas, y para darles un poco de protección y de libertad antes de entrar a la máquina de moler carne del mercado. Ya me dirán ustedes qué haríamos con un millón de jóvenes buscando trabajo o merodeando por las calles. Pero curiosamente si hace unos años los únicos que sufrían la humillación absurda de las notas eran los estudiantes, hoy gracias a Thatcher, Brunner, Beyer y compañía tenemos notas para todos: alumnos, profesores, investigadores, departamentos, escuelas, universidades, todo lleva una puntuación mezquina dictada por el esfínter mental de los profesores judicializados, que son los que la llevan.
Yo, francamente, creo que lo mejor de la vida está en lo que bulle en las personas, no en lo que unos burócratas redactando formularios creen que debieran ser, sino en lo que gozosa o dolorosamente son. No sé qué es esta vida ni a qué conduce, pero he experimentado el deseo, el placer, la curiosidad, la compasión, la sensación deliciosa de existir, y me parece que toda esta faramalla de fondos concursables y convenios de desempeño lo que hace es devaluar y finalmente sepultar nuestra humanidad.
Las universidades chilenas, así llamadas aunque la mayoría son basura, están extraviadas hoy en el reemplazo del saber por los indicadores, en un mundo turbio de notas, informes, formularios, certificaciones, exámenes, pruebas, titulaciones, calificaciones, evaluaciones, puntajes, cada una de las cuales genera su propia red corrupta de trucos y ardides. Estamos enseñando astucia, no conocimiento, estamos imprimiendo en los jóvenes desconfianza, no amor por la vida.
Así es que yo les digo, no a Brunner, no a Beyer, no a Ugarte, y sí a ustedes los aún humanos, joven universitario insurrecto, viejo académico deprimido. No a las notas, sí al buen ambiente. Aprendemos en ambientes gratos, en cambio con las notas aprendemos a mentir. Las evaluaciones continuas nos humillan, una bonita conversación nos ilumina. Los rankings nos convierten en mercadería, un campus a escala humana nos da un espacio para convivir.
Nos conviene decir no a la basura burocrática, y sí al espíritu humano con sus contradictorios deseos. Y nos urge sobre todo decir sí a una actitud de honestidad radical, volver a ser capaces de sentir nuestra verdad y decirla en un mundo que es finalmente nuestro mundo, el que habitamos, el único que tenemos.
FUENTE: EL MOSTRADOR
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