Chile rumbo al estado de excepción
Los historiadores del futuro observarán este período de la historia de Chile con particular interés. Su posición les permitirá ver cuestiones que a nosotros se nos pasan por alto, entre tanta noticia que recorre Santiago. Los historiadores del futuro, seguramente, tendrán la lucidez que hoy nosotros no tenemos para ver las constantes y los quiebres que se manifiestan como marcas tectónicas solo visibles desde gran altura. Si pudiéramos dejar planteadas algunas preguntas a esos historiadores deberíamos partir por una pequeña lista: ¿Qué ocurre hoy en Chile? ¿Qué es este ambiente lacrimógeno que respiramos? ¿Cómo entender la violencia cada vez más recurrente?
Muchos libros y análisis se han escrito sobre lo ocurrido en este país luego de que la dictadura de Pinochet entregara el poder a los civiles. Se han escrito biografías, crónicas, largos ensayos, otros más breves, textos sobre sociología, ciencia política y humanidades. Todos con cifras y citas respetables, con doctorados y proyectos de investigación de fondo. Sin embargo, los intelectuales han mirado con poca atención qué ha ocurrido en estos 23 años con el dispositivo institucional denominado “estado de excepción”.
En la doctrina constitucional se entiende que un estado de excepción es un escenario de afectación de determinados derechos fundamentales dada una ampliación extraordinaria de las facultades de admnistración del Estado que permite limitarlos o suspenderlos. Los presupuestos para un estado de excepción, en Chile, están regidos por los artículos 39 y siguientes de la Constitución de 1980. Allí se establecen cuatro supuestos para cuatro estados de excepción distintos: en caso de guerra interna o externa se dispone del estado de Asamblea, en caso de conmoción interior se dispone del estado de Sitio, en caso de emergencia se dispone del estado de Emergencia, en caso de calamidad pública se dispone del estado de Catástrofe. Es importante tener presente que la declaración de estado de excepción depende del Presidente de la República con consulta al Congreso conforme al artículo 32 de la Constitución y la Ley Orgánica 18.415 de Estados de Excepción Constitucional. También entra en juego la Ley 12.927 conocida como Ley de Seguridad del Estado, que debe leerse en concordancia con las disposiciones relativas a excepcionalidad jurídico-política.
Los historiadores del futuro entenderán que estos conceptos resultan clave para entender la dictadura pues, en base a ellos, el 11 de Septiembre de 1973 se declaró estado de Sitio en todo el país. Suplantando el lugar del Presidente y del Congreso en la Constitución de 1925, la Junta Militar utilizó metafóricamente el artículo 72 que contenía, por entonces, los estados de excepción. Esta disposición se levantó recién el 10 de marzo de 1978 cuando el dictador anunció el fin del estado de Sitio. Tres años más tarde, recordemos, promulgó su Constitución que recogió la normativa sobre estado de excepción que se arrastra en Chile desde 1833. En 1984 volvió a decretar estado de Sitio, cuestión que repitió varias veces hasta entregar el poder en 1990.
Cada carta fundamental que ha tenido Chile se ha encargado de establecer un dispositivo institucional para enfrentar determinados escenarios y afectar ciertos derechos fundamentales como el de reunión y libre tránsito, entre varios otros. El punto relevante es aquí la excepción entendida como concepto límite del derecho y la política ha sido objeto de las teorías sobre la soberanía más elaboradas del siglo XX. Carl Schmitt, conocido como el Kronjurist de Hitler, sostuvo toda su arquitectura iusfilosófica en base al concepto de excepción. Según Schmitt, en último término la soberanía y la excepción están íntimamente conectadas: “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”, afirmó. Del otro lado, Walter Benjamin, otro influyente pensador de la política y la violencia, generó una teoría rival a la de Schmitt. El rol del soberano, según Benjamin, no es decidir sobre la excepción, sino negarla al excluirla de la normalidad.
Ambos actores operan fieles a una verdad, los estudiantes abrazan su verdad conforme a la cual la manifestación debe ir tan lejos como pueda llegar a fin de hacer visible la profundidad de la crisis, el Ejecutivo abraza su verdad conforme a la cual su rol es mantener el orden público e impedir que una minoría afecte los derechos de la mayoría. Lo trágico de este tipo de conflictos es que ambas visiones son verdad, de ahí que el enfrentamiento violento parezca el destino inevitable.
Giorgio Agamben, un intelectual italiano de creciente influencia en nuestras academias, sostiene que la comprensión cabal de los estados de excepción se debe hacer mediante un sincretismo entre ambas tesis. Agamben dedica un potente ensayo a establecer que los estados de excepción ocurren en una zona anómica, un vacío jurídico, entre el orden y la violencia. Agamben concluye, con Benjamin, que el estado de excepción ha devenido la normalidad en occidente, pues son innumerables los países en que este vacío jurídico es usado como mecanismo de gobierno y de control allí donde el poder amenaza con ser sobrepasado. Es tanta la relevancia de esto que la dictadura ideó un organismo especialmente dedicado a intervenir en la decisión sobre excepción constitucional. El llamado Consejo de Seguridad Nacional (Cosena) integrado por los cuatro comandantes en jefe, el Presidente y otros civiles tenía voz y voto en todas las materias relativas a estados de excepción. Esto recién se modificó el año 2005 con las reformas constitucionales que le devolvieron al Presidente las facultades especiales y sacaron a los militares de esta función deliberativa. Aún así, el Cosena es una de las instituciones más curiosas del constitucionalismo global pues suponía un rol directo de los militares en la decisión política más trascendental.
Es interesante observar esto a la luz de lo que ocurre hoy en Chile. Durante el año 2011, en medio de las masivas movilizaciones estudiantiles, se volvió un lugar común decir que la violencia protagonizada por encapuchados y Carabineros eran “hechos aislados”. Hoy, sin embargo, esa denominación parece quedarse corta para describir qué es lo que ocurre con exactitud a la hora en que terminan las marchas y comienza una suerte de ritual de violencia. Con los conceptos antes expuestos es interesante volver a preguntar a los historiadores del futuro: ¿Qué es este ambiente lacrimógeno que se ha apoderado de nuestras principales avenidas en Santiago y en regiones? ¿Qué ocurre en Chile que la violencia parece protagonizarlo todo?
El año 2011 nos heredó un largo hilo de reflexiones y consecuencias políticas. Entre ellas, hay una que es pasada de largo cuando se rememora el impacto de los movimientos sociales. Ocurre que, un día, los “hechos aislados” dejaron de ser tales y pasaron a ser algo más. Ese día fue el 4 de agosto de 2011 cuando decenas de miles de estudiantes se enfrentaron a cientos de Carabineros en el centro de Santiago. Unas 40 cuadras a la redonda fueron sitiadas por la policía, los grupos fueron dispersados una y otra vez a fin de impedir que una marcha no autorizada se llevara a cabo. Cualquier agrupación mayor a 5 personas era inmediatamente disuelta y el libre tránsito fue derechamente suspendido. Desde el aire los helicópteros bombardeaban con lacrimógenas mientras que los observadores de derechos humanos criticaban la excesiva violencia con la que se reprimía. Horas más tarde un local de La Polar fue quemado y el clima enrarecido se completó con nuevos enfrentamientos y un masivo “cacerolazo”. De lado y lado, encapuchados y Carabineros, exhibieron un nivel de beligerencia insólito para una transición conocida en el mundo por lo pacífica y civilizada.
El 4 de agosto de 2011, en la práctica, Santiago vivió una suerte de estado de excepción. Curiosamente, cuando se le consultó al ministro de Interior, Rodrigo Hinzpeter, este no titubeó en afirmar que Chile estaba en completa normalidad y que Carabineros había procedido conforme a la ley. Lo mismo que se afirma desde el poder Ejecutivo cada vez que se cuestiona por violencia excesiva como lo ocurrido en la Casa Central de la Universidad de Chile dos semanas atrás. Análogos argumentos a los que se recurre cuando se enjuicia la llamada “ley Hinzpeter” que amplía las facultades de las policías en marchas o la recién anunciada ley de detención preventiva, que devuelve al país a la detención por sospecha, ampliamente practicada por la dictadura. Tal como decía Benjamin, entonces, el rol de soberano en la institucionalidad chilena no es decidir sobre el estado de excepción, sino negarlo. Lo niega, pero en la práctica, opera. Opera como un vacío jurídico, una anomia, en la cual Carabineros puede pasar por encima de la ley invocando la ley, todo para devolver el orden y la normalidad. Se utilizan dispositivos como la flagrancia para enfrentar lo que, del otro lado, también es violencia anómica, la de los encapuchados. Puestos así en la escena, el resultado es siempre tormentoso y predecible: violencia, barricadas, gases, agua, prensa que olvida las marchas y se obsesiona con el espectáculo.
Es clave considerar que el paradigma según el cual el soberano niega el estado de excepción, pero este igualmente opera, ha tenido ya otros ejemplos en la transición. El 19 de diciembre de 1990, y saltándose todos los preceptos legales y constitucionales, Augusto Pinochet ordenó a las tropas militares el llamado “Ejercicio de enlace” que las mantuvo acuertaladas durante tres noches. Esto se repitió en mayo de 1993 con el llamado “Boinazo”, nombre que se le dio a la acción de tropas que, vestidas con uniforme de guerra y boinas negras, rodearon La Moneda. En ambos casos el gobernante civil, el Ejecutivo conducido por Patricio Aylwin, negó la excepcionalidad de estos hechos. En otros términos: hubo estado de excepción, pero este no fue declarado sino negado. Incluso en el momento final de la dictadura, la madrugada del 6 de octubre de 1988, este paradigma se había plasmado ya en la negación que realizara la Junta a la petición de Pinochet. Él solicitó una ley de poderes especiales para poder desconocer el Plebiscito, pero la Junta le negó esta declaración de excepcionalidad y, en cambio, afirmó la normalidad y la vigencia de la Constitución. Esa noche la paradoja a la que el mismo régimen se dejó arrastrar fue evidente: si afirmaban la normalidad deberían entregar el poder, si desconocían los resultados deberían declarar la excepción y su poder se exhibiría entonces desnudo de cualquier legitimidad.
De este modo, el ejercicio de enlace y el boinazo son hechos que permiten mostrar el paradigma que gobernó la transición durante los 90. La excepcionalidad existió siempre como una amenaza latente al orden, que como tal se intuía frágil, merecía ser cuidado y objeto de “grandes acuerdos” para no ponerlo en peligro. Desde el 2005 en adelante la reforma constitucional evidenció que este peligro ya no era tal y, entonces, se trasladó. Desde el año siguiente, con el llamado movimiento pingüino de 2006, la excepción política se vinculó ahora con los movimientos sociales que, con su acción, han ido empujando al poder a develar sus mecanismos de control. Ambos momentos evidencian lo mismo: el soberano no puede declarar la excepción pues hacerlo sería su ruina, ante los militares en los 90 o ante los movimientos sociales en 2006 y 2011. Reconocer que un agente puede empujar a la institucionalidad hasta la excepcionalidad es reconocerle su gravitación dentro de esa misma institucionalidad.
Por eso, los estados de excepción y la fuerza desnuda son el gran trauma que los gobernantes civiles heredaron de la Dictadura. De hecho, cada vez que se deben aplicar el país entero parece recordar fantasmas y recorrer caminos ya transitados. Así ocurrió la madrugada del 27 de febrero de 2010, última vez que se declaró un estado de excepción en Chile. Esa noche Michelle Bachelet se enfrentó al gran dilema que diagnosticaba Benjamin, llegada la hora no pudo decidir. Demoró horas en declarar estado de catástrofe y poner a los militares en la calle porque esto recordaba la estética de la dictadura. De hecho, los acontecimientos que gatillan la decisión son propios de una zona anómica: los saqueos en Concepción y sus alrededores. Mismo dilema que por estos días enfrenta el Ejecutivo que no sabe cómo desalojar los establecimientos en toma sin traer, de nuevo, los fantasmas a la memoria. Pero los fantasmas no vienen solos, es un mecanismo el que los llama y los invoca. Este mecanismo es la excepción.
Los historiadores del futuro observarán que estos días en Chile han sido de profunda angustia. Esto, porque de ambos lados se observa una estrategia de radicalización. De un lado, los estudiantes pretenden empujar al orden a sacarse su máscara y exhibirse en la violencia más explícita, para entonces desnudar su ilegitimidad y su injusticia. Del otro lado, el Gobierno pretende mantener el orden, llevar a cabo un proceso de primarias que sirva de válvula de escape a la situación que vive el país, al mismo tiempo que niega la crisis. Ambos actores operan fieles a una verdad, los estudiantes abrazan su verdad conforme a la cual la manifestación debe ir tan lejos como pueda llegar a fin de hacer visible la profundidad de la crisis, el Ejecutivo abraza su verdad conforme a la cual su rol es mantener el orden público e impedir que una minoría afecte los derechos de la mayoría. Lo trágico de este tipo de conflictos es que ambas visiones son verdad, de ahí que el enfrentamiento violento parezca el destino inevitable. Así lo hemos visto ya decenas de veces en Santiago y otras tantas en Aysén, Calama, Chiloé, Freirina o Punta Arenas donde la normalidad por largas semanas se ha confundido con la excepción. Lo vimos también en la primavera árabe o ahora último en Brasil. Todo opera como si el paradigma moderno de la excepción estuviera siendo empujado por los movimientos sociales en todo el orbe.
Entonces: ¿Qué ocurre en Chile? Vistos en perspectiva todos estos hechos aislados aparecen como una larga cadena de acontecimientos que encajan como piezas de un puzzle. Si todo sigue como va, Chile enfila rumbo a un estado de excepción declarado, en que la anomia que es visible de tanto en tanto se reconocerá explícitamente por quien detente la soberanía. No podemos saber si esto será mañana, pasado, el próximo año o dentro un lustro, pero sí podemos observar cómo el mecanismo se manifiesta: el soberano niega la excepción y afirma la normalidad hasta que la fuerza de los hechos lo empujan a declarar la excepcionalidad. Una vez que ha dado ese paso, sabemos que quien detenta el poder está cerca de su propia ruina. Veremos si en el caso chileno nos emancipamos de nuestros propios fantasmas, algunos prontos a cumplir 40 años, o si acaso estamos condenados a una salida por las malas, esto es, un estado de excepción con violencia y dolor por la convivencia perdida. Tal como el Angelus Novus de Paul Klee, que le da la espalda a un futuro que lo arrastra, los ciudadanos de esta república somos protagonistas de un devenir que no deja conocer su propia clave. Solamente los historiadores del futuro podrán tener la lucidez para encontrarla.
FUENTE: EL MOSTRADOR
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