La tormenta perfecta del capital humano
¿El CAE está volviendo más pobres a los pobres?
Publicado: 23.04.2012
Una de las convicciones más arraigadas entre los economistas es que quien llega a la educación superior necesariamente mejora sus ingresos. Sostenida como verdad incuestionable, esa idea ha servido para implementar políticas como el Fondo Solidario y el CAE y para alegar que el estudiante universitario debe pagar. Un reciente estudio del CEP puso en duda esta afirmación, mostrando que la promesa de mejores ingresos no se está cumpliendo. En este interesante texto el sociólogo José Ossandón va un paso más allá. Sostiene que la convicción económica de “más estudios igual más ingresos” llevó al fisco a diferenciar entre los pobres y los que eran pobres hoy pero mañana, gracias a sus estudios, se podrían volver de clase media o alta. A estos últimos se los dejó solos, por la probabilidad estadística de que dejaran de ser pobres. Pero no han dejado de serlo. Y peor, están endeudados a 25 años. Para Ossandón con el CAE podemos estar presenciando los efectos de la peor política pública jamás diseñada: la que hace más pobres a los pobres.
Una importante discusión está sucediendo estos días en Chile. Esto desde que el economista del CEP Sergio Urzúa reunió un conjunto de datos que cuestionan el supuesto de que la renta privada de la educación superior en Chile supera siempre el valor de la inversión. Estos resultados no son tan sorprendentes si consideramos que la matrícula de la educación terciaria se ha ampliado de modo muy acelerado, existen muchos tipos de instituciones con calidad muy dispar y los costos de los aranceles son generalmente altos. En este contexto resulta esperable que para algunas carreras, en algunos establecimientos, el costo de estudiar sea mayor a la rentabilidad futura de esta inversión. Sin embargo, la investigación de Urzúa es muy importante pues pone en cuestión un verdadero dogma en la discusión local: la “teoría del Capital Humano”. Para el autor, la lección que deja su trabajo es que debería mejorar la información disponible de modo que los futuros estudiantes pueden decidir mejor a la hora de seguir estudios superiores o tomar un crédito para financiarlos. A mi juicio estos resultados son aun mucho más relevantes. Pero, para poder entender su impacto, es necesario dar un breve rodeo por la reciente discusión acerca del rol de algunas fórmulas económica en la sociedad actual.
Del papel al CAE
Las ciencias sociales – con excepción de la economía – han sido generalmente reticentes al uso de fórmulas matemáticas para el análisis de la vida social. Esto pues estos modelos serían una representación abstracta incapaz de considerar la riqueza de la vida colectiva que intentan describir o modelar. Una aproximación muy diferente, no obstante, ha sido desarrollada recientemente por el investigador de la Universidad de Edimburgo Donald MacKenzie. MacKenzie ha estudiado cuidadosamente la historia de un caso muy particular, la fórmula de Black-Scholes utilizada en la valoración de bienes derivados en los mercados financieros. La particularidad de este modelo, que posteriormente terminó significando el premio Nobel para sus autores, es que rápidamente dejó de ser una especulación académica y se constituyó en una herramienta utilizada en la construcción práctica de derivados. En palabras de MacKenzie, este tipo de fórmulas no deben ser evaluadas solamente como una “cámara”, que representa con más o menos talento lo que observa, sino que como un “motor” que transforma y produce el mercado donde es utilizada.
“Si se confirman los resultados de Urzúa, el CAE puede terminar siendo uno de los mayores desastres de políticas públicas en el país. No sólo por el gasto estatal involucrado, sino porque podrá tener como resultado estudiantes más endeudados e incluso más pobres que al comienzo”.
Esta vuelta por la reciente sociología de las fórmulas es necesaria, pues la discusión a la que apunta Urzúa se relaciona directamente con otro modelo económico: la teoría del Capital Humano. Desde esta perspectiva, asociada generalmente con el clásico libro del profesor de Chicago y también premio Nobel, Gary Becker, se comprende la educación de modo análogo a una inversión financiera (por eso la palabra “capital”) y se orienta a medir empíricamente el retorno de esta inversión. La formulación matemática más extendida de esta idea se asocia al trabajo de otro economista, Jacob Mincer, el autor de la ecuación que lleva su nombre. A partir de los datos disponibles en su tiempo y la teoría del capital humano, como decisión racional comparable a una inversión privada, Mincer elaboró una fórmula que conecta experiencia, edad y educación con el (log del) ingreso laboral.
Tal como otros modelos científicos las ecuaciones de Mincer han sido ampliamente discutidas. Por ejemplo, se ha cuestionado la forma de la función que conecta edad e ingreso, el modo de interacción entre experiencia y años de educación, o si la educación debe ser entendida como una inversión tradicional o una señal en un contexto de información limitada. Por su parte, en las otras ciencias sociales se ha debatido de modo más bien crítico la analogía entre educación e inversión supuesta por este marco conceptual o, incluso, se han sugerido otros tipos de “capital”. Todo esto es muy importante, pero no es el punto de nuestra historia. El asunto clave acá es, parafraseando a MacKensie, el momento en que el capital humano en Chile dejo de ser una cámara y se transformó en un motor. Esto sucedió a principios de los ochenta con la creación del hoy denominado Fondo Solidario de Crédito Universitario (FSCU).
La lógica del FSCU es simple. La educación superior tiene altos retornos privados por lo que no debería ser directamente financiada por el Estado, sino que por aquellos que serán los beneficiarios directos de estos retornos: los estudiantes y sus familias. El problema (como había notado Friedman varias décadas atrás) es que algunos no tendrán los recursos necesarios para pagar los aranceles estudiantiles, de modo que la política correcta debería facilitar el acceso al financiamiento para aquellos que lo necesiten. En otras palabras, más que un subsidio un préstamo. Sin embargo, como los bancos no financian a personas sin garantías suficientes, se decidió crear un fondo de crédito estatal. Suena lógico, pero es al mismo tiempo muy radical, incluso para los ya muy radicales estándares de la política económica de la Dictadura. Esto pues el Crédito Universitario implicó el siguiente giro: el Estado subsidiario ya no debía excluir de su red de apoyo a los que tienen ingresos suficientes para pagar los servicios por cuenta propia, sino que también a los que en el futuro contarán con recursos suficientes. Se distinguió entonces entre dos tipos de pobres: aquellos que seguirán siendo pobres y aquellos que dejarán de serlo, a estos últimos les corresponde un crédito. Así la relación entre las variables de Mincer dejó de ser un asunto de probabilidades y pasó a ser asumida como un dato.
Sin embargo, según ha documentado Oscar Cariceo, el FSCU no cumplió con su misión original. En efecto, en sus diferentes versiones este fondo ha sido objeto de duras crítica pues nunca se habría dado con un mecanismo eficiente de recuperación de las deudas. En términos de los economistas involucrados en esta discusión: el FSCU terminó siendo más un subsidio que un crédito. La solución a este problema, tal como le gusta destacar a los dirigentes estudiantiles, llegó durante un gobierno social-demócrata, cuando, con la idea de extender el financiamiento a la educación superior, se creó un nuevo instrumento: el Crédito Universitario con Aval del Estado (CAE). En términos conceptuales el CAE no es muy diferente al FSCU, ambos se sustentan en el supuesto de que dado el alto retorno privado de la educación superior no corresponde un subsidio sino que un crédito, pero son organizados de un modo muy diferente. Mientras que la selección y administración del FSCU recaía en las Universidades, los beneficiarios del CAE son seleccionados por una agencia estatal creada con este propósito y los créditos son reunidos en paquetes que son licitados a bancos comerciales, cuya inversión es garantizada por una opción de re-venta de los créditos a la agencia estatal.
“Es muy diferente entender que una persona tendrá mejores probabilidades de tener un ingreso digno si estudia en una institución de educación superior a asumir que esa persona será menos pobre por ir a la universidad”.
Como segunda particularidad, el CAE se orientó no sólo a las Universidades del Consejo de Rectores, sino a todas las instituciones de educación superior acreditadas, lo que generó, al menos, dos efectos inesperados. Por una parte, la acreditación, que hasta ese momento se orientaba principalmente a mejorar la información para quienes buscan dónde estudiar, se constituyó en el requisito necesario para acceder a alumnos con créditos. Metafóricamente podríamos decir que pasó de ser una señal de mercado a algo así como la llave de la cañería hacia recursos hasta ese momento inexistentes, transformando para siempre el negocio de las agencias acreditadoras. Paralelamente, y de modo no muy sorpresivo asumiendo que las familias entienden que la educación superior es un bien al que se debe acceder, los precios de los aranceles no han bajado sino que han subido consistentemente.
El desastre del Capital Humano: posibles lecciones
Por fin estamos en condiciones de entender la relevancia del trabajo de Urzúa. En caso de que se sustente su resultado de que la educación superior no tiene retornos privados positivos para una proporción importante de estudiantes, podemos sacar al menos tres importantes conclusiones.
Primero, debería iniciarse una investigación que evalúe la información que se utilizó a la hora de tomar la decisión del CAE como política pública. Si se confirman los resultados de Urzúa, el CAE puede terminar siendo uno de los mayores desastres de políticas públicas en el país. No sólo por el gasto estatal involucrado, o porque se habría sustentado en un supuesto erróneo, sino porque podrá tener como resultado estudiantes más endeudados e incluso más pobres que al comienzo.
Segundo, es importante evaluar si este es un caso de lo que algunos autores han denominado como “reactividad”, o aquellas situaciones donde el uso de una fórmula o ranking cambia directamente lo que mide. En este caso: la evidencia respecto al capital humano en Chile se utiliza para sustentar el CAE, el CAE cambia la matrícula y el contexto de la educación superior, produciendo una situación totalmente diferente al de la medición original. En otras palabras, incluso si la información que se utilizó para diseñar el CAE era correcta, cabe preguntarse si se consideró seriamente, al momento de lanzar la política, el efecto del CAE mismo sobre el retorno privado futuro de la educación superior en Chile.
Tercero, y quizás más importante que las anteriores, cabe cuestionar la viabilidad de orientar la focalización de las políticas públicas según criterios probabilísticos. Es muy diferente entender que una persona tendrá mejores probabilidades de tener un ingreso digno si estudia en una institución de educación superior a asumir que esa persona será menos pobre por ir a la universidad. Creo que acá corresponde actuar bajo el principio de precaución. El capital humano es una teoría, a lo más un modelo estadístico, y como tal puede establecer intervalos de probabilidad para individuos en determinadas condiciones, lo que no es suficiente para establecer quién debe o no recibir ayuda pública. En otras palabras: dejemos de asumir a personas pobres que podrían eventualmente dejar de ser pobres en el futuro como no pobres hoy.
* Sobre este tema lea también la investigación de CIPER: CAE: Cómo se creó y opera el crédito que le deja a los bancos ganancias por $150 mil millones.
FUENTE:CIPER
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