Algunas reflexiones sobre participación electoral y transición desde la obligatoriedad al voto voluntario
Por Angel Flisfisch*
Puede valer la pena comenzar con lo que es quizás uno de los teoremas clásicos en elección racional en el dominio del comportamiento político. La pregunta es si es racional votar en elecciones masivas y como es bien sabido la respuesta es negativa.
La acción de votar lleva aparejado un conjunto de costos: el costo de oportunidad que implica el tiempo que consume votar, el traslado al lugar de votación, la irritación asociada a tiempos de espera, el esfuerzo requerido para hacerse de la información necesaria para votar, etc.
Los beneficios derivados del voto se asocian a su vez tanto con las preferencias del elector, como con la eficacia de su voto. Tan importante como la oportunidad de expresar una preferencia es el impacto que se puede atribuir a esa expresión de preferencia.
Ahora bien, en una elección masiva la probabilidad de que el voto de un elector individual influya en el resultado es cercana a 0 (cero). De otra manera, la probabilidad de que un voto sea decisivo para que se obtenga un determinado resultado es prácticamente nula.
Por consiguiente, la utilidad esperada de la acción de votar es negativa y lo racional es no votar.
El razonamiento anterior y su conclusión obviamente son contradictorios con los comportamientos observados: en la vida real, la gente vota, o por lo menos una proporción no menor del electorado potencial lo hace. Por consiguiente, el bautismo de paradoja de la participación.
Como la magnitud de la probabilidad de que el voto sea decisivo es invariable, hay otra inferencia que se sigue naturalmente de la constatación de ese hecho: hay elementos presentes en la situación que aumentan considerablemente la utilidad de votar, o que aumentan considerablemente la desutilidad de no votar. Sobre la materia, se pueden manejar hipótesis diversas.
Primero, se puede suponer que tanto la inscripción como el voto son obligatorios y que al no cumplimiento de estos deberes se asocian sanciones. Por ejemplo, como ocurrió durante un período de la historia política chilena, se exige acreditar estar inscrita para llevar a cabo diversos trámites o actuaciones, o para percibir beneficios o servicios prestados por el estado, y el no votar injustificadamente es sancionado mediante una multa. Vale la pena recordar que hay legislaciones que exigen acreditar haber votado en la última elección para llevar a cabo actuaciones, o aún para poder viajar.
En este tipo de situaciones lo que varió, aumentando, es la desutilidad de no votar, y se puede hipotetizar que para la inmensa mayoría de los electores –o para el elector promedio–esa desutilidad supera a los costos asociados a votar, y que ello explica que efectivamente una proporción más que importante del electorado potencial vote.
En el caso chileno, esta argumentación permitiría una retrospección y una predicción. Primero, bajo un régimen de inscripción obligatoria los niveles de participación deben haber sido más altos que bajo el actual régimen de inscripción voluntaria, lo cual efectivamente aconteció. Segundo, salvo que se suponga que la inscripción automática implica la desaparición de una desutilidad considerable que afecta radicalmente los costos de votar, disminuyéndolos, el tránsito al voto voluntario implicará niveles aún más bajos de participación electoral.
La segunda hipótesis que se puede explorar, que se aleja ya, al igual que las que se verán después, del tipo de explicación de comportamiento basado en un marco conceptual de elección racional, es que votar constituye simplemente un hábito, producto de procesos de socialización temprana.
Si se acepta esa premisa, el tránsito al voto voluntario tendría un impacto negativo en los niveles de participación, que se iría magnificando con el paso del tiempo. En efecto, en un comienzo una proporción importante del electorado habría sido previamente socializado en el hábito de votar, bajo el régimen de voto obligatorio, pero de elección en elección la tasa de mortalidad y el reemplazo por cohortes no socializadas en el hábito de votar harían de la tasa de decrecimiento de la participación una magnitud creciente en el tiempo.
El expediente más recurrido para dar cuenta de por qué la gente vota es presumir la existencia de una cultura política en la que votar tiene el sentido de cumplimiento de un deber ciudadano, algo así como la vieja noción de cultura cívica, que se construía precisamente en términos de una figura de ciudadano activo, orientado tanto a los productos como a los insumos del sistema político, en oposición a la figura del súbdito, orientado fundamentalmente a los productos de ese sistema (beneficios, sanciones, etc.). Desde esta visión, quien vota lo hace porque ha interiorizado una norma que es un elemento relevante de la cultura política.
Esta hipótesis sugiere varias reflexiones.
Primero, el tránsito al voto voluntario probablemente debilita la vigencia cultural de la norma: lo que era un deber (obligación), adquiere inevitablemente mucho más el sentido de un derecho, que se es libre de ejercer o no.
Se puede conjeturar que ese debilitamiento va a afectar negativamente los niveles de participación, nuevamente en términos de una tasa negativa creciente por las mismas razones que anteriormente: mortalidad de las cohortes antiguas que interiorizaron la norma y reemplazo por nuevas cohortes no socializadas en ella.
Segundo, la respuesta a esa declinación, en la medida en que ello devenga un problema respecto del cual hay demandas relevantes por políticas que lo resuelvan y que por consiguiente incorpora a la agenda de decisiones públicas potenciales, parecería ser un robustecimiento de la cultura política, que vigorice el sentido de deber ciudadano atribuido a votar.
A partir de esa premisa, las cuestiones relevantes pasan a ser entonces las referidas a los procesos de socialización o aprendizaje mediante los cuales los ciudadanos interiorizan la norma en cuestión, y muy principalmente cuáles son las agencias de socialización relevantes en esos procesos de interiorización o adquisición: ¿familia, agencias de educación formal (escuela, colegio), “otros relevantes” grupales o individuales, partidos políticos mediante procesos de movilización, propaganda y publicidad gubernamentales, etc.?. Lo que hay que recalcar es que de lo que se trataría es de políticas o estrategias, públicas o privadas, que procurarían “educar cívicamente” al electorado potencial, de modo tal que “incentivos puramente subjetivos” – por ejemplo, sentimientos de culpa al no cumplir con la norma—lleven a votar en ausencia de los “incentivos externos” asociados al voto obligatorio. Cuál sea la posible eficacia de iniciativas de este tipo es ciertamente una cuestión abierta.
Otra conjetura relevante asociada a esta hipótesis es que la interiorización efectiva de una cultura cívica y sus orientaciones esté asociada a contextos o ambientes colectivos y grupales caracterizados por altos niveles de ingreso y educación. De ser ello así, el decrecimiento en los niveles o tasas de participación presentaría adicionalmente un sesgo en cuanto a composición social y política: esa declinación afectaría principalmente a partidos que procuran conquistar electorados menos educados y de más bajos ingresos. La evidencia que proporcionan las democracias del primer mundo parece apuntar en ese sentido.
Una cuarta hipótesis para explicar porqué la gente vota es apelar a la movilización electoral por partidos políticos, candidatos o agentes gubernamentales, hipótesis que admite diversas variantes.
Una variante clásica de esa hipótesis es la que otorga una gravitación más que importante a la identificación con partidos (identificación partidaria). Si esa identificación es una variable que explica parte importante de la participación electoral, al menos ese componente de la participación no debería verse afectado por la transición a un régimen de voto voluntario, sin perjuicio de que subsiste la incógnita sobre qué acontece con los otros componentes de la participación, esto es, los votantes que no se identifican con partidos. Adicionalmente, parece haber evidencia en el sentido de que están operando tendencias al debilitamiento de ese tipo de lazos o vinculaciones subjetivas con partidos, que al asociarse con el carácter voluntario del sufragio, produzcan un efecto magnificado de declinación de la participación.
Un punto adicional, que se asocia a la hipótesis de la identificación con partidos y sobre el que vale la pena reflexionar, es la relevancia que esa hipótesis confiere a las agencias y mecanismos de socialización en la determinación del comportamiento electoral. Al igual que en la hipótesis del voto como cumplimiento de un deber cívico, la adquisición de una identificación partidista ha sido por lo general conceptualizada mucho menos como el producto de procesos de aprendizaje individuales—algo así como una decisión personal dotada de permanencia, basada en valores e intereses materiales e ideales igualmente personales–, y mucho más como el resultado de procesos de influencia, trasmisión y presión sociales que tienen por agentes la familia, grupos de pares, ambientes socioeconómicos, laborales y organizacionales significativamente homogéneos (sindicatos, comunas o barrios socialmente homogéneos), etc. De otra manera, la identificación partidista respondería a una lógica de acción colectiva, en que el voto y su dirección—por quién se vota—son entendidos culturalmente como comportamientos de colectivos, en el contexto de una sociedad políticamente estructurada en torno a clivajes “modernos” que básicamente descansan en oposiciones de clase del tipo clase obrera versus burguesía, intereses agrarios versus intereses industriales, clases “altas” versus clases medias versus sectores populares, etc. Esa comprensión sociocultural del voto como acción colectiva sería la que permitiría superar su obvia ineficacia como comportamiento individual. Contrariamente, lo que se tendría contemporáneamente es un comportamiento electoral que responde a una lógica de acción y decisión netamente individuales, lógica coherente con una sociedad individualista, cuyos miembros aspiran a la mayor autonomía posible. En esas condiciones, los mecanismos clásicos de adquisición de una identidad partidista no pueden sino desvalorizarse de manera importante: votar y por quién votar son decisiones eminentemente personales, autónomas, susceptibles de revisarse de elección en elección. Así, otra de las variables que contribuía a sostener niveles de participación relativamente altos también tiene progresivamente un peso cada vez menor.
Una segunda variante de la hipótesis que ve en la participación electoral el producto de movilizaciones electorales por agentes como partidos, candidatos, autoridades locales o nacionales, etc., consiste en postular que la variable esencial que determina si la persona vota o no es su pertenencia o no pertenencia a un electorado cautivo, esto es, la inclusión o no inclusión en una configuración de redes sociales caracterizadas por la presencia de agentes u “operadores”, capaces de monitorear comportamientos electorales y premiarlos o castigarlos según sea el caso. De otra manera, la inclusión o no inclusión en redes clientelares.
En contextos democráticos contemporáneos, el monitoreo de comportamientos electorales en estas configuraciones de redes se limita a la constatación de si se ha votado o no. La posibilidad de identificar por quién se vota caracteriza situaciones excepcionales, de frecuencia bajísima. No obstante, para autoridades locales, parlamentarios o agentes del ejecutivo sigue siendo posible castigar o premiar el desempeño colectivo de electorados (constituencies) bien específicos, a partir del control de prestaciones y servicios de índole públicos. La cuestión de la intervención electoral descansa precisamente en esa posibilidad y su explotación.
En la transición a la inscripción automática y voto voluntario, esta dimensión del comportamiento electoral puede jugar un rol importante en la preservación de niveles relativamente altos de participación electoral. De hecho, los defensores de esta reforma han sostenido, entre otros argumentos, que el voto voluntario obligará a los partidos y candidatos a esfuerzos de imaginación y sintonización con “las reales actitudes, demandas e intereses de la gente”, quizás históricamente inéditos, para “sacar a la gente a votar”, por lo demás uno de los desafíos más relevantes de todo candidato demócrata en Estados Unidos. De esta manera, la reforma implicaría incentivos para progresar hacia un mejor sistema de partidos.
Aceptando que efectivamente en ese escenario “sacar a los electores a votar” no es un problema menor, no es menos cierto que en el enfrentamiento de ese problema preservar electorados ya cautivos mediante redes clientelares, o hacerse de electorados cautivos mediante la construcción de redes de esa naturaleza, constituye un capital político-electoral de primer orden. De hecho, un tema que vale la pena explorar es el de la relevancia que tiene en la cultura política masiva la comprensión del rol del parlamentario como intermediario entre personas y sociedad civil, por una parte, y diversas burocracias públicas por la otra. Por consiguiente, los incentivos que puede implicar la reforma son al menos ambiguos: pueden operar tanto empujando hacia mejores partidos, más porosos, sensibles y alertas (responsive) a la sociedad, o hacia partidos que procuren estabilizar el electorado, a través de capturas permanentes mediante redes clientelares de sectores importantes de él. La contribución de este segundo escenario a una democracia de mejor calidad es al menos discutible.
Claramente, en el contexto de la inscripción automática y el voto voluntario la única posibilidad en términos de mantener niveles altos de participación electoral es la movilización por partidos y candidatos, incluyendo agentes del ejecutivo. Vale la pena analizar esta posibilidad, poniéndola en relación con el teorema sobre la ineficacia del voto.
Dejando entre paréntesis la respuesta clientelar, hay que destacar que la operación de una democracia caracterizada por partidos y candidatos altamente “responsivos” (responsive) a la sociedad, por campañas electorales significativamente competitivas y esencialmente estructuradas en torno a ofertas programáticas sintonizadas con intereses y demandas sociales reales—claramente, la imagen deseable de democracia que inspira reformas como la de inscripción automática y voto voluntario–, no implica necesariamente la superación de la abstención causada por la creencia de que el voto individual es ineficaz o algo fútil, al menos si se sigue partiendo de la premisa de que el elector típico entiende el voto como un artefacto exclusivamente instrumental. En efecto, la existencia de ofertas programáticas cercanas a los propios intereses y valores puede conferir más sentido a votar que una situación en que esas ofertas no existen, pero ello no cancela el hecho de que la influencia individual en el resultado es de una magnitud irrisoria. Por consiguiente, los costos de votar siguen superando más que ampliamente los beneficios que puede traer consigo el triunfo de esas ofertas programáticas: la “utilidad esperada” del voto continúa siendo significativamente negativa. En consecuencia, esta democracia mucho más porosa a la sociedad, más competitiva, abierta, transparente y “responsiva” a los electores, deja abierta la cuestión sobre los niveles de participación que la caracterizan.
La única posibilidad de sortear esa conclusión reside en aceptar la premisa de que el elector típico confiere al voto un sentido que no es sólo instrumental. El voto, además de ser una contribución irrisoria a la probabilidad de triunfo del candidato preferido, tendría también que ser comprendido por el elector como una acción provista de otros sentidos, de modo tal que esa acción misma de votar constituye para él algo positivo, un algo positivo que es relativamente independiente de la probabilidad de triunfo del candidato elegido y significativamente superior a los costos que la acción de votar implica. Puesto de otra manera, el sentido de votar no es algo exógeno, radicado en los posibles resultados de la elección, sino algo endógeno a la acción misma de votar: un beneficio de él que el elector goza al votar y que se consuma en ese acto mismo de votar.
Por ejemplo, como lo hace Schuessler (Alexander A. Schuessler, A Logic of Expressive Choice, Princeton University Press, 2000), se puede conceptualizar el voto como una elección o decisión expresiva, que puede cumplir tanto una función de afirmación o constitución de una identidad personal, como de adhesión a un sentido o significado de naturaleza más colectiva, o ambas cosas a la vez: votar es tanto expresivo de lo que soy, como de un sentido de pertenencia, probablemente caracterizado por una ambigüedad esencial. Todo ello independientemente de las connotaciones instrumentales que obviamente tiene un contexto electoral.
Una alternativa distinta reside en concebir lo político como un proceso en él que la dimensión afectiva y su asociación con liderazgo y líderes juegan un rol básico, como lo hace Laclau (Ernesto Laclau, On Populist Reason, Verso, 2005). Nuevamente, en esta teorización el significado primordial de la acción de votar es endógena a la acción misma: se trata mucho más de la consumación de una afectividad que de la exteriorización de un cálculo de utilidades esperadas.
De una manera más general, si se opta por interpretar la política desde un punto de vista primordialmente estético, como lo hace Ankersmit (F.R. Ankersmit, Aesthetic Politics, Stanford University Press, 1996), regulada en consecuencia por una lógica estético-mediática, lo cual tiene el atractivo no sólo de ser posmoderno, sino también de poseer más valor explicativo respecto de la política contemporánea, ciertamente las posibilidades de identificar sentidos endógenos para la acción de votar son variadas.
Sea que se conciba el voto como elección expresiva, como adhesión afectiva a un líder, o como acción que adquiere sentido en un contexto estético-mediático, un punto que vale la pena subrayar es que candidatos y sobre todo campañas adquieren un papel crucial, del que carecen en los otros puntos de vista que compiten por conceptualizar el contexto electoral y el voto, incluyendo la interpretación de la política como competición programática.
Ese último punto es relevante para el tema de la participación. En efecto, tanto la magnitud de la participación en eventos electorales determinados, como también quizás las tendencias de esa magnitud en el tiempo—los niveles de participación que caracterizan a una sociedad nacional en un período dado de su desarrollo político–, se explican, desde esos puntos de vista, por las características de las campañas, incluyendo candidatos, y la interacción competitiva entre ellas. Ciertamente, deben haber otras variables en juego (socio-demográficas, socioeconómicas, socio-culturales, económicas, institucionales, etc.), pero sus impactos en los niveles de participación son efectos de interacción con la variable “Competición entre campañas”, o están mediados por esta variable.
Ahora bien, lo anterior implica que, en un escenario de inscripción automática y voto voluntario, los niveles de participación que se obtengan en un momento determinado del devenir político son radicalmente contingentes. La diferencia respecto del escenario de voto obligatorio es que en este último caso hay un rasgo permanente de la institucionalidad que asegura o garantiza al menos un piso o nivel mínimo de participación, que no es menor. Aceptando que el comportamiento electoral se explica por alguna de las tres últimas conceptualizaciones antes esbozadas, o por alguna de naturaleza similar, no hay nada que garantice niveles mínimos o máximos de votación. Así, el desarrollo de una “crisis de representatividad” puede deprimir sistemáticamente en el tiempo los niveles de participación, llevándolos a mínimos inéditos. O bien, la emergencia de liderazgos y líderes altamente seductores, quizás en respuesta a situaciones como esa “crisis de representatividad”, pueden elevar notablemente los niveles de participación.
Lo que quería destacar es que no es fácil conjeturar acerca del posible impacto del tránsito a un régimen de voto voluntario. Todo depende de lo que se esté dispuesto a asumir en cuanto a cuáles son las variables relevantes para explicar el comportamiento electoral. Si se está a las hipótesis más convencionales sobre la materia, todo apunta, en el mejor de los casos, a una mantención de los niveles actuales, y con una probabilidad no menor, a niveles aún más bajos que los actuales. Si se opta por conceptualizaciones más recientes, que parecen sintonizar mejor con lo elementos crecientemente más salientes de la política contemporánea—campañas, liderazgos altamente personalizados, publicidad, lógicas estético-mediáticas–, todo parece aproximarse a constituirse en una “caja de Pandora” en que la única certeza es la incertidumbre.
Examinar todos estos problemas a la luz de los datos hoy disponibles y los que pueda proporcionar la próxima encuesta, o al menos discutirlos, creo que es relevante para el proyecto.
Finalmente, está la pregunta sobre qué importa que la participación electoral sea alta o baja. Más concretamente, porque de eso se trata en el fondo, qué importa que la participación sea baja.
En sus primeras etapas, el desarrollo político democrático buscó premeditadamente niveles bajos y excluyentes de participación, objetivo ideológicamente expresado, entre otras cosas, por la desconfianza liberal del sufragio universal.
Pero una vez sepultados el sufragio censitario y las exclusiones, es difícil encontrar, en corrientes intelectuales democráticas, una valorización de niveles “bajos” de participación, o al menos una apreciación negativa de niveles altos y tasas de crecimiento significativas de esos niveles. Esto, hasta el informe de 1975 de Crozier, Huntington y Watanuki, preparado para la Comisión Trilateral, sobre gobernabilidad de las democracias. De allí en adelante, es posible poner en duda las virtudes de un alto nivel de participación, sin ser tildado de antidemocrático.
No es del caso entrar aquí a una discusión sobre participación, crecimiento acelerado de la participación, movilización, etc., por una parte, y gobernabilidad por la otra. Mi opinión es que, si de calidad de la democracia se trata, en algún momento habría que hacerla. Pero por ahora, y poniendo entre paréntesis la discusión normativa sobre el tema ya realizada, uno podría cerrar estas reflexiones con algunas preguntas:
¿ Una sociedad en la que presidentes y parlamentarios los elige sistemáticamente un 60% del electorado potencial es políticamente equivalente con otra en que los elige sistemáticamente el 85% del electorado potencial?
¿Las dos sociedades de la pregunta anterior son políticamente equivalentes con otra en que la tasa de participación del electorado potencial oscila permanentemente entre un 60% y un 90%, dependiendo de los contextos electorales?
*Abogado, cientista político, Director ai de Flacso, ex embajador y subsecretario de Relaciones Exteriores
Fuente Politika
No hay comentarios:
Publicar un comentario