sábado, 29 de octubre de 2016

Opinión

La abstención electoral: un rostro del nihilismo en política

por  29 octubre 2016
La abstención electoral: un rostro del nihilismo en política
¿Qué hubiese ocurrido si las elecciones del domingo se hubieran celebrado bajo el imperio de una ley que ordene la inscripción automática y el voto obligatorio? Probablemente la sumatoria de votos nulos y blancos hubiese sido similar a la cifra de personas que no concurrieron a sufragar.
La abrumadora abstención electoral en las elecciones municipales del domingo tiene varias explicaciones. Exploremos sólo una de ellas; una que quizás es la menos relevante, pero no por eso irreal.
El abstencionismo constituye una manifestación paladina de uno de los múltiples rostros que tiene el nihilismo. Éste es un fenómeno cultural que se viene incubando desde hace décadas. En Chile comenzó a perfilarse con cierta nitidez a mediados de la década de 1990. En su momento, tal estado de ánimo cristalizó en la emblemática frase “no estoy ni ahí”.
El nihilismo en política se manifiesta, preferentemente, como desencanto, apatía o desafección por el quehacer político. Su primera señal potente fue el abultado volumen de votos nulos que hubo en la elección parlamentaria de 1997. Como se recordará, las mayores cifras se registraron en Valparaíso. Diecinueve años después el candidato anti establishment más exitoso también prosperó en Valparaíso. ¿Se trata de dos momentos diferentes del proceso de desencanto? Si es así, el descontento pasivo prefigura al descontento activo.
Sólo se puede desencantar quien, alguna vez, estuvo encantado. De hecho, sólo se puede desilusionar aquel que, alguna vez, estuvo ilusionado. Así, es inevitable preguntarse: ¿por qué se desencantaron? O, para decirlo con una palabra más fuerte: ¿por qué se desengañaron? Maquiavelo sostenía que “el que engaña encuentra siempre alguien a quien engañar”. Si el florentino nos hubiera conocido, quizás, hubiese reescrito su frase de la siguiente manera: El que engaña encuentra siempre alguien a quien engañar, excepto los chilenos que desean ser engañados por los políticos que pueden saciar su sed de ilusiones. Al respecto cabe preguntarse: ¿por qué los chilenos son tan fácilmente tentados por líderes que tienen rasgos mesiánicos?, ¿por qué se deslumbran con los líderes carismáticos?
Vistas así las cosas, el engaño tiene mucho de autoengaño. De manera que los ciudadanos que se sienten desencantados con los políticos, también debieran estarlo —y en primer lugar— consigo mismos.
¿Quiénes fueron a votar? Un nihilista pasivo respondería: los que tenían intereses muy concretos que defender (empleos que perder o, por el contrario, expectativas de obtenerlos o recuperarlos o bien pasiones que satisfacer) y también lo que va quedando de la antigua feligresía que cree honestamente en la mitología de la participación.
Pregunta contrafactual: ¿Qué hubiese ocurrido si las elecciones del domingo se hubieran celebrado bajo el imperio de una ley que ordene la inscripción automática y el voto obligatorio? Probablemente la sumatoria de votos nulos y blancos hubiese sido similar a la cifra de personas que no concurrieron a sufragar.
En América Latina —y Chile no es la excepción— vivimos la política de manera romántica. Por eso, somos como somos y estamos como estamos. Durante décadas hemos eludido asumir nuestra realidad sociopolítica. La realidad factual la sustituimos con fantasías, actitudes teatrales y artificios retóricos. Somos portadores de una actitud pueril que nos induce a rechazar lo que no calza con aquellas fantasías que hemos incubado al alero de una moral que, en los hechos, no tenemos. Más aún, damos lo indeseable por inexistente, aunque ello esté patente ante nuestros ojos. Por eso, nuestra sociedad siempre está padeciendo fiascos y cae reiteradamente de bruces, precisamente, en aquello que trata de eludir. Tampoco se trata de convertir el ser en un deber ser. Eso sería cinismo. Pero sí de diferenciar lo real de lo ficticio. Hay que separar ambas esferas. A los sueños y fantasías hay que respetarles sus fueros, pero no hay que olvidarse que son sólo eso.
El ciudadano corriente elude mirar de frente, cara a cara, el rostro real de la política. Por ello recubre su rostro con idealizaciones y visillos románticos que disimulan sus veleidades, impudicias y artimañas. Pero, precisamente, porque tales artificios ocultan su naturaleza, impidiéndole ver que tras las palabras nobles se ocultan los intereses, él puede concurrir a sufragar ilusionadamente el día de las elecciones. Él, al igual que cualquiera de nosotros, vive en virtud de alguna ficción que le hace llevadera su existencia. Por eso, es comprensible que no soporte al iconoclasta que resquebraja sus ilusiones y le insinúa que tras los ideales se ocultan los intereses y, además, le demuestra que las palabras que más ama implican ciertas ficciones.
¿Es reversible el desencanto con el quehacer político en el corto plazo? Es imposible saberlo. Cuando un mito se extingue, no tarda en surgir otro. Las restauraciones siempre son efímeras y la muchedumbre siempre prefiere lo verosímil a lo veraz. Los creyentes, los colectivistas, los que están ansiosos por legitimar sus precarias posiciones de poder creen que la situación se puede revertir apelando a un viejo medio para fomentar creencias: la enseñanza de la educación cívica. Efectivamente, es un buen medio para alcanzar ese fin y conjurar así el fantasma del nihilismo que cada vez se acerca más. Por el contrario, si se quiere acelerar el proceso de desencanto con la política habría que enseñar ciencia política para que los ciudadanos puedan ver a la política y los políticos sin visillos románticos. También cabe la posibilidad que se termine de destruir lo que va quedando de la mitología de la vieja política recurriendo al artificio de levantar una mitología alternativa como lo han hecho algunos movimientos radicales en el último tiempo.
En definitiva, el nihilismo es una consecuencia de la profanación de la inocencia y se manifiesta como desencanto, apatía o desafección con el quehacer político. De hecho, una parte —no, por cierto, la más numerosa— de los abstencionistas son personas instruidas que descreen no de la política, pero sí de los políticos. Quizás se trate de personas lúcidas, como diría Cioran, que se sienten distantes de todo frenesí y que son alérgicos a los fanatismos y los sectarismos.
FUENTE: EL MOSTRADOR

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