Exposición
"Libros quemados, escondidos y recuperados a 40 años del golpe"
El bibliocausto chileno: cuando los libros se convirtieron en peligro público
En
medio del temor reinante en los días posteriores al golpe, miles de obras fueron
quemadas, algunos por sus propios dueños en sus patios y chimeneas, y otros por
los militares. Como en la emblemática quema realizada el 23 de septiembre de
1973 tras el allanamiento de las torres de San Borja en Santiago, que
registraron fotógrafos nacionales y extranjeros, y cuyas imágenes pueden verse
en la exposición que se inaugura este lunes en la Biblioteca Nicanor Parra de la
UDP.
Cuarenta años después, Rosa Lloret se sigue quebrando cuando recuerda lo que
pasó aquel día de abril de 1974. “Yo vivía en La Reina, en la calle Simón
Bolívar. Nos allanaron (soldados) de la Academia de Guerra (Aérea, AGA). El que
estaba a cargo de la operación era un coronel (Edgard) Ceballos”, hoy procesado
por la muerte del general Alberto Bachelet. Llegaron todos de civil.
Era un sector rural y ella vivía con varios familiares. Además tenía ocho
meses de embarazo. Su esposo era arquitecto y miembro del MIR, y habían recibido
a un dirigente del grupo. También a un médico argentino que había huido de su
país.
Aquel día “la gente que iba llegando (a casa) se la llevaban a la pieza de
atrás y uno sentía cómo les pegaban. Esa noche se quedaron a dormir como unos
diez (soldados)”. Posteriormente los militares no sólo se llevaron a su esposo,
al hijo de 16 años de éste y al hermano adolescente de Rosa, sino incluso a
otras personas que aquella jornada fueron a comprar huevos a su casa. Además se
instalaron por dos meses en su casa. “Y si alguien llamaba por teléfono yo debía
decir que vinieran a casa…”, recuerda.
En ese periodo “se robaron todos los libros que había. Teníamos una
estantería completa. Libros de historia, de política, una enciclopedia, novelas,
poesía… mi marido leía mucho. Se los fueron llevando de a poco”.
La historia no termina allí. Un mes y medio después, de medianoche, Lloret
fue llevada vendada para ser interrogada a un lugar que luego reconocería como
la AGA. “Me llevaron a una habitación donde había como una tarima, una mesa
larga y muchas personas con máquinas de escribir, y miro y en la entrada estaban
arrumbados los libros de mi casa, botados. ¿Los libros los quemaron?, ¿los
botaron a la basura?, nunca supe”, señala. A las cuatro de la mañana la llevaron
de vuelta a su casa.
Ceballos volvió varias veces a casa, señalando a Lloret que si “cooperaba” él
podía liberar a su marido. Ella se negó. Su esposo, luego de la AGA, estuvo en
la Penitenciaría y en el campo de concentración de Ritoque. Finalmente, fue
liberado tras un año y medio de prisión. Se fueron al exilio a España, Francia y
Argelia. Lloret volvió recién en 1982.
Su historia es una de las tantas que salió a la luz durante la preparación de
la inédita muestra “Biblioteca recuperada: Libros quemados y escondidos a 40
años del golpe” a inaugurarse hoy en la biblioteca Nicanor Parra (Vergara 324,
Metro Los Héroes) de la Universidad Diego Portales.
Allí se expondrán libros donados y prestados por instituciones y privados en
una exposición “en torno a la prohibición y destrucción de libros durante la
dictadura desarrollada como una estrategia de anulación y negación de la cultura
chilena”, según la UDP.
“Allí donde se queman libros, al final también se quema personas”, escribió
el autor alemán Heinrich Heine en su tragedia “Almansor” (1821). Tras el golpe
militar, “todos los chilenos tuvieron que mirar sus bibliotecas con la sospecha
de qué puede incriminarme, pensando en que los que allanaban no eran gente
demasiado instruida”, explica Leonor Castañeda, encargada de la museografía de
la muestra curada por Ramón Castillo, director de la Escuela de Arte de la
UDP.
En la mira no sólo estaban autores como Marx o Mao Tse-tung o cualquier libro
de la editorial Quimantú. Castañeda destaca que los soldados quemaban libros de
“cubismo” porque creían que estaban relacionados con Cuba, textos de física como
“La resistencia de los materiales” y ejemplares de “La serie roja”, un libro de
medicina.
Por eso, en medio del temor reinante en los días posteriores al golpe, miles
de libros fueron quemados, algunos por sus propios dueños en sus patios y
chimeneas, y otros por los militares. Como en la emblemática quema realizada el
23 de septiembre de 1973 tras el allanamiento de las torres de San Borja en
Santiago, que registraron fotógrafos nacionales y extranjeros, y cuyas imágenes
pueden verse en la exposición.
Otros libros fueron enterrados o escondidos en desvanes y entretechos. O se
les tachó el nombre del autor con tempera negra, les arrancaron sus primeras
hopas y se les cambiaron las tapas para camuflar su contenido, como ocurrió con
ejemplares de la académica del Pedagógico Eliana Dobry, madre de la escritora
Carla Guelfenbein, que tras ser detenida por la DINA en 1975 se exilió en
Londres.
Voluspa Jarpa, una de los artistas participantes en la muestra, entiende la
quema como “un hecho histórico concreto pero también como una metáfora del
apagón cultural que se lleva a cabo como una operación política que para mí
tenía dos objetivos: uno bélico y que consiste en humillar públicamente a los
vencidos al quitarles el derecho a la lectura y la reflexión, y el otro es
transformar el pensamiento cultural y crítico en un elemento que pasa a ser
prohibido y riesgoso”.
Pasado presente
En la muestra, los relatos sobre lo ocurrido con los libros también son
exhibidos en videos (donde pueden verse entre otros al actor Julio Jung o el
periodista Manuel Cabieses), acompañando los libros expuestos o en artefactos
como las sillas de la artista Lorena Zilleruelo, que permiten al espectador
sentarse a escuchar las historias. En total, la muestra también incluye obras de
los artistas Alfredo Jaar, Patricia Israel, Alberto Pérez y Camilo Yáñez, de los
fotógrafos Naúl Ojeda, Marcelo Montecino, David Burnett, Juan Domingo Politi, y
de los camarógrafos Pablo Salas, y los hermanos Leopoldo y Ricardo Correa.
La exposición también revela que a pesar del tiempo transcurrido, muchos
temores siguen presentes. Castillo cuenta que un particular donó un libro que
había enterrado en su jardín, pero no quiso dejar sus datos personales, ya que
trabaja en el barrio alto y teme que por su acción pueda perder su trabajo.
“Con cada una de las personas que nos ha ido contando en qué condiciones o en
qué circunstancias escondió, quemó o guardó libros, terminas descubriendo que un
libro no es sólo un objeto físico, sino un símbolo, un objeto que cuenta otra
historia, que ya no es la de su lectura, sino su historia como objeto”, dice el
curador.
FUENTE: EL MOSTRADOR
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