viernes, 17 de junio de 2011

Sindicatos, valores democráticos y transparencia

Una sociedad en la que es más fácil y frecuente organizar una asociación criminal que un sindicato, adolece de una falla fundamental para el desarrollo de su democracia y de las libertades y derechos de sus ciudadanos. Hoy el bienestar de la población depende en gran medida de la calidad de sus relaciones laborales. En ello los sindicatos juegan un papel esencial para que los vínculos entre empleadores y trabajadores sean algo simétrico, sujeto al imperio de la legalidad, la decencia y la dignidad.

En Chile, desde la recuperación de la democracia, en muchos aspectos del mundo laboral no se han experimentado avances significativos. Luego de 20 años de democracia solo existen unos 19 mil sindicatos para 800 mil trabajadores organizados, lo que significa un 11% de sindicalización y un promedio de 40 afiliados por organización. Si se suman las Asociaciones de Funcionarios del Sector Público, la tasa de sindicalización llega a un 13%, aproximadamente. La negociación colectiva, indicativo de poder y modernidad del sindicalismo, no alcanza en el país al 10% de los trabajadores organizados.
No son precisamente cifras alentadoras. Peor aún si se considera que en criterio de la Organización Internacional del Trabajo, OIT, tanto sindicatos como asociaciones de empleadores fuertes y representativos “juegan un rol esencial en un diálogo social franco y constructivo” para encontrar soluciones a los desafíos laborales.
De ahí la relevancia pública de los sindicatos, y la importancia de la calidad y transparencia del desempeño de sus dirigentes. Ellos cargan no solo con la responsabilidad de representar los intereses directos de sus asociados, sino que son también un referente objetivo, casi un espejo,  frente al poder político y a la sociedad, en la demanda por un trabajo decente.
Algo totalmente diferente es abusar de la organización sindical, transformarla en una organización burocrática que opera coludida con un partido político, como correa de transmisión de sus operaciones electorales, o que sus dirigentes usen los fondos de todos sus afiliados para el pago de sus campañas políticas individuales.
Por lo mismo, tal como ocurre con el poder político, no puede existir un doble rasero para medir las exigencias de congruencia y transparencia a que quedan sometidos los dirigentes sindicales en sus actuaciones, como representantes en lo público de un valor sustancial para la democracia como es el valor del trabajo. En lo que hacen y cómo lo hacen, los dirigentes sindicales arrastran todo el bagaje cultural positivo de una organización que, en su base, exige de sus miembros enormes esfuerzos y sacrificios para existir. Si no son consecuentes con ello, deben responder.
Ello es particularmente importante en un país como Chile, en el cual empresarios y Estado en el pasado se coludieron para derechamente criminalizar y reprimir su existencia, y aún hoy organizar un sindicato implica todavía enormes represalias laborales.
El sindicalismo moderno es un sindicalismo sociopolítico, y constituye un atentado a las libertades ciudadanas y un resabio antidemocrático que los dirigentes sindicales no puedan ser candidatos al parlamento. No solo tienen el derecho, sino que la mayoría de las veces expresan las mejores virtudes de representación para la ciudadanía. Por lo tanto, la norma que en nuestro país prohíbe tal representación es una ofensa para la democracia.
Pero algo totalmente diferente es abusar de la organización sindical, transformarla en una organización burocrática que opera coludida con un partido político, como correa de transmisión de sus operaciones electorales, o que sus dirigentes usen los fondos de todos sus afiliados para el pago de sus campañas políticas individuales.
Tampoco pueden sus dirigentes transformar los sindicatos en organizaciones de propiedad corporativa de ellos, fuera de todo control, sin rendición de cuentas sobre sus gastos e ingresos, amparados por el poder político o la indiferencia de las instituciones y de aquellos que debieran controlarlas, y a los que resulta cómodo un interlocutor débil o corrupto.
Lo anterior no es un problema de simple legalidad, sino, fundamentalmente,  de ética  en  una sociedad decente, donde los que mandan o dirigen, en cualquier nivel o circunstancia, no pueden humillar la confianza que se ha depositado en ellos, sea por sus afiliados como por las instituciones de la República.
En Chile el movimiento sindical ha construido, no sin dificultades, una historia que lo enorgullece, con figuras señeras como Luis Emilio Recabarren y más recientemente Clotario Blest y Tucapel Jiménez. Esa historia ha sido no solo de esfuerzos de organización, sino incluso de sobrevivencia física en el pasado reciente, en las peores condiciones de represión.
Por lo mismo, no honra esa memoria un sindicalismo que no cuenta con una opinión pública favorable, porque algunos de sus dirigentes son vistos por la población de igual manera como se visualiza la política: como algo que huele mal, como si fuese un nido de problemas y de corrupción, porque algunos de sus dirigentes se comportan de manera incompatible con los valores que dicen defender.

FUENTE: EL MOSTRADOR

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