Última columna de la serie “Argumentos contra la Meritocracia”
¿Vida digna para todos o para los más aptos? Caminos alternativos a la Meritocracia
Publicado: 12.06.2013
En esta última columna Matías Cociña aborda un tema de fondo: ¿qué debe garantizar una sociedad que quiere ser justa? ¿Establecer condiciones de entrada parejas para todos y luego “que gane el más mejor”?, ¿o garantizar una vida digna para todos, independiente de quien gane o pierda la competencia de la vida? Y si se opta por lo último, ¿no se vuelve menos competitiva a una sociedad donde lo básico para la vida esté garantizado? Cociña cierra su serie invitando a revisar y debatir alternativas sociales a un principio como la meritocracia que está ampliamente extendido en la sociedad chilena.
Vea también:En las columnas anteriores he entregado argumentos para levantar dudas respecto de la meritocracia como el mecanismo al que debe aspirar un país que busca construir un orden social justo, democrático y desarrollado. Pero cuestionar una convicción tan arraigada y extendida no implica haber construido algo en reemplazo. Si la meritocracia no permite desarrollar sociedades inclusivas, ¿a qué principios recurrir?
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Una extensa lista de condiciones básicas para una vida digna ha sido movida a la esfera del mercado donde sólo los considerados más aptos por el mercado laboral pueden adquirirlasLa pregunta es central en estos años en que los movimientos sociales han puesto en cuestión el orden social y económico heredado de la dictadura y han develado cómo éste produce y reproduce desigualdad en todos los frentes: desde la salud a la educación, pasando por la construcción de las ciudades que habitamos y el uso que damos a nuestros recursos naturales. Si hemos de sospechar de la meritocracia como principio organizador de la vida en común, ¿qué principio usar entonces para construir un país que la mayoría pueda calificar de mejor?
Una alternativa al ideario meritocrático debiese reunir al menos tres características.
Primero, debiese generar condiciones de justicia y dignidad no sólo en las condiciones de partida, sino también en los resultados.
Segundo, debiese promover y sostener los ideales democráticos de autogobierno (de modo que cada ciudadano tenga posibilidad de decidir respecto de su vida privada, e influir de forma efectiva en los aspectos de la vida en común que le afectan directamente) y participación deliberativa (donde el debate abierto es el mecanismo que da legitimidad al orden democrático y a sus instituciones y donde, por definición, se entiende que todos, expertos y legos, tenemos capacidad deliberativa y somos parte de la búsqueda de consensos).
Tercero, debiese generar condiciones mínimas de eficiencia económica, de modo que el sistema social genere los recursos que se requieren para entregar una vida digna a sus ciudadanos. Debe, en resumen, ser superior a la agenda meritocrática tanto en sus pretensiones de justicia como en sus pretensiones de eficiencia.
Nuestra desigualdad no se vuelve justa por el mero hecho de que cambiar el estado actual de las cosas sea difícilLa pregunta por una alternativa a la meritocracia liberal es, por supuesto, una pregunta nada de simple. Erik Wright sugiere que la respuesta es promover la “igualdad de acceso” en lugar de detenerse en la igualdad de oportunidades. Igualdad de acceso –garantizado, incondicional– a las “condiciones materiales y sociales necesarias para vivir una vida plena” (Wright 2013:4-5). Esta idea implica una noción más exigente de justicia que la mera igualdad de oportunidades, pues requiere que las personas tengan acceso a las condiciones para una vida plena (a flourishing life) a lo largo de toda su vida, no sólo al inicio de ésta. ¿Qué condiciones son ésas?
En el caso de las condiciones materiales, dice Wright, la respuesta no es particularmente compleja: se reduce a la provisión de recursos económicos para satisfacer las necesidades básicas (por ejemplo, alimentación, vivienda, vestimenta, transporte) y un grado mínimo de seguridad personal (seguridad pública, salud).
La crítica habitual contra estos argumentos apunta al hecho de que una sociedad de derechos puede eliminar los incentivos propios de una sociedad de mercado basada en la competencia. Dar respuesta punto por punto a esta interpelación, que es legítima, requeriría una serie de columnas. Por lo pronto, baste con decir que existen sociedades tremendamente productivas, con sistemas de derechos garantizados, muchísimo más amplios que el chileno, lo que provee evidencia en el sentido de que es posible garantizar una vida digna sin reducir la productividad, e incluso aumentándola.
Tal como reconoce Wright, algún nivel de desigualdad en los resultados es sin duda consistente con una sociedad justa, y es de hecho necesario para generar cierto grado de reconocimiento que promueva el esfuerzo y la innovación. Lo que una sociedad justa no puede tolerar son desigualdades que atenten contra la capacidad de las personas de vivir vidas plenas.
Las condiciones sociales especificadas por Wright son mucho más difíciles de determinar, y probablemente más contingentes a cada sociedad, pero debiesen incluir al menos: educación, respeto a la diversidad, tiempo de ocio y, en general, la ausencia de discriminación y estigma (de género, racial, de orientación sexual, por discapacidad o enfermedad, etc.) en el espacio social.
La justicia social requiere también acceso igualitario a los espacios de toma de decisión donde se definen aquellos aspectos que afectan a las personas y sus comunidades. Requiere, en otras palabras, justicia política. Ésta es, claro está, una lista de criterios altamente exigentes respecto de cómo organizar la vida en común. Pero, como bien apunta Wright, nuestra desigualdad no se vuelve justa por el mero hecho de que cambiar el estado actual de las cosas sea difícil.
Existen sociedades muy productivas con sistemas de derechos garantizados mucho más amplios que el chileno, lo que evidencia que es posible garantizar una vida digna sin reducir la productividad, e incluso aumentándolaCuriosamente –pues habla desde una tradición intelectual diferente y a menudo antagónica a la de Wright–, Amartya Sen también apuesta por un concepto de justicia “que se ocupa de las oportunidades que las personas tienen de alcanzar lo que Aristóteles llamó ‘la plenitud humana’”, y que Sen utiliza para sistematizar el concepto de “calidad de vida” (Sen 2000:73). Para Sen, “un sistema por el cual los cargos y posiciones de influencia van a gente que se desempeña mejor en una competencia abierta crea un tipo de ‘meritocracia’ que no es tan eficiente y que lleva a que la gente de grupos menos favorecidos sea tratada de forma desigual” (Sen 2006:147). Es un sistema, nos dice, que no puede justificarse en términos de justicia (incluida su concepción Rawlsiana abrazada por buena parte de la izquierda liberal). Sen propone, entonces, un acercamiento al tema de la justicia basado en “capacidades”, que –al contrario que Wright– quita el foco en los “medios”, para situarlo en las funcionalidades de los individuos, las capacidades de operar en el mundo y la sociedad que constituyen la base del bienestar personal.
Cualquiera sea el referente a escoger, el mensaje es que un sistema basado meramente en igualdad de oportunidades, que nivele las condiciones iniciales y valide la instauración de un sistema de relaciones y recompensas basadas exclusivamente en el mérito, es claramente insuficiente si lo que queremos es construir un orden social justo. Sin duda que el premio al mérito, como sea que decidamos definirlo, debe tener espacio al interior de nuestras instituciones, una vez que hayamos entregado educación de calidad para todos. A nivel escolar, de hecho, es posible defender la ausencia total de selección, tanto en el proceso de ingreso como al interior de las escuelas.
Algún nivel de desigualdad en los resultados es sin duda consistente con una sociedad justa, y es de hecho necesario para generar cierto grado de reconocimiento que promueva el esfuerzo y la innovación. Lo que una sociedad justa no puede tolerar son desigualdades que atenten contra la capacidad de las personas de vivir vidas plenasLo que esta serie de columnas critica es, en cambio, la pretensión de que la noción de mérito sea instalada como concepto central para organizar la vida social fuera de las instituciones productivas, en el espacio de lo social y como medio de acceso a aquellos bienes tangibles e intangibles que hacen de la vida en sociedad una experiencia de dignidad. Es esta idea la que está detrás de la mercantilización de la salud, el carácter individual del ahorro previsional, la privatización del sistema de educación, la creciente privatización de la seguridad ciudadana, y una extensa lista de condiciones básicas para una vida digna que han sido movidas a la esfera del mercado, y donde sólo los considerados más aptos por el mercado laboral pueden adquirirlas.
Ya sea que, como Wright, pongamos el foco en las “condiciones materiales y sociales para vivir una vida plena”; o que, como Sen, lo hagamos en la capacidad de los individuos de “funcionar” de modo de vivir en bienestar; cualquier proyecto de país que queramos construir debe buscar proveer a su pueblo de las condiciones mínimas que permita a sus hijos e hijas operar como sujetos plenos, garantizando acceso a educación, salud, un nivel mínimo e incondicional de ingreso que provea seguridad alimentaria y techo, seguridad pública y acceso a los espacios de decisión constitutivos de la vida democrática. En todo ello es el Estado, ese instrumento que hemos diseñado para organizar la vida en común, el que debe jugar un rol central.
El camino hacia la construcción de una patria justa es largo, pero ello no puede justificar que evitemos tener la discusión sobre cómo es que ésta debe organizarse y cuál es el horizonte hacia el cual movernos. Mucho menos puede justificar que no comencemos a construirla desde ya. Un país justo debe ser un país de y para todos. No puede ser un país sólo de y para los más aptos.
Este énfasis inclusivo ha sido uno de los ejes ideológicos que han dividido al mundo conservador del mundo de la izquierda desde los tiempos de la revolución francesa y aún antes. En el Chile de la post-transición consensuada (Vega 2007), muchos parecen haber olvidado esta tradición, aunque el pie forzado ofrecido por la fallida candidatura de Laurence Golborne, que fue empujada por la derecha y que lo presentó –con poca convicción, pero con olfato y entusiasmo electoral– como representante del Chile meritocrático, abre una ventana de oportunidad para retomar la conversación.
Frente al escenario electoral generado por la candidatura de Golborne, la elite concertacionista alcanzó a mostrar cierta distancia con el concepto que la sostenía (Ottone 2013), pero lo hizo con dificultad, pues el potencial del discurso meritocrático como herramienta política se basa precisamente en que éste está en consonancia con el mensaje que la propia centro-izquierda oficialista ha ofrecido al país en las últimas tres décadas.
Mi percepción es que hoy no existe en la izquierda chilena una reflexión ideológica actualizada que permita hacer frente a este discurso de forma consistente. Si lo que queremos es impulsar un proyecto democrático para construir un país más justo, es hora de revisar los acuerdos basales de la post-transición de manera crítica. La idea de un orden meritocrático de la vida social como eje central de la vía al desarrollo no debiese sobrevivir dicha revisión.
Agradecimientos: Agradezco los comentarios y críticas de Rodrigo Mora, Ezequiel Gomez-Caride, Joao A. Peschanski, Eduardo Rojas, Marcelo Pérez Quilaqueo, Camila Cociña, Ricardo Mena, Andrea Puccio, Sebastián Depolo, Nicolás Rebolledo, David Calnitsky, Loreto Varas, Alan Meller, Andrés Kalawski, Matías Garretón, Sebastián Daza, Carlos Cociña, Francisca Skoknic, Pilar Goñalonz-Ponz, Bernardo Lara y Nicolás Grau, quienes sin necesariamente estar de acuerdo con todas mis ideas, aportaron enormemente a que éstas adoptaran su forma actual. Agradezco a CIPER por su interés y a sus editores por sus enriquecedores comentarios. Los errores u omisiones son, por supuesto, de mi exclusiva responsabilidad.
Referencias
Sen, A. 2000. “Merit and Justice”, Pp. 5–16 en Meritocracy and Economic Inequality, edited by Kenneth J Arrow, Samuel Bowels, y Steven N Durlauf. Princeton, NJ: Princeton University Press.
Sen, A. 2006. Inequality Reexamined. New York, NY: Russel Sage Foundation; Princeton University Press.
Ottone, E. 2013. “‘Para Bachelet lo principal es la inclusión’” Entrevistado por Juan Pablo Salaberry. Consultado 25-4-2013 (http://www.quepasa.cl/articulo/politica/2013/03/19-11353-9-para-bachelet-lo-principal-es-la-inclusion.shtml).
Vega, F. 2007. “Extremismo de centro.” delarepublica.cl. Consultado 24-4-2013 (http://blog.delarepublica.cl/2007/07/03/extremismo-de-centro/).
Wright, E. O. 2013. “Transforming Capitalism through Real Utopias”. American Sociological Review 78(1):1–25.
FUENTE: CIPERCHILE
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