El fin de la ley del silencio: por qué todos se van hablando del Gobierno
Michel Jorratt, como diría Unamuno, ha hablado “roto e interrumpido”. Sus declaraciones no han dejado indiferente a nadie: ni a la prensa, que ha relegado a un segundo plano los anuncios de la cuenta presidencial del 21 de mayo; ni al Gobierno, que a través de Marcelo Díaz ha señalado que el asunto “es grave”; ni a la oposición, que ha resucitado del más allá por unos instantes y anuncia las penas del infierno para Peñailillo. Pero Jorratt no es el primero que lo hace y parece que tampoco será el último que rompa con los códigos del silencio y el secreto tan anclados en los equipos de confianza, y en la política desde hace siglos.
LA CONFESIÓN: SU HISTORIA
Diversos filósofos han señalado que, por lo menos desde la Edad Media, las sociedades occidentales colocaron la confesión entre aquellos rituales mayores de los cuales, según Foucault, se “espera la producción de la verdad”. Y en ello nuestra tradición judeocristiana, que promueve e inspira la idea del pecado y el arrepentimiento, fue clave. Desde que el Concilio de Letrán en 1215 reglamentó el sacramento de la penitencia, la técnica de la “confesión” reemplazó a antiguas prácticas de producción de saber y se desarrollaron junto con ella los métodos del interrogatorio y la investigación. La confesión de la verdad se inscribió, entonces, en el “corazón de los procedimientos de individualización por parte del poder”.
De allí a esta parte todos en Occidente nos hemos sentido estimulados “a hablar”, a “confesar”: se confiesan los crímenes, los pecados, los pensamientos y deseos, el pasado, los sueños, la infancia; se confiesan las enfermedades y nuestras pequeñas miserias; la gente se esfuerza en decir con la mayor exactitud lo más difícil de decir y se confiesa en público –Jorratt acaba de hacerlo– y en privado. Somos, desde entonces, sociedades confesionales en que se estimula el hablar, sobre nosotros mismos, como parte sustantiva de nuestra propia identidad.
Sin embargo, desde siempre, también, ha habido instituciones que han quedado al margen de ese mecanismo de producción de verdad. Instituciones de poder que se han saltado sus propias reglas y han quedado al margen del hablar y donde saber guardar secretos fue parte de su ethos, su virilidad, incluso de su constitución como tal. No es casualidad entonces que, paralelamente a la técnica de la confesión, se desarrollaran en Occidente sociedades secretas –los templarios fueron uno de sus mayores mitos–, siendo las logias masónicas –claves en los procesos independentistas en Latinoamérica– algunas de las más importantes aunque no las únicas.
La Moneda, y en especial la propia Presidenta, debieran tomar nota de esta constante desafección de ex miembros de su Gobierno que, apenas dejan su cargo de confianza, comienzan a hablar y no precisamente para enaltecer la administración que acaban de abandonar. Si ello continúa es muy posible que el día menos pensado un ex ministro del Interior terminé declarando en tribunales que efectivamente durante su gestión cometió ilegalidades, pero que lo hacía trabajando para La Corona. Y ello puede resultar el tiro de gracia a nuestra alicaída democracia.
Lo fue también, y era que no, la principal institución que confesaba: la jerarquía católica que hasta hoy, incluso en la elección de un nuevo Papa, desarrolla técnicas de confidencialidad y ancladas en lo más profundo de la tradición secretista de Occidente. El saber guardar secreto allí se premia.
Lo fue además la mafia, cuya lógica esencial –el negocio ilegal y el crimen– hizo que se desarrollara como una sociedad secreta donde la confesión se castiga y ya sabemos que cruelmente. Los narcos mexicanos –herederos también de una cultura violenta como lo fue la azteca– han llevado esa tradición, si no al paroxismo, derechamente al horror; y, por cierto, lo han practicado también nuestras viejas instituciones políticas. Sartori nos cuenta en su clásico Partidos y sistemas de de partidos que las agrupaciones políticas, que dominan las democracias modernas y que son parte sustantiva de las mismas, no tuvieron un origen muy digno y positivo.
De hecho, la acepción previa a la de partido con la que se les conoció y se difundió su quehacer en Occidente fue la de facción del latín facere (hacer), es decir, un grupo político asociado a “hacer actos siniestros”. Según Sartori, una raíz latina que manifiesta la idea de “un comportamiento excesivo, implacable y, en consecuencia, nocivo”. Cuando la facción fue superada por el partido, esta última mantuvo la noción de secta, aunque se asoció, además, la adjetivización de partire, a saber, la parte de un todo y a la vez la idea de participación. Cuando a fines del siglo XIX en Europa, y en las primeras décadas del XX en América Latina, los partidos dejaron de representarse a sí mismos para representar a sectores de la sociedad, nacieron los partidos políticos tal cual como se les conoció durante mucho tiempo (Maurice Duverger), y en Chile por lo menos hasta que estallaron los casos Penta y Soquimich.
Pese a su capacidad de aspirar a representar, los partidos no perdieron parte de su sustancia original, de facción secreta. De hecho, todos los referentes políticos contemporáneos se organizan internamente como tales en grupos, tendencias, sensibilidades, corrientes, pero que en definitiva actúan como facciones y en que, a veces, la disputa por cuotas de poder es más salvaje que la que ocurre en las elecciones generales.
En nuestra experiencia política contemporánea abundan ejemplos de ello: el nacimiento de la UDI a fines de la dictadura en una disputa feroz y violenta con la facción que luego se llamó RN; elCarmengate o las irregularidades en la elección del abanderado presidencial del PDC para la elección de 1989, que concluyó con el triunfo de Aylwin; el quiebre del PPD y la expulsión de Schaulsohn, la partida de Flores y Esteban Valenzuela; el PS y la cruel pugna por acceso a cuotas de poder en un eventual Gobierno de Michelle Bachelet que acabó con la defenestración de la directiva de Gonzalo Martner en enero de 2005. Es sintomático, al respecto, recordar la famosa frase que se acuñó en el PSOE durante la transición española para caracterizar este fenómeno: “¡Cuidado!, que vienen los nuestros”.
Y si bien el partido no tuvo una noción tan negativa como la de facción, acumuló o heredó parte de esa acepción: la lealtad al jefe, el bien guardado secreto, la idea de grupo que se protege a sí mismo. Y la política chilena en general, a lo largo de sus dos siglos de existencia, ha tenido ese carácter. Quién no recuerda el tradicional mecanismo de ascensión-premio que produjo el Estado portaliano y cuyo mayor ejemplo fue el dúo Montt-Varas. Hasta hoy incluso el ascenso político no ha sido tanto consecuencia directa del talento personal, sino más bien de la obediencia debida y la lealtad a un liderazgo. Rodrigo Peñailillo fue tal vez un gran ejemplo de ese fenómeno. La única diferencia es que, ahora, les ha dado por hablar.
LAGOS, EL ÚLTIMO LÍDER DE LOS SECRETOS BIEN GUARDADOS
Corría el año 2003 y el panorama político del Presidente que había prometido la agenda más transformadora que hubiese conocido la transición no podía ser más oscuro: su ministro de Obras Públicas, Carlos Cruz, estaba preso; la misma situación ocurría con su ex jefe de asesores en el MOP y primo de su esposa Luisa Durán, Matías de la Fuente, quien –en la lógica de la facción– recibía en Capuchinos de manos del jefe de gabinete del ministro Insulza, Pablo Gutiérrez, el libro La Conspiración, de Dan Brown; detenido estaba también el subsecretario de Transportes Patricio Tombolini; asimismo, el vicepresidente del PS, diputado Juan Pablo Letelier, por su vínculo con las coimas en las Plantas de Revisión Técnica (PRT) y las irregularidades en las escuelas de conductores; reo, además, estaba el intendente de O’Higgins, Ricardo Trincado.
El hilo conductor parecía que alcanzaría a La Moneda en el escándalo MOP-Gate, y no eran pocos quienes sostenían que el Gobierno de Lagos no llegaría a su final y el mismo Presidente –tan poco dado a la autocrítica– pensaba sinceramente que esto era un golpe blanco a su gestión. Cuando todo parecía que se venía abajo, Pablo Longueira oxigena a La Moneda con un acuerdo con el ministro Insulza que es el origen de algunas de las dificultades actuales por financiación ilegal de la política.
La administración Lagos mejora en su segundo trienio y le va tan bien que alcanza hasta para dejar sucesión de la coalición en La Moneda. Paralelamente, todos los casos judiciales se fueron resolviendo políticamente y, aun en los momentos más duros de aquella administración, ninguno de los involucrados en irregularidades habló o criticó al Gobierno, ni menos al Presidente. Lagos terminó su sexenio con una altísima aprobación y su equipo gubernamental mantuvo con él una lealtad incólume. Incluso dio para que, algún tiempo después, en una entrevista con Radio ADN, al hacer una evaluación de su gestión y con su estilo grandilocuente característico, se atreviera a compararla con la de Napoleón. La actual Mandataria no ha tenido la misma suerte.
LA NUEVA MODA DE IRSE HABLANDO
Primero fueron sus ex ministros del Interior, Pérez Yoma y Zaldívar, quienes criticaron su Gobierno, las emprendieron contra algunos de sus ministros (Eyzaguirre era el preferido) y entorpecieron su agenda transformadora (la cocina). También lo fue Juan Carvajal, quien señaló a una revista de papel cuché que él era el responsable de la mejora en su perfomance en las encuestas ocurrida al final de su anterior gestión; después habló Escalona, una vez que la candidata no lo apoyó en su aventura senatorial por la Región de Los Lagos.
Y Camilo habló a mares: empezó diciendo que ya no eran amigos, criticó luego sus reformas, acusó a quienes impulsaban una asamblea constituyente de “estar fumando opio”, dijo enseguida que en el país no había espacios para reformas, las emprendió después contra el hijo de la Presidenta por su actuación en el caso Caval –al punto que Dávalos renunció esa misma tarde a su cargo– y concluyó finalmente responsabilizando a La Moneda de su derrota en las internas del PS.
Enseguida fue el turno de su hijo y su nuera, que en la medida que hablaban incendiaban aún más la ya quemada pradera; les siguió después la ex asesora de Dávalos, Erika Silva, quien se despachó unas declaraciones que empequeñecieron las de la hermana del senador Ossandón sobre el sueldo reguleque y la colocaron en la pole position de los desatinos comunicacionales de la nueva burguesía fiscal. De pasó profundizó el forado que ya tenía la imagen del recién renunciado ministro Rodrigo Peñailillo, al hacerlo responsable principal del mal manejo del caso Caval.
Lo hizo también su ex ministro de Hacienda, Andrés Velasco, quien de favorito se ha transformado hoy en una piedra en el zapato de la actual Mandataria, criticando su gestión, las reformas, junto con ya no reconocerse en la Nueva Mayoría; luego fue el turno del ex ministro Álvaro Elizalde, quien hizo público su enojo y malestar con su remoción de la vocería del Gobierno, así como lo acaba de hacer el ex jefe del SII, Michel Jorratt, quien no solo acusó presiones desde Interior en el caso SQM, sino que luego reiteró que “ya dije lo que dije”. Y agregó: “Yo pude percibir que los políticos tenían sus propias disputas, a veces incluso contra personas de su propio sector, y querían que el SII actuara en un sentido u otro para sus propios fines”.
La lógica de la facción regresa en gloria y majestad.
¿POR QUÉ TODOS SE VAN HABLANDO?
Y es que, por más obvia que parezca, la pregunta es del todo razonable. Ricardo Lagos, en un escenario tremendamente más complejo fue capaz de hacer que sus equipos cerrarán fila en torno a su figura, capearan el mal tiempo, llegaran a buen puerto, incluso al punto de dejar heredero de la Concertación en La Moneda para el periodo siguiente.
En general, las respuestas más frecuentes apuntarían a que, hasta allí, había equipos políticos históricos que se venían consolidando desde la dictadura y que en democracia solo se afiataron; que, también, la Concertación hasta allí tenía relato, un cierto ethos trascendente como coalición, aunque en la práctica este no fuera más que el mero reparto del botín estatal; otros indican que el mismo Presidente con su aureola de autoridad republicana generaba sentido de equipo que se manifestaba en la lealtad con su mandato entre sus más cercanos.
Entonces, la comparación con la actual Mandataria se hace ineludible y se focaliza, nuevamente, en sus características personales que la han acompañado siempre en la política (mujer, hija de militar, exiliada en los socialismos reales, médico, etc.) y que, como algunos sostienen, es el origen del desbande que se está produciendo. No son pocos los miembros de la actual administración que perciben la ausencia de un relato o de sentido de equipo en la gestión y que, prácticamente, el estilo presidencial hace que cada cual, en especial en momentos de crisis, quede abandonado a su propia suerte en el gabinete y que nadie pueda proyectarse más allá de una semana en su gestión.
No es extraño que sean los mismos actores de la Nueva Mayoría quienes hagan las comparaciones odiosas con épocas pasadas donde, dicen, se sentían siendo parte de un relato o, por lo menos, miembros de un cuerpo colectivo, cuando no, de un mismo proyecto político. Sin embargo, no hay que ser severos en este desmarque solo con la Mandataria y su entorno más próximo. La Presidenta se ha hecho cargo de un modelo político-económico que venía en crisis –hay que recordar los históricos veintitantos puntos de aprobación de Piñera durante 2011– y creciente desprestigio. Todo ello en medio de una ciudadanía desconfiada, no sin razón, que exige más derechos y participación directa en los asuntos de la república, y en paralelo con un desarrollo de medios digitales y profusión de redes sociales que aún estaban en pañales en la época de Lagos. Hay que dar cuenta también de ese cambio de paradigma que ha vuelto más compleja cualquier gestión política.
En todo caso, La Moneda y en especial la propia Presidenta, debieran tomar nota de esta constante desafección de ex miembros de su Gobierno que, apenas dejan su cargo de confianza, comienzan a hablar y no precisamente para enaltecer la administración que acaban de abandonar. Si ello continúa es muy posible que el día menos pensado un ex ministro del Interior terminé declarando en tribunales que efectivamente durante su gestión cometió ilegalidades, pero que lo hacía trabajando para La Corona. Y ello puede resultar el tiro de gracia a nuestra alicaída democracia.
FUENTE: EL MOSTRADOR
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