ADELANTO EXCLUSIVO DE “LA SECRETA VIDA LITERARIA DE AUGUSTO PINOCHET”
Los resentimientos intelectuales de Pinochet contra el general Carlos Prats
“La
secreta vida literaria de Augusto Pinochet”, el nuevo libro del
periodista Juan Cristóbal Peña, revela una arista completamente nueva
sobre la vida del militar que ostentó por 17 años el poder absoluto en
Chile: su relación con sus libros y el mundo intelectual al que siempre
quiso pertenecer. En la investigación que partió en 2007 con un
reportaje publicado por CIPER
sobre la desconocida biblioteca del dictador, Pinochet surge como un
hombre resentido contra un entorno que deja en evidencia sus
limitaciones intelectuales y culturales, donde el asesinado general
Carlos Prats figuraba como uno de los principales blancos de su encono.
Precisamente sobre esa relación tratan los capítulos del libro que CIPER
pone a disposición de sus lectores en este adelanto exclusivo.
Carlos Prats sabía que andaban detrás de él. El arma que cargaba
consigo cada vez que salía a la calle reafirma esa certeza. También
sabía que andaban tras sus memorias. De ahí el apuro por escribirlas y
la precaución de guardarlas en la caja fuerte de su departamento en
Buenos Aires.
Había recibido amenazas telefónicas y mensajes de advertencia. El más
claro se lo hizo llegar el ex senador Carlos Altamirano por intermedio
de un abogado chileno exiliado en Argentina: los servicios de seguridad
de la República Democrática alemana habían sido advertidos de un plan
para matar al general chileno.
Prats
se dio por enterado en agosto de 1974, un mes antes del atentado, pero
no hizo nada más que lo que estaba haciendo hace meses: cuidarse y
esperar los pasaportes chilenos que la embajada de su país demoraba en
entregarle. Tenía una oferta de trabajo en una universidad española y la
posibilidad de viajar con documentos argentinos. Tenía todo para
escapar de su destino pero ahí seguía, testarudo, orgulloso. Saldría con
pasaportes de su país o no saldría. Era un asunto de dignidad, decía,
confiando en la seguridad que le brindaban los servicios de inteligencia
argentinos.
La seguridad, sin embargo, no fue la misma desde el 1 de julio. Ese
día Juan Domingo Perón murió y las cosas ya no fueron como antes en
Argentina.
La amenaza también era un secreto a voces en los círculos de poder al
otro lado de la cordillera. Federico Willoughby, el secretario de
prensa de la Junta de Gobierno, declaró a la justicia argentina que en
los días previos al atentado se le acercó el coronel Pedro Ewing para
manifestarle que se había generado «un ambiente muy peligroso para
Prats». Es más, en esa misma declaración dijo que «por alguna razón (…)
se fue generando irritación en Pinochet, en razón de que Prats tuviera
gravitación en el extranjero y porque este reprobaba al régimen
militar».
Ewing había sido alumno de Prats en la Academia de Guerra y, como
muchos de sus alumnos y subalternos, le tenía cariño y respeto, no
obstante que fuera crítico de su actuación en el gobierno de la Unidad
Popular. Ewing y otros oficiales de su generación que trataron a Prats
estaban enfrentados a un dilema. Más Ewing que otros: le debía lealtad a
la Junta de Gobierno, de la que era ministro, pero no compartía que sus
compañeros de armas quisieran tomar venganza contra Prats, un general
que siempre se mostró leal y correcto con los suyos.
Ewing estaba en un problema que no supo cómo resolver. Después de
asistir a una reunión en el penúltimo piso del edificio Diego Portales
fue en busca del secretario de prensa para manifestarle su preocupación y
decirle que algo había que hacer. Prats era objeto de seguimientos y,
según Willoughby, el coronel le dijo que «temía sinceramente que pudiera
ocurrirle algo malo».
Algo malo. Eso fue lo que se planeaba en Santiago, a la vista y oídos de todos.
***
Los que presenciaron la escena se quedaron paralizados. No era
primera vez que veían algo así: en privado, entre camaradas y
colaboradores de terno y corbata, el general solía dar rienda suelta a
sus arrebatos de ira. Quienes lo trataban de cerca en esos días
comenzaban a acostumbrarse a ese genio. Sin embargo, ese día fue
distinto. Más intenso y explosivo que nunca. Todo por un artículo de
prensa que alguien dejó sobre su escritorio.
La prensa extranjera solía enojarlo, sobre todo cuando se refería a
los horrores de su régimen. Por ese motivo sus colaboradores le
ocultaban algunas publicaciones. Pero esta vez alguien juzgó conveniente
que el artículo de una publicación argentina, firmado con el seudónimo
de Lautaro, llegara a manos del general.
Federico Willoughby, el asesor de prensa, recuerda cómo el rostro del
general se iba descomponiendo a medida que leía. Y no avanzó demasiado.
Bastaron un par de párrafos para que el general lanzara un grito
destemplado y tirara por los aires la publicación.
Pinochet había maldecido a Carlos Prats, el verdadero autor tras el seudónimo Lautaro.
La publicación, que algún subalterno se apresuró a recoger sin
atreverse a devolverlo al escritorio, trataba las implicancias
geopolíticas del la crisis árabe-israelí. Un tema en apariencia
inofensivo. Pero el punto no era ese, sino el autor y la materia: Carlos
Prats había escrito sobre geopolítica, una materia en la que Pinochet
se suponía experto.
Ese pudo ser el momento en que la suerte de Carlos Prats quedó
sellada. Ese o cuando Pinochet leyó la carta que le envió Prats el 5 de
junio donde se quejaba de una maquinación concertada en su contra. Días
atrás, el agregado militar de Chile en Colombia había dado una
entrevista de prensa en la que ironizaba sobre el buen pasar económico
que supuestamente llevaba el ex comandante en jefe del Ejército chileno
en su exilio en Buenos Aires.
Escribió Prats:
Quisiera manifestarle que no me parece que haya sido formulada espontáneamente por él; porque es inconcebible –en la práctica de las virtudes militares– que un coronel en servicio activo ataque públicamente a un ex comandante en jefe.
Además aprovechó de dar cuenta detallada de su precaria situación
económica y no pasó por alto otros ataques verbales de los que había
sido víctima desde su salida del país. La de Prats era una carta
enérgica y resuelta que terminaba así:
Desde que dejé las filas (del Ejército) no me he entrometido en el quehacer de mi sucesor.
Esta última frase tocó una fibra sensible que Pinochet juzgó
ponzoñosa, pues veía en ella una amenaza y un desafío a su autoridad. Su
respuesta fue una carta redactada en un estilo seco y notarial, que
marcó un punto de no retorno. Está fechada el 24 de junio, el mismo día
en que Pinochet fue designado Jefe Supremo de la Nación:
Escribió Pinochet:
Con respecto a su afirmación de que no se ha entrometido en el quehacer de su sucesor, estimo que no es procedente tal declaración puesto que el suscrito, en su calidad de presidente de la Junta de Gobierno y comandante en jefe del Ejército, no se lo aceptaría ni al señor general ni a nadie.
Esa fue la última comunicación entre ambos. A partir de entonces no hubo más que decir. Era el turno de la acción.
***
El operativo que se ideó desde Santiago para acabar con la vida de
Carlos Prats tuvo motivaciones políticas. Pero tuvo también un
componente pasional.
Pinochet recelaba de los contactos y aptitudes de su antecesor no
necesariamente porque pusieran en riesgo su posición de poder, sino
porque acusaban sus propias limitaciones intelectuales. Es muy probable
que el recelo anteceda por mucho a la toma del poder y que se incubara
por años, por toda una vida, hasta derivar, como en el caso del
emperador Tiberio, en un resentimiento incurable.
Eso último no es un pecado sino una pasión, previno Gregorio Marañón
en su ensayo sobre Tiberio. Pero esa pasión de ánimo –agregó– puede
conducir al pecado y, a veces, a la locura o al crimen.
Marañón
sostiene que en la génesis del resentimiento es condición esencial «la
falta de comprensión, que crea en el futuro resentido una desarmonía
entre su real capacidad para triunfar y la que se le supone». Y es
precisamente esa incomprensión de sus capacidades la que impulsó a
Pinochet a escribir textos militares y procurar abrirse camino en la
docencia. En ese afán había un ánimo de reconocimiento que le fue
esquivo.
Desde sus años de cadete militar, cuando debía esforzarse el doble
que sus compañeros para conseguir logros que no superaban la medianía,
Pinochet resintió una adversidad que muy probablemente juzgaba injusta. A
diferencia de Prats, que tuvo una carrera brillante, la de Pinochet
estuvo marcada por claroscuros.
Prats egresó de cadete como primera antigüedad y más tarde, en la
Academia de Guerra, volvió a ser el alumno más destacado de su
generación. Pinochet, en cambio, fue un estudiante del montón: nunca
entre los primeros pero tampoco entre los últimos.
Así las cosas, no fue casual que Prats alcanzara la Comandancia en
Jefe del Ejército; lo casual fue que un alumno de calificaciones
regulares como Pinochet llegara a un puesto que tradicionalmente era y
es ocupado por los mejores oficiales de cada generación.
Más que encono, Pinochet debería haber sentido gratitud hacia Prats:
fue él quien lo promovió a comandante en jefe, creyéndolo capaz y, sobre
todo, leal. Si algo de eso hubo, no duró más que diecisiete días. Roto
el juramento de obediencia al presidente Allende, la gratitud derivó en
encono. No porque Prats haya tenido responsabilidad alguna en las
dificultades que Pinochet sorteó en su carrera, sino porque las ponían
en evidencia.
En su biografía sobre Pinochet, Gonzalo vial dice que el general que
se hizo del poder en 1973 era consciente del menosprecio intelectual que
Allende y otros políticos de la Unidad Popular sentían por él. Eso no
significaba que no lo tuviera por un hombre de fiar, muy por el
contrario. Nada más confiable que un militar al que consideraban
únicamente «preocupado de los juegos de guerra».
No había cómo pensar otra cosa. En confianza, en reuniones sociales o
de trabajo, Pinochet solía hablar de gestas bélicas y anécdotas de
cuartel. Esos eran sus temas. Pinochet representaba mejor que ningún
otro oficial de ejército «esa concupiscencia y frivolidad, esas
limitaciones intelectuales y culturales» de las que habló Prats en su
carta de 1974 a la viuda de José Tohá.
En ese y otros sentidos, Prats era una excepción en el ejército
chileno. Podía hablar de igual a igual con Allende y otros dirigentes de
la Unidad Popular. Podía conversar de gestas bélicas y anécdotas de
cuartel pero también de literatura, arte y política. Sus conocimientos
eran amplios y ponían al descubierto las deficiencias de Pinochet. No
solo ante dirigentes políticos, sino que también ante sus propios
compañeros de armas.
Uno de ellos, el general Fernando Lyon, se sorprendió cuando Pinochet
le confesó que el general René Schneider lo consideraba «un general de
poco vuelo intelectual». Transcurrían los primeros días tras el golpe de
Estado y, a decir de testigos, « esa confesión estuvo cargada de cierto
resentimiento».
La opinión de Schneider no era muy distinta a la que expresó Prats en
la carta a la viuda de José Tohá. Después de señalar la «limitaciones
intelectuales y culturales» de los militares golpistas, se detuvo a
diseccionar al jefe de ellos:
En su personalidad –como en el caso
Duvalier– se conjugan admirablemente una gran pequeñez mental con una
gran dosis de perversidad espiritual, como lo ha estado demostrando con
sus inauditas declaraciones recientes.
En su ensayo sobre Tiberio, Gregorio Marañón dijo que el resentido es
de naturaleza tímida y apocada. Incuba la enfermedad en silencio,
secretamente, hasta que encuentra una posición de privilegio y tiene la
oportunidad de cobrar venganza. Entonces hay que cuidarse. Hecho del
poder absoluto, escribió Marañón, el resentido es capaz de todo.
***
La bomba instalada en el chasis del automóvil Fiat 125, y activada
mediante control remoto la madrugada del 30 de septiembre de 1974 por
dos agentes civiles de la Dina, provocó un efecto devastador. El informe
que la policía argentina levantó en el lugar de los hechos dio cuenta
de «restos calcinados de carne humana» esparcidos en un radio de
cincuenta metros.
A Sofía Cuthbert, que ocupaba el asiento del copiloto, «le faltaban
ambas piernas y el brazo izquierdo», además de presentar «quemaduras de
primer grado y carbonización de cráneo, cara, muslo superior derecho,
tórax y abdomen». En tanto Carlos Prats, que había bajado a abrir la
cochera del estacionamiento de su casa al momento de producirse la
explosión, tenía «quemaduras de cabellos, cejas, pestañas y bigotes,
destrucción traumática de brazo, antebrazo, mano derecha y del miembro
izquierdo».
59 y 57 años, respectivamente. Carlos Prats y Sofía Cuthbert tenían tres hijas y cinco nietos.
***
Al
año siguiente, las hijas de Prats fueron recibidas en audiencia por el
general Pinochet y se quejaron del desinterés del gobierno chileno por
el proceso judicial que se seguía en Argentina. También por el trato del
Ejército en los funerales de sus padres, sin honores militares ni
saludos de pésame.
Sobre este último punto, el general Pinochet se mostró extrañado,
ofendido incluso. Dijo que no correspondía hacer más de que se hizo, y
para demostrarlo fue en busca de un reglamento que guardaba en uno de
los estantes de su oficina de la Comandancia en Jefe. Con la normativa
entre las manos, buscó un párrafo que parecía conocer de memoria y lo
leyó en voz alta: ahí estaban las razones por las cuales, supuestamente,
debido a las circunstancias de su muerte en el extranjero, víctima de
un enemigo desconocido, al general Prats no le correspondían honores
militares en su funeral.
La audiencia no duró más de unos veinte minutos. Pinochet cerró el
reglamento, ensayó una sonrisa piadosa y dio por terminada la reunión.
***
La muerte del general Prats y su esposa, la muerte y sus
circunstancias, impactaron a los oficiales que lo habían tratado de
cerca, que no eran pocos. Varios habían estado de visita en su casa,
especialmente sus compañeros del cuerpo de artillería y sus alumnos de
la Academia de Guerra. Pocos jefes militares habían sido tan queridos y
respetados como Prats. Aunque exigía disciplina y obediencia, era
cercano, cálido y justo con sus subordinados.
El golpe, de cualquier modo, fue sordo: nadie se atrevió a lamentarse
en voz alta, menos a preguntar o pedir una explicación. Todos sabían
que para Pinochet y su grupo de incondicionales, Prats había traicionado
al Ejército, y la traición se pagaba con la vida.
Así y todo, eran muchos lo que no creían, y aún hoy se niegan a
creer, que Pinochet y su régimen estén relacionados con el crimen. Otros
derechamente hicieron la vista gorda y, pese a las evidencias, se
mantuvieron leales al hombre que dijo que en su país no se movía una
hoja sin que él lo supiera.
Julio Canessa Robert fue uno de esos tantos leales. Dirigió el Comité
Asesor de la Junta de Gobierno, que en rigor asesoraba únicamente a su
jefe en materias políticas y administrativas, y llegó a ser
vicecomandante en jefe del Ejército y senador designado. Así y todo
guarda un gran afecto por Carlos Prats, quien fuera profesor suyo en la
Academia de Guerra.
Desde su casa en la comuna de La Reina, donde pasa sus días de
retiro, Canessa dice que como profesor Pinochet era bueno, pero Prats
era sobresaliente.
Sus clases de estrategia eran especialmente recordadas. Como todo
profesor en esta materia, Prats solía proponer un escenario real de
conflicto para que los alumnos desarrollaran un plan de guerra. Pero, a
diferencia de otros, a él le gustaba debatir hondamente sobre las
diferentes posibilidades de una campaña. Canessa recuerda que en sus
clases Prats citaba las campañas de Napoleón y también las de Hitler y
Baquedano. El arte de la guerra lo fascinaba, y cuando se enfrentaba a
un problema complejo, uno para el que no tenía respuesta inmediata,
fruncía el ceño y jugaba con su lengua al interior de sus mejillas.
Acompañaba ese gesto, ceremonioso y coqueto, fumando un cigarrillo.
Canessa asegura que la muerte de su profesor le duele hasta estos
días. Le duele y no cree que el gobierno del que formó parte, ni menos
quien lo encabezó, hayan tenido algo que ver con ese crimen. De hecho, a
los pocos días de ocurrido, dice que salió del a duda. A puertas
cerradas se plantó ante Pinochet y preguntó:
-Mi general, ¿fuimos nosotros?
-Cómo se le ocurre, Julito –respondió el general–. Nosotros no tenemos nada que ver con eso.
FUENTE: CIPERCHILE
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