Felipe Berríos y el individualismo
Ha pasado casi una semana desde que las redes sociales volvieron a arder con Felipe Berríos. Quizás ya nos hemos acostumbrado al fenómeno porque, para bien o para mal, algo parecido sucede cada vez que este sacerdote jesuita se acerca a las cámaras. Sin embargo, hay algo curioso en esto que no debería pasar inadvertido. En efecto, ¿no se supone que vivimos en un mundo secularizado? ¿No hemos escuchado una y otra vez que la religión es un asunto privado? ¿Por qué, entonces, atribuir tanta importancia a los dichos de un clérigo? Muchos de quienes apoyan con entusiasmo las tesis del ex capellán de Un Techo para Chile suelen ser los mismos que abogan por un laicismo de esos que confinan a la religión bien lejos del espacio público. ¿Cómo explicar este cambio de perspectiva cuando quien habla es Felipe Berríos?
No es imposible pensar que la buena prensa de este sacerdote se debe, al menos en parte, a sus posturas más rupturistas. En esta ocasión, el ejemplo más claro fueron las alusiones de Berríos al posible matrimonio entre parejas del mismo sexo: a su juicio, resulta poco menos que obvio que ellas pueden casarse, y por tanto todos deberíamos reconocer su estilo de vida, otorgándoles la forma jurídica correspondiente. Aquí, en todo caso, Berríos hace eco de una idea que excede con mucho el plano de la demanda homosexual, y que al parecer cautiva cada vez más a nuestra elite: la sociedad debe reconocer las diversas formas de vida como igualmente valiosas, y nadie en su sano juicio podría siquiera osar contradecir este planteamiento.
¿No se supone que vivimos en un régimen liberal? ¿No nos han dicho que el Estado no tiene opinión en materia moral? ¿Por qué entonces habría de reconocer estilos de vida? ¿Cómo hablar de orgullo por la propia identidad al mismo tiempo que se busca la aprobación de la sociedad toda? ¿De qué clase de orgullo estamos hablando?
Lo curioso es que tras la demanda por el reconocimiento de las diversas formas de vida subyace una paradoja, de la que al parecer no somos del todo conscientes: al mismo tiempo que proclamamos las bondades de la sociedad plural (diversa) y del Estado supuestamente neutro (a-valórico), exigimos que la sociedad y el Estado aprueben y reconozcan todas y cada una de las formas de vida. ¿No se supone que vivimos en un régimen liberal? ¿No nos han dicho que el Estado no tiene opinión en materia moral? ¿Por qué entonces habría de reconocer estilos de vida? ¿Cómo hablar de orgullo por la propia identidad al mismo tiempo que se busca la aprobación de la sociedad toda? ¿De qué clase de orgullo estamos hablando?
Estas preguntas debieran llamar a la reflexión, en especial a quienes (como Felipe Berríos) se aproximan a los asuntos públicos desde una mirada crítica del individualismo. En efecto, como señala Pierre Manent, tras la paradoja descrita pareciera primar precisamente un fondo muy individualista: nos vemos a nosotros mismos como propietarios de una identidad individual, al punto que exigimos del resto que reconozca a viva voz esa propiedad. ¿No es acaso lo que hoy en día sucede en la generalidad de los debates políticos y morales? ¿No nos aproximamos a ellos desde la óptica de ciertos derechos individuales, cuya mera reivindicación nos basta como justificación?
Todo indica que la demanda por el reconocimiento, que busca visibilizar y proteger las particularidades de cada cual, posterga a segundo plano las cosas comunes, lo que tiene muy poco de comunitario. Por lo mismo, si realmente deseamos luchar contra el egoísmo que muchas veces impera en nuestra sociedad, este tipo de preguntas no pueden sernos indiferentes, por más incómodas que resulten. Si, en cambio, lo miramos todo desde la perspectiva del individuo desvinculado, no hacemos más que seguir la lógica del mercado en su peor versión. La misma que irrita (con razón) a Felipe Berríos, pero de la que, como su mismo caso nos muestra, no es tan fácil escapar.
FUENTE: EL MOSTRADOR
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