La danza de los cuervos, libro de editorial Ceibo, se lanza el próximo lunes
Los pasajes más duros de la oscura historia de la DINA
A la venta a partir de hoy en librerías de Santiago, el libro del periodista Javier Rebolledo narra la vida de Jorgelino Vergara, El Mocito de la DINA, y con ello el episodio más crudo de la historia chilena: los crímenes de la Brigada Lautaro en el cuartel Simón Bolívar, el único centro de exterminio conocido hasta ahora. Esta vez las divulgaciones vienen de boca de los propios ex agentes de la dictadura. En exclusiva, episodios textuales del relato.
Jorgelino Vergara Bravo, conocido por su participación en el documental El Mocito, se mantuvo en silencio durante treinta años. En 2007 reveló a la justicia su participación en el cuartel Simón Bolívar donde funcionó la Brigada Lautaro, el grupo operativo de mayor confianza de Manuel Contreras. En este libro, construido en base a treinta horas de entrevistas, el periodista Javier Rebolledo devela a través de los ojos de Vergara, su juventud en la casa del director de la DINA como asistente de mozo, su ascenso dentro de la estructura hasta llegar a la Brigada Lautaro y su caída, para pasar a ser un descolgado.
Junto a las confesiones de sus ex compañeros en el caso Calle Conferencia (aún en sumario investigativo), Jorgelino revela el episodio más violento que registra la historia de Chile: el exterminio de un número indeterminado de seres humanos, muchos de ellos militantes del partido Comunista, pero también muchos ciudadanos sin participación política.
Además, el relato da cuenta detallada del día a día al interior del único centro de exterminio conocido hasta ahora, al más puro estilo de los nazis. Acá, a diferencia de otras narraciones, es la visión de los victimarios, la confesión de sus crímenes, lo que construye la historia.
A pesar de que hoy se encuentra a la venta en librerías de Santiago, el lanzamiento oficial será próximo lunes 25 de junio a las 19:30 horas en la sala Master de la Radio Universidad de Chile
A continuación, citas escogidas de La Danza de los Cuervos:
Los huesos de las canillas
“Luego de Jorgelino, Eduardo Oyarce describió el crimen de Fernando Ortiz cerca del gimnasio. Se entretuvieron golpeándolo durante toda la noche el suboficial de Ejército Hiro Álvarez Vega y uno más. Solo le conocía la “chapa”: el “Pato Lucas”. “Fue golpeado brutalmente con palos en las canillas, al punto que se podían ver los huesos, y lo dejaron moribundo. Eso fue aprovechado por los torturadores para pisarle el pecho a la altura del corazón, supuestamente para revivirlo”.
Héctor Valdebenito, el “Viejo Valde”, reconoció haberlo visto morir mientras lo interrogaba. Según él, ahí le dijo su nombre y que lo habían detenido en la calle Pedro de Valdivia. “Yo me acerqué, me puse frente a él, le hice una pregunta y me percaté de que el hombre hablaba entrecortado, bajito y a consecuencia de los golpes que había recibido de el ‘Elefante’ [Juvenal Piña] y ‘Mario Primero’ [Eduardo Reyes Lagos]. De ahí comenzó a perder la voz, se inclinó hacia el lado derecho y al verlo que estaba desmayado, llamo a Morales, Barriga y Lawrence y ahí constataron que estaba muerto”.
Quedó tirado a un costado del gimnasio junto a otros detenidos, amarrados y sentados en el piso, aún vivos.
Ese mismo día, el cocinero Carlos Marcos Muñoz vio en el gimnasio, en malas condiciones físicas, al grupo de detenidos aún vivos. Uno, al que luego identificó como Horacio Cepeda Marinkovic, miembro de la dirección clandestina de Fernando Ortiz, le pidió un vaso de agua. Se lo llevó y al instante el hombre comenzó a vomitar sangre. Cayó al suelo, aparentemente muerto. “Ese mismo día, mientras estaba en la cocina, observé que el funcionario de Carabineros de apellido Pichunman le quemó las huellas digitales y la cara con un soplete”.
Recordó también que ese detenido fue ensacado por el “Chancho” Daza y lo cargó hasta la camioneta Chevrolet C-10 del cuartel.
Eduardo Oyarce declaró haber visto el momento de la muerte de Horacio Cepeda Marinkovic. “Estuvo detenido por cerca de cinco días para posteriormente ser eliminado con golpes de palos en la cabeza dados por el ‘Elefante’ [Juvenal Piña, asesino de Víctor Díaz], quien también le apretaba la tráquea. Yo lo vi y podía escuchar los gritos que daba el viejito”.
Varios agentes coinciden en que durante ese día y el siguiente hubo un grupo más o menos numeroso de detenidos en el cuartel Simón Bolívar. Las versiones van de seis a quince.
Probablemente eran los cuerpos de los once miembros de la dirección clandestina del Partido Comunista encabezada por Fernando Ortiz: Armando Portilla, Fernando Navarro, Lincoyán Berríos, Horacio Cepeda, Waldo Pizarro, Reinalda Pereira, Luis Lazo, Héctor Véliz, Lisandro Cruz y Edras Pinto, junto a los militantes del MIR Edmundo Araya y Carlos Durán que, por ese tiempo, estaban coordinados con el Partido Comunista. (Capítulo 27, Pidiendo huevadas).
Desnucado
“Echamos a la rastra al automóvil al detenido y partimos junto a Daza, Escalona y al parecer Meza, hacia la cuesta Barriga. Al llegar a la cueva nos metimos a la entrada y dije a los demás que cumpliéramos la orden. En ese momento, Daza tomó por atrás al detenido, pasándole el brazo por el cuello, y el detenido, a pesar de lo mal que estaba, reaccionó y comenzó a patalear, hasta que le tomé los pies mientras otros lo aseguraban por arriba, y en ese momento fue que Daza le dio giro al cuello del detenido muy brusco hacia un lado y lo desnucó. El detenido quedó inmóvil, muerto. El cuerpo fue cargado por otros dos, yo alumbré con linterna, lo llevaron al fondo y fue lanzado al pozo. Nunca antes conté esto, ni a mi familia”. (Capítulo 24, La limpieza mecanica. Declaración policial del agente Héctor Valdebenito referente al crimen del militante del MIR, Ángel Guerrero Carrillo).
El buen sirviente
“Dentro del ambiente también él tenía que encajar, estar a la altura. Si pasaba por el lado miraba al detenido con desprecio, eso estaba bien visto. O una patada, también. Así, dentro de ese sistema, nadie podía fallar. Tampoco él. Todos perros. Todos locos. No mostrar ni un sentimiento de compasión. Por dentro, obvio, sentía algo, pero quería estar dentro de ese grupo para ascender y hacer su carrera de militar. Si lo veían débil, aunque no le dijeran nada, se iban a dar cuenta. “El cabro no sirve, no es un duro, no es perro como nosotros”. Eso no, no quería quedar fuera.
¿Tenía la libertad para irse y abandonar todo eso? Lo pensó muchas veces, pero nada. Inaceptable. Era volver a la calle, dejar el mundo en el que estaba aprendiendo, donde recibía el alimento diario y las enseñanzas. O quizás podía ser peor, bastaba con un “elimínenlo”.
Entonces, cuando se mostraba así, como ellos, malo, frío, cuando daba patadas, cuando miraba con odio a un detenido, con una palabra, un grito, de vuelta recibía un gesto de aprobación. “Vas bien, vas por el buen camino”.” (Capítulo 26, La presa mayor)
Sartenazos en la cabeza
“Germán Barriga Muñoz, el jefe máximo de Delfín y capitán de Ejército, nunca se enojaba, siempre andaba con una sonrisa, de hablar pausado, tranquilo y nervioso a la vez. “¿Cómo llamarlo?… Poco confiable, eso”. Un cínico.
A ella, a Reinalda, le estaban dando entre Barriga y Lawrence. También estaban presentes Gladys Calderón y Teresa Navarro.
No conocía su nombre en ese momento. Ella estaba sobre la parrilla con los ojos cubiertos por una venda. Giraba la “gigí”, dale que dale; Barriga y Lawrence observando, haciendo preguntas, golpeándola con todo lo que tenían a mano.
Por favor, que la mataran, gritaba ella. Estaba hecha pedazos. Así no podría tener a su hijo, no iba a poder nacer con el daño que ella tenía en todo su cuerpo. Estaba segura. Así que, “por favor, mátenme”. Mientras tanto, él estaba ordenando unos libros en la oficina. Y Barriga y Lawrence comenzaron a reír fuerte. “Estaba pidiendo huevadas”. Lawrence fue hasta una cocinita al lado de la oficina. Y volvió con una sartén grande. Comenzó a golpearla en la cabeza, con violencia, una y otra vez. La estaban haciendo papilla.
Barriga tenía una pistola en la mano apuntando a la sien de la mujer ensangrentada, ya medio ida. Pasaba un segundo, otro más, le prometía que la iba a matar… percutaba el arma. Y nada, era una falsa ejecución. Se reían. (Capítulo 27, Pidiendo Huevadas)
Con una bolsa plástica
“Partió a los calabozos. Entró a la habitación de Víctor Díaz y lo miró. Estaba en buen estado de salud y con sus vestimentas. Amarrado de pies y manos. “En ese mismo momento le manifiesto a Díaz que me perdonara por la acción que iba a llevar a cabo, es decir su posterior muerte. En ese instante un agente, no recuerdo quién, me entregó una bolsa de nylon de supermercado, la que utilicé para introducir la cabeza de Díaz, momento en el que presioné esta bolsa a su cuello con el fin de impedir el paso de oxígeno a su cuerpo. Al cabo de unos tres minutos observé que ya no tenía signos vitales, instante en que terminé de presionar la bolsa, para salir del dormitorio inmediatamente, por cuanto me encontraba choqueado por la acción que había ejecutado”. (Capítulo 26, La presa mayor. Declaración policial del agente Juvenal Piña referente al crimen del subsecretario comunista, Víctor Díaz).
Conejillos de indias
“Esa vez llegó el coronel Contreras al cuartel. No iba casi nunca, pero era una ocasión especial. Venía acompañado del “Gringo” Michael Townley y de Chiminelli. Los esperaban Juan Morales, Fernández Larios, Barriga, Lawrence y varios suboficiales.
Él estaba en el casino, casi en la puerta de salida que conectaba con la cocina. Todos llegaron hasta ahí juntos. Y los peruanos también, torso desnudo, vista vendada, manos atrás esposadas. Comenzó a calentar el agua por si acaso, preparó la bandeja con las tazas y el café. Listo, dispuesto.
Dos agentes pusieron a los peruanos contra uno de los muros del lugar. Townley, el coronel y el resto se ubicaron frontalmente en relación con los extranjeros, a una distancia de unos diez metros más o menos.
El “Gringo” Townley sacó entonces un aparatito. Era como un control remoto con unas antenitas pequeñas y le comenzó a mostrar al coronel la forma de utilizarlo. El coronel lo agarró entre sus manos y apuntó. En un instante salió volando el dardo. Antes de siquiera verlo ya estaba pegado sobre la boca del estómago de uno de los detenidos.
El coronel movió la palanquita del control remoto y el peruano cayó de inmediato al piso, fulminado, contorsionándose en un millón de contracciones musculares, de un lado para otro durante un rato. Los presentes observaban el nuevo invento y los efectos de la prueba. El coronel movió la palanca de vuelta y las convulsiones se detuvieron. (…) (Capítulo 20, Oscuro plumaje)
FUENTE: EL MOSTRADOR
No hay comentarios:
Publicar un comentario