Cristo y Marx
Autor: Toby Valderrama
Los sistemas de dominación entendieron que la división de sus enemigos es una garantía de su permanencia, y comprendieron que la división más importante es la ideológica. Desde siempre han intentado dividir al cristianismo y a la revolución, separar la espiritualidad revolucionaria de la práctica revolucionaria, la conciencia de la materialidad. De esa manera castraron a una y a otra, y así consolidaron por milenios la dominación.
A Cristo, al cristianismo, lo privaron del componente político revolucionario, lo absorbieron, lo pusieron al servicio de las clases dominantes, lo transformaron en formidable barrera defensora de sus derechos. Cortaron sus nexos con las luchas de los desposeídos y a esas luchas las privaron del objetivo de la toma del poder político: remitieron su redención a otro mundo y las convirtieron en inofensivas. Transfiguraron a Cristo en iglesias monumentales, lo subieron al altar y lo alejaron de la lucha por la redención definitiva de los humildes, de la revolución.
A las luchas revolucionarias las confinaron a las luchas por objetivos materiales, abandonando lo espiritual. Así, se pensó y se dijo que bastaba con modificar las relaciones de producción para que, de las nuevas relaciones, brotara la nueva espiritualidad.
Cristo fue secuestrado por las clases dominantes, y la revolución no se planteaba liberarlo, se conformaba con las luchas en lo económico.
Fueron el Che y Fidel, a los que podríamos calificar los más cristianos de los ateos, quienes en la teoría y en la práctica consiguieron iniciar la fusión de Cristo y la revolución, y eso es la revolución cubana. Ese proceso demostró en la práctica, y la historia así lo confirma, que la “revolución verdadera tiene que ser una fusión de lo espiritual dirigiendo los cambios materiales, y los cambios materiales soportando a la espiritualidad”. Desde la toma del Cuartel Moncada, todos los grandes pasos de la revolución de Fidel han sido signados por esta máxima.
Ahora sabemos que, en esta parte del mundo, no podrá haber revolución sin Cristo, ese que magníficamente nos muestra Rubén Dri en su libro El movimiento antiimperial de Jesús, el verdadero, el revolucionario, el que se enfrentó al imperio romano y a los jerarcas religiosos, cómplices de esa dominación. Sin unir a ese Cristo con el empeño revolucionario, sin unir esa experiencia espiritual con la experiencia revolucionaria, sin fusionarlas, no habrá revolución.
No podrá haber revolución sin bajar de los altares a Cristo, sin liberarlo, y sin que se dé la mano con Marx, con el Che, Lenin, Trotsky, Mao, Rosa Luxemburgo, Fidel y Chávez. Es época, los tiempos están maduros, de hacer realidad el “amaos los unos a los otros”, de dotar a ese hermoso mandamiento de la materialidad, de las relaciones que intentaron los cristianos primitivos que ejercieron el “de cada quien según su capacidad, a cada uno según su necesidad”.
Sin duda Cristo era socialista, y Marx cristiano. Ellos no lo sabían, pero qué importa, no es un problema de etiquetas sino de acción. A los dos los guiaban profundos sentimientos de amor.
A Cristo, al cristianismo, lo privaron del componente político revolucionario, lo absorbieron, lo pusieron al servicio de las clases dominantes, lo transformaron en formidable barrera defensora de sus derechos. Cortaron sus nexos con las luchas de los desposeídos y a esas luchas las privaron del objetivo de la toma del poder político: remitieron su redención a otro mundo y las convirtieron en inofensivas. Transfiguraron a Cristo en iglesias monumentales, lo subieron al altar y lo alejaron de la lucha por la redención definitiva de los humildes, de la revolución.
A las luchas revolucionarias las confinaron a las luchas por objetivos materiales, abandonando lo espiritual. Así, se pensó y se dijo que bastaba con modificar las relaciones de producción para que, de las nuevas relaciones, brotara la nueva espiritualidad.
Cristo fue secuestrado por las clases dominantes, y la revolución no se planteaba liberarlo, se conformaba con las luchas en lo económico.
Fueron el Che y Fidel, a los que podríamos calificar los más cristianos de los ateos, quienes en la teoría y en la práctica consiguieron iniciar la fusión de Cristo y la revolución, y eso es la revolución cubana. Ese proceso demostró en la práctica, y la historia así lo confirma, que la “revolución verdadera tiene que ser una fusión de lo espiritual dirigiendo los cambios materiales, y los cambios materiales soportando a la espiritualidad”. Desde la toma del Cuartel Moncada, todos los grandes pasos de la revolución de Fidel han sido signados por esta máxima.
Ahora sabemos que, en esta parte del mundo, no podrá haber revolución sin Cristo, ese que magníficamente nos muestra Rubén Dri en su libro El movimiento antiimperial de Jesús, el verdadero, el revolucionario, el que se enfrentó al imperio romano y a los jerarcas religiosos, cómplices de esa dominación. Sin unir a ese Cristo con el empeño revolucionario, sin unir esa experiencia espiritual con la experiencia revolucionaria, sin fusionarlas, no habrá revolución.
No podrá haber revolución sin bajar de los altares a Cristo, sin liberarlo, y sin que se dé la mano con Marx, con el Che, Lenin, Trotsky, Mao, Rosa Luxemburgo, Fidel y Chávez. Es época, los tiempos están maduros, de hacer realidad el “amaos los unos a los otros”, de dotar a ese hermoso mandamiento de la materialidad, de las relaciones que intentaron los cristianos primitivos que ejercieron el “de cada quien según su capacidad, a cada uno según su necesidad”.
Sin duda Cristo era socialista, y Marx cristiano. Ellos no lo sabían, pero qué importa, no es un problema de etiquetas sino de acción. A los dos los guiaban profundos sentimientos de amor.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 754, 30 de marzo, 2012)
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