martes, 6 de enero de 2015

La Democracia Cristiana es mi suegra

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La Democracia Cristiana es una maldición benigna, una pausa entre diversos autoritarismos y dictaduras que no apela a la bayoneta ni al cañón ni a la desaparición forzada, sino a algo más minucioso: la conciencia.
Los cuerpos humanos, como las naciones, o los equipos de fútbol, son rudos, duros y se resisten a entregar la fibra en el combate. En cambio la conciencia, o la mala conciencia, o la buena, lo que sea, es miel que modelada desde la infancia se convierte en aplicación por default lista para encenderse cada vez que despertamos o cada vez que nos vamos a la cama.
La conciencia aparece en la confesión, en la agonía de los moribundos, en el muerto del que se hacen finalmente cargo, por una tarifa reducida, los curas. La conciencia es un gusanillo trepanador y fosforescente de largo alcance.
La Democracia Cristiana nació en la Guerra Fría para atajar al comunismo, se la jugó un poco pero no tanto, o sea, bastante para atajar a las dictaduras fascistas, y ahora se dedica a atajar en general todo lo que venga o, más que atajarlo, a promediarlo o, más que a promediarlo, a repartirlo, a conseguirlo, a sostenerlo, a indignarse un poco para después llegar a acuerdos a cambio de pequeñas prebendas regionales o vistas gordas sectoriales.
La Democracia Cristiana tiene su filial alemana y ordenada, pero es estructuralmente italiana, descendiente de las clientelas latinas de los Césares, de los grupos organizados, los sindicatos, las comunidades, las mafias, los parentescos, los cuñados, las suegras. La Democracia Cristiana se hace fuerte entre los débiles, los sin músculo, los nerds de la parroquia, los almaceneros desconfiados, las gimnastas regionales, las Lucilas Godoy, la cosa media, el promedio mismo, lo que sobresale sin que se vea, esa sombra pálida de estar muerto antes de la muerte.
La Democracia Cristiana tiene su filial alemana y ordenada, pero es estructuralmente italiana, descendiente de las clientelas latinas de los Césares, de los grupos organizados, los sindicatos, las comunidades, las mafias, los parentescos, los cuñados, las suegras. La Democracia Cristiana se hace fuerte entre los débiles, los sin músculo, los nerds de la parroquia, los almaceneros desconfiados, las gimnastas regionales, las Lucilas Godoy, la cosa media, el promedio mismo, lo que sobresale sin que se vea, esa sombra pálida de estar muerto antes de la muerte.
Hay una tenacidad democratacristiana en impedir la felicidad y tolerar al mismo tiempo el placer no siempre limpio de la componenda, del promedio, del más o menos, al ahí, o sea, nos vemos.
Y democratacristianos somos todos, finalmente, en Chile hasta los más antidemocratacristianos. Esa cautela, esa astucia, ese dominio del deseo hasta desfigurarlo y ser incapaces ya de saber qué nos gusta y qué no soportamos. Ese instinto de sobrevivir por encima del de vivir. Esa necesidad fascinante de tener una vida de mierda.
Cosa que se entiende, al final, gracias a la superstición de suponer que una vez muertos aparecerá un guapo arcángel rodeado de palomas flamígeras a conducirnos –por aquí, por favor– a unresort del goce eterno con barra libre y azafatas recatadas.
La Democracia Cristiana se corresponde con la hipocresía tal como nuestra derecha se corresponde con la soberbia, y la izquierda con la dulce irresponsabilidad.
La Democracia Cristiana es la diosa tutelar de la casa pareada, del aturdido que riega su jardín defendiendo los intereses de quien lo explota y se queda con la mitad de lo suyo, del sostenedor aspiracional bajito con terno, corbata y barba recortada, oh my god, que pese a sus limitaciones logra tener voz en el Parlamento.
La Democracia Cristiana nos trae a presencia el aroma del cura un poco pero no muy pedófilo y, sin embargo, con dos cojones en el tema de los derechos humanos. La Democracia Cristiana es la finta legislativa y el corcoveo que al final se entienden cabalmente si uno revisa las platas de la Fundación Ebert, que en caso de mal comportamiento cerraría su dulce grifo.
La Democracia Cristiana es el asistencialismo puerta a puerta sin ningún plan macro, la repartición de puestos, seremis, concejales, cosas, miserias y, por ende, la trabazón incesante de cualquier proyecto que pretenda un cambio. La Democracia Cristiana es finalmente la sacralización de la costumbre, eso que los antiguos llamaban el mormoris, o sea, la moral, lo que buena o malamente se ha venido haciendo desde antiguo, la nana, el almuerzo con la suegra, la selfie, la despedida de soltero, los regalitos de Navidad, el fin de semana satánico, la música boba, el favor, la recomendación, la despedida, la bienvenida.
La Democracia Cristiana es el moralismo frente a la honestidad de la vida, el reglamento siempre obsoleto ante los infinitos avatares de las existencias y experiencias concretas de las personas, contando por cierto con la existencia, en caso de arrepentimiento y contrición perfecta, de una absolución purificadora.
La Democracia Cristiana marca la pauta de una sexualidad poco estridente, de un goce amortiguado, de un orgasmo envuelto en culpa y necesario sobre todo para la estabilidad de la familia, para que el esposo macho pero tampoco tanto no se nos vaya por ahí a hacer quizá qué barbaridades.
La Democracia Cristiana ha estado en contra de todos los avances de la humanidad, y a la vanguardia de cada adelanto regional.
La Democracia Cristiana es una pirámide condescendiente en cuyo vértice superior se encuentran los restos mortales de Gabriel Valdés Subercaseux enchapado en oro italiano, y cuyos flancos cualitativos vienen repesentados por apellidos inmigrantes, como Frei o Tomic o Leighton o Walker, asimilados por la elite pero sin pertenecer del todo a ella, y un acarreo de viejas parroquiales que deben pelearle los dc bravamente a la UDI popular, que hace unos años descubrió también a los pobres, un delicioso caldo de cultivo de votantes, adherentes, simpatizantes y militantes.
La Democracia Cristiana figura como una invitada menor a los tesoros de Penta, o a las torturas o exilios del monstruo Contreras. Los extremos no gustan en la DC, pero donde hay que estar, ahí están, siempre mandan a alguien a hacerse presente.
La Democracia Cristiana habla por la voz del Papa, nos consuela con los evangelios y soluciona los dolores de la vida comunitaria mediante las lealtades familiares y las redes de toda la vida: el cuñado, la tía, el colegio exclusivo, el regalo, la ceremonia, el galvano, y ahí son vecinos y rivales de sus antecesores históricos, los radicales, o sea, los masones.
Odiamos a los democratacristianos tanto como nos odiamos a nosotros mismos, y los amamos del mismo modo que nos amamos nosotros, y votamos finalmente  por ellos, para que este país sea sin serlo y avance pero no mucho y progrese retrocediendo y sobre todo promedie, consiga, consensúe, acuerde y no diga lo que hay que decir ni delate de qué estamos hablando, al punto que, hecho el negocio casi siempre modesto y cobrada la comisión de supervivencia, saludamos y nos retiramos majestuosamente.

FUENTE: EL MOSTRADOR

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