domingo, 8 de septiembre de 2013


Critica a la prensa por su “complicidad pasiva” durante dictadura

Peña plantea responsabilidad de El Mercurio y La Segunda en las violaciones a los DD.HH. y recuerda “titular infame que debiera avergonzar a miembros” del vespertino

“A la prensa escrita no pudo pedírsele que hiciera oposición abierta o que dijera toda la verdad. La prensa suele ser la primera víctima de las dictaduras, las que, conscientes del poder de la palabra, es lo primero que amenazan o domestican. Pero hay algo que sí pudo exigírsele a la prensa: que, aun domesticada por el miedo o lo que fuera, al menos no ofendiera el dolor de las víctimas”, explica.
El rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña, destaca la “claridad” que tuvo el Presidente Sebastián Piñera respecto al Golpe de Estado al hablar de “cómplices pasivos” con respecto a las violaciones de los derechos humanos y arremete contra la actuación que tuvo el Poder Judicial y la prensa de la época en apoyar la dictadura.
En su habitual columna en El Mercurio, Peña sostiene que el término usado por el mandatario confunde y complica a la UDI, “a Carlos Larraín, a Jovino Novoa, a Carlos Cáceres y a la Fundación Jaime Guzmán”.
En tal sentido, explica que hablar de “cómplices pasivos” consiste en “cerrar los ojos frente a la evidencia de los crímenes, negándose a creer lo que denunciaban los familiares de las víctimas; enmudeciendo frente a la Iglesia que preguntaba: ¿Dónde está tu hermano?, y negando lo que saltaba a la vista. La complicidad pasiva consistió, en otras palabras, en colaborar mediante la omisión, en no haber hecho, a sabiendas, lo que se debía (y podía) para evitar los crímenes”.
Y agrega que en ese aspecto incurrieron los jueces al rechazar los recursos de amparo “(sirviéndose, entre otras cosas, de los argumentos que enseñaba por esos mismos días en la Universidad Católica Jaime Guzmán); los académicos de la derecha (que tejían sofismas para exculpar al régimen), y, por supuesto, la prensa (incluido, todo hay que decirlo, este mismo diario, que, con rara porfía, decidió considerar “presuntos” durante demasiado tiempo a los desaparecidos)”.
En cuanto a la actuación de la prensa, el académico se pregunta si “¿no será un exceso reprochar omisiones de la prensa, de las universidades y de los jueces en medio de una dictadura? ¿Acaso las dictaduras no generalizan el miedo y hacen brotar la cobardía (humana, demasiado humana) de jueces, profesores y periodistas a quienes sería injusto pedirles heroísmo?”.
Ante estas interrogantes, Peña sostiene que “por supuesto nadie tiene el deber de convertirse en héroe y lanzarse al sacrificio. Pero entre el heroísmo que se opone con atrevimiento suicida y la colaboración acrítica, entre el arrojo del valiente y la quietud del cobarde, media un amplio trecho en el que caben un conjunto de actitudes intermedias, y dignas, que pudieron realizarse”.
Sin embargo, hace una distinción entre los medios que fueron intervenidos directamente por la dictadura como lo fue la televisión y los “diarios que siguieron bajo el dominio que siempre habían tenido. Por eso, en el caso de la televisión, las mentiras, incluso escandalosas, no deben sorprender”.
“A la prensa escrita no pudo pedírsele que hiciera oposición abierta o que dijera toda la verdad. La prensa suele ser la primera víctima de las dictaduras, las que, conscientes del poder de la palabra, es lo primero que amenazan o domestican. Pero hay algo que sí pudo exigírsele a la prensa: que, aun domesticada por el miedo o lo que fuera, al menos no ofendiera el dolor de las víctimas”.
“Así la prensa debió, por ejemplo, hablar de desaparecidos en vez de emplear la infamante expresión de “presuntos desaparecidos”. Algo así no habría detenido al régimen; pero al menos habría evitado que las víctimas sumaran al dolor de la desaparición, la humillación de insinuarles que mentían o eran engañadas por sus propios familiares voluntariamente ocultos (o exterminados entre ellos, como “ratones” según dijo entonces La Segunda en un titular infame que aún hoy día debe avergonzar a sus miembros)”, sostiene.
El rector expone que tanto el juez, el profesor y el periodista son oficios que ayudan a “mantener una mínima alerta moral en las sociedades: una inquietud ética que si no impide todos los crímenes y todos los abusos, al menos evita que la impunidad total florezca”.
“Por eso cuando no cumplen su función, se dejan domesticar, o confunden los deberes del oficio con sus intereses, incurren, como bien dijo el Presidente, en una “complicidad pasiva”, que es la peor de todas las complicidades porque es tan solapada que, mientras se ejecuta, ni siquiera se atreve a confesarse a sí misma”, expone.
El rector de la UDP menciona que “los jueces pudieron acoger los recursos de amparo, solicitar información y creerles a las víctimas, en vez de, como hicieron, confiar en los victimarios y aceptar sus mentiras formularias como verdades irrefutables. Así lo acaban de reconocer de manera oficial. La Corte Suprema acaba de aceptar que al incumplir sus deberes -en eso consiste omitir- los jueces contribuyeron, en parte, a las muertes, la tortura y los desaparecimientos. Lo que se negó durante tanto tiempo -que la actitud de la Corte Suprema durante la dictadura se rebajó casi al extremo de la connivencia- acaba de ser reconocido de manera oficial. De aquí en adelante todos sabrán que ser juez impone obligaciones públicas que ni siquiera el miedo que infunde una dictadura debiera amagar”.
Sin embargo, en su crítica no sólo alude al Poder Judicial sino que también lo amplia a académicos y directivos universitarios que “(como resultado de temores alimenticios o por adhesión ideológica) poblaban por esos años las Escuelas de Derecho y las universidades intervenidas refugiándose en el cielo de los conceptos, o en una escolástica mal digerida, y se excusaban de considerar críticamente a la dictadura”.

FUENTE: EL MOSTRADOR

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