lunes, 15 de agosto de 2011

Los estudiantes la llevan

Una gran responsabilidad política y moral recae en el movimiento estudiantil, que hoy marcha a la cabeza de la protesta social. Corresponde a los estudiantes -universitarios, secundarios y alumnos de liceos técnicos, muchos de ellos casi niños-, dar un decisivo impulso a la democratización del país. Se trata del deber patriótico y republicano -que los partidos de la Concertación traicionaron-. Eso lo están cumpliendo hoy los sectores más jóvenes y lúcidos de la sociedad chilena, organizados en federaciones, centros de alumnos, colectivos y asambleas. En estas últimas, la democracia participativa se prepara para alcanzar mayores niveles en un futuro país con estructuras realmente democratizadas.
Las inquietudes políticas y la sensibilidad social de la juventud chilena, en orden de fundir sus luchas con las de los trabajadores, se creían extinguidas o carcomidas por el egoísmo con que la economía de mercado deshumaniza a sus esclavos. Las movilizaciones de los estudiantes, sin embargo, constituyen un formidable desmentido a esos diagnósticos malintencionados o teñidos del derrotismo que fomentan la resignación ante las injusticias y desigualdades. Bajo la apariencia de una sociedad domada por el consumismo superfluo y la banalidad del debate político, venía fermentando un profundo malestar. Este fenómeno silencioso no fue percibido a tiempo por los gobiernos, los partidos políticos o los medios de comunicación. El malestar maduró en el tiempo, fue adquiriendo formas originales de convocatoria y organización -sobre todo a través de las redes sociales- y finalmente eclosionó en la protesta social. Esta es la etapa que estamos viviendo.
La protesta social irrumpió con una fuerza, cohesión e inteligencia sorprendentes, que descolocó a todos los actores políticos. Estos han intentado en vano subirse al carro de las nuevas fuerzas para conducirlas por el derrotero habitual que conduce a la cooptación y derrota de la rebeldía. Resulta visible el temor que la protesta social provoca en los administradores del modelo. Tanto el gobierno, como el Parlamento, la Iglesia Católica, los gremios empresariales, la gran prensa escrita y audiovisual, etc., se muestran asustados frente a un movimiento que no pueden controlar ni corromper mediante el soborno de sus dirigentes o el engaño de sus bases. Tienen razón para estar inquietos: la protesta social busca dotarse de un programa político y ha comenzado a minar las bases de la institucionalidad que el terrorismo de Estado implantó en 17 años de brutal dictadura. En síntesis, está surgiendo la esperada alternativa que grupos políticos no han logrado generar.
Consecuencia directa del desafío estudiantil ha sido la reestructuración del gabinete ministerial. El presidente de la República se vio obligado a relevar de sus funciones al ministro de Educación, Joaquín Lavín, al que los estudiantes vetaron como interlocutor válido, para destrabar el conflicto sobre educación pública. Destituido por la presión estudiantil, Lavín es una de las figuras más destacadas de la UDI, la ultraderecha del gobierno. Eso mismo quizás ha llevado al presidente a mantenerlo en el gabinete en un cargo menos relevante.
La marcha de los estudiantes el 14 de julio en Santiago, desafiando la prohibición del gobierno para ocupar la Alameda en el sentido en que lo hicieron, fue una demostración más de la fuerza alcanzada por el movimiento. Esa victoria estudiantil significó también la salida del intendente de Santiago (que “cayó hacia arriba”, convirtiéndose en ministro para ocultar otra derrota del gobierno).
Por otra parte, el movimiento estudiantil -que ha recibido el apoyo de profesores y trabajadores- no ha ceñido sus demandas al plano educacional. Ha ido más allá de la exigencia -de por sí importante- de una educación pública gratuita y de excelencia. Apunta también a cuestiones esenciales de un modelo de dominación que por su rigidez no admite cambios parciales, sin poner en juego todo el sistema. La protesta social reclama, por ejemplo, plebiscito, como método para resolver los grandes problemas del país y, sobre todo, como mecanismo para abrir paso a la reforma de la Constitución; poner fin al sistema electoral binominal; reforma tributaria que corrija la desigualdad; renacionalización del cobre y disminución del gasto militar, etc. Al influjo de la protesta social se abren paso otras demandas, como salud pública de calidad, reconstrucción acelerada de viviendas y edificios públicos destruidos por el terremoto, poner fin al lucro escandaloso de las Isapres (*) y AFPs (**), regular las exorbitantes ganancias de multitiendas, cadenas de farmacias y de los bancos, cuyos abusos en materia de créditos son similares a la usura de La Polar (***).
Lo que se está cuestionando por los estudiantes y vastos sectores ciudadanos que los apoyan son los pilares del modelo institucional, económico, social y cultural impuesto a Chile mediante la fuerza bruta, y que los gobiernos de la Concertación profundizaron. La protesta social contra el modelo se ha ido desarrollando en cascada. Le comunican cada vez más fuerza los contingentes sociales que van incorporándose, y constituye un craso error estimar que el movimiento está desgastado. Desde la paralización de ciudades enteras como Punta Arenas o Calama, al corte de una carretera por los damnificados del terremoto en Dichato, desde las multitudinarias marchas ecologistas contra HidroAysén a la huelga de los presos políticos mapuches y a la reanudación de la reconquista de sus tierras ancestrales, pasando por la huelga de los obreros contratistas de la mina El Teniente, la marcha por la diversidad sexual en Santiago o el paro de los trabajadores de Codelco en defensa de la empresa estatal, hasta la sostenida movilización estudiantil, la protesta social ha recorrido en forma tumultuosa un camino que está rehaciendo la atrofiada musculatura del movimiento social.
La respuesta del gobierno a la movilización estudiantil, aparte de un inocuo “gran acuerdo educacional” con un millonario anzuelo para los rectores universitarios, siempre necesitados de fondos, no ha sido otra que la represión y los intentos por dividir al movimiento. El empleo desproporcionado de la fuerza policial junto con provocaciones para generar reacciones violentas, se han convertido en un esquema habitual en todo el país. Esto incluye oscuras maniobras como la que afecta al presidente del Colegio de Profesores, Jaime Gajardo. Se ha intentado responsabilizarlo de los incidentes callejeros, amenazando procesarlo y creando condiciones para cualquier tipo de agresión. Jaime Gajardo es un dirigente que merece el apoyo de los trabajadores y el respeto de la opinión pública. Desde hace años los profesores denuncian la municipalización de la educación y el papel nefasto de sostenedores que han convertido la educación en un negociado.
La protesta en general -y estudiantil en particular- es portadora de una carga ética que anuncia formas más limpias de practicar la política. Es el rechazo a la hipocresía y la mentira, a la corrupción y la demagogia, a la impunidad de obispos pedófilos, generales genocidas y políticos corruptos, a la desigualdad en todos los planos, al autoritarismo y a la segregación de las minorías, a las prácticas antidemocráticas convertidas en normas de conducta, al burocratismo y verticalismo político y sindical, a la falta de pluralismo en los medios de comunicación, a los obstáculos que impiden la participación del pueblo y el ejercicio pleno de su soberanía. En resumen, se trata del despertar de un pueblo de heroicas tradiciones de lucha que se ha visto sometido por casi treinta años a la triste condición de interdicto político y minusválido ciudadano. Se trata de un movimiento social y político en su expresión más digna y ejemplar.
Los sectores políticos que tratan de meter este movimiento en el túnel de la cooptación, quieren convertirlo en estatua de sal. Sin embargo, hay en el movimiento estudiantil una voluntad de cambio que destaca por su valentía y seriedad, así como por una creatividad que ha impuesto nuevo sello a las manifestaciones populares añadiendo alegría, ingenio y crítica mordaz al gobierno y a las convenciones del sistema.
La amplitud de las protestas, las prácticas de convivencia y solidaridad que se dan en las ocupaciones de universidades y liceos, indican que el movimiento estudiantil -como ha sucedido antes en Chile y otros países- puede ser el elemento inductor de la transformación democrática pacífica. Eso es lo que requiere la sociedad chilena, oprimida por la Constitución y el modelo económico que impusieron militares y empresarios. La responsabilidad que hoy tienen los estudiantes para cumplir ese rol histórico, es muy grande. Sin duda ellos cumplirán. Pero requieren nuestro apoyo y participación en una lucha que es de todos.
PF
Editorial de “Punto Final”, edición Nº 738, 22 de julio, 2011

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