viernes, 21 de noviembre de 2014

Guido Girardi Lavín, senador PPD

“Yo puedo predecir el mundo”

El senador que más aportes reservados de empresas recibió el año pasado para su campaña (504 millones de pesos en moneda nacional), tiene sobre su escritorio parlamentario un toro de cerámica patas arriba. El bovino representa el libremercado y su dueño lo mantiene de cabeza y en penitencia. Hoy está en la palestra por su arremetida contra las transnacionales de alimentos por la nueva Ley de Etiquetado de los Alimentos.
–Si me preguntan: ¿quieres ir a Nueva York? –dice el senador.
–…
-¡No!
–¿…?
–Yo quiero ir a Taltal.
–…
–Mil veces.
–…
–En eso también la Paula sabía.

Guido está sentado frente a mí, usándome. Detrás suyo, en una ventana de piso a cielo el día llega lentamente a su fin sobre el centro de la capital. Sin saberlo, el senador me usa para explicarse los últimos comportamientos de Paula.
Hace unos 20 años que entró en su vida. Venía con un hijo, Lucas, y no pasó mucho tiempo hasta que él se mudó, donde ellos. Porque en este matrimonio, el marido no es el dueño de la casa que habitan. Partieron en La Reina hasta que, cansada de atravesar Santiago de este a oeste, Paula contactó a una corredora de propiedades. A él le hubiera gustado aprovechar el momento para construirse la casa de sus sueños. Algo en El Arrayán, donde hace más de dos décadas compró un terreno a 0,1 Unidad de Fomento, dice, a los pies del cerro Pochoco, en Camino del Alto. Pero como en este matrimonio el marido tampoco es el que decide, la esposa vendió, fue al banco, pidió un crédito y compró otra casa. Esta vez en Vitacura, a cuatro cuadras del colegio de los niños y a dos de donde él creció y todavía viven sus padres, Guido y Rosa.
–Nueva York, entonces, no te interesa –le digo, intentando contribuir con mi papel.
–No es que no me interese, pero mi centro magnético está mirando las estrellas, en esas playas maravillosas que no tienen a naaadie.

El senador está hablando de playas como Cifuncho o Las Tórtolas, en la Región de Antofagasta, una costa de arena suave, aguas quietas y cielos limpios, muy cerca de Taltal, ciudad amor del parlamentario, donde vive una persona cada dos kilómetros.
–¿No me vas a invitar? –se vio obligado a preguntarle.
–No –respondió Paula–. Quiero ir sola con mis tres hijos hombres.

***
Había leído que admiraba a Julio Verne, así que la primera vez que nos vimos, de inmediato, le pregunté por él. Estaba sentado y me ofrecía una voz sosegada. A mí me distraía su cuerpo, que no hallaba el mismo sosiego. Las piernas sin rumbo, innovando posiciones; las manos, abriéndose-cerrándose-abriéndose, como implorando al cielo; o el índice y el pulgar comprimiendo el lóbulo de la oreja izquierda para liberarlo ya ardiendo, como si hubiera andado de paso por el infierno. Creo que fue mientras yo apreciaba el granate profundo que recién había adquirido su carnosidad auditiva cuando la palabra se dejó ver. “Es un personaje maravilloso”, me dijo, y después de un rato, de nuevo y, luego, de nuevo y, así, hasta que, igual que su incuestionable inquietud física,maravilloso, la palabra madre de todos los cuentos de hadas y de magia, ya no nos abandonó más.
Guido tiene más de medio siglo, la idea de que la vida llegó desde Marte y un maestro francés, Edgar Morin, que es sociólogo, nonagenario, filósofo y ex comunista. Con él, cual guión de película gala, dice que se reúne una vez al año desde hace veinte, en un pequeño pueblo de Francia, al lado de Poitiers. Suena romántico pero Guido, como todo acuariano, es más práctico que otra cosa y en el amor, admite dos mujeres. Las dos atractivas, pálidas y también profesionales. Dos rubias de verdad, no de peluquería.
A los 26 años, fue Daniela y una hija, Antonia, que de grande se bautizó, cuando él es ateo y siempre le inculcó que era hija del Big Bang y que sus padres astrales eran las bacterias. Y después, desoyéndolo de nuevo, la primogénita estudió Filosofía y no Medicina. “Son los caminos de la vida”, comentó él, comprensivo cual manual. “Es una opción de ella, una opción maravillosa”.
En su casa de Olmué, Girardi es vecino de Daniela y, a veces, ella y su nueva pareja, Cristián, director de televisión con quien el senador se lleva “maravilloso”, lo invitan, con Paula, a comer. Otras veces ocurre al revés y ellos los reciben y agasajan. Y algunas veces (ha ocurrido) una de las dos parejas viaja y la otra se hace cargo de los niños, porque Guido tiene hoy, con su primera mujer, “una relación maravillosa”.
***
–En este país nadie lee –me dice de pie junto a la puerta, cuando nos estamos despidiendo–. Nadie lee naaada –vuelve a decir, entusiasmándose–, nadie sabe naaada. Por eso yo siempre digo: en el mundo de los ciegos –y guarda un breve silencio– el tuerto es rey.
Una carcajada desborda su oficina alta. Es mía y él se complace.
–A cualquier parte, no necesito nunca aprenderme nada –prosigue– porque yooo, hoy día tuve que ir a hablar de Smartcity, de ciudad inteligente, a un seminario.
-¿Y no tuviste que preparar nada?
-¡Naaada! He leído tanto –me dice y abre los brazos para cuantificarlo–. De eso de las tecnologías de las telecomunicaciones de energía de las ciudades a mí ¿te das cuenta? –y no escribo comas porque no las hubo, el senador hablaba rápido y sin detenerse– o si tengo que ir a hacer una charla de agua mañana tengo una charla de energía con el ministro en la Usach.
-¿Y no necesitas prepararla?
-Nooo.
-¿Improvisas?
-No, no improviso, sé y además tengo una visión que ni siquiera tienen los científicos porque hasta los científicos sólo leen las últimas publicaciones de Nature, de Science y yo puedo hablar de igual a igual, ¿por qué?, porque el conocimiento está ahí y no todos lo dominan, o sea, te da una ventaja también muy grande.

Guido sabe cómo vanagloriarse y sin pudor, lo hace recitando (con un sonsonete de enumeración) que las farmacias, que la nacionalización del agua, que los homosexuales, que… que fui el primero que, el primero que habló en Chile de los homosexuales y de que se podían casar y también tener hijos, el primero que habló de partido ciudadano, el primero que denunció, el primero que, el primero, primero.
–Le he puesto ideas y contenido. O sea, yo creo que no hay… hay poca gente que haya aportado tantas ideas como nosotros –sostiene cambiando abruptamente a la tercera persona.
El senador se ufana también de su vida, una vida sin plan. Dice que nunca sabe lo que va a hacer, ni siquiera mañana.
-Por eso me debe haber costado tanto juntarme contigo –le digo, pensando en los meses que lo llamé a su celular y me respondió amablemente para pedirme que lo volviera a llamar, tal día y a tal hora y así, tan circularmente que llegué a temer, eternamente.
–No tengo agenda. Voy haciendo lo que me va pareciendo, o sea, voy cambiando, vivo una vida exploratoria.
-¿Cómo exploratoria? Si cada semana vas, ciertos días fijos, al Congreso, a Valparaíso, desde hace…
-Nooo –me interrumpe–. Porque es, está bien, es parte ya de mi vida.
-Entonces, dentro de lo que se puede, ¿dices tú?
-Claaro. Yo no sé lo que voy a hacer los fines de semaaana, no sé lo que voy a hacer cuando la Paula se vaaaya, no me gusta formatearme.

***
A veces Paula se aburre. Esa manía que tiene su marido de llenarle la casa de cachivaches. No sé si ocupa esa palabra, pero en su lugar yo la ocuparía. Para donde mire hay santos y budas observándola. Y plantas y monedas y tanto más con que él aparece. Este hombre es recolector, un coleccionista en serio de todo.

–No te preocupes, lo único que no colecciono son mujeres –me cuenta, autocomplacido, que le dice a su mujer. Y yo me quedo pensando en lo que esas palabras harán con ella mientras él sigue hablándome de su matrimonio y valiéndose de esa misma contundencia a la que suele echar mano en temas varios, remata: nosotros tenemos una complementariedad absoluta. Se jacta de que con ella él no conduce ni elige el vino y además acata si la decisión es, por ejemplo, que no habrá nana puertas adentro y tampoco los fines de semana, porque los niños hombres tienen que aprender a hacerse solos sus cosas.
Diez años atrás, estimulada por él, Paula participó en una elección política. Fue concejala durante un período y jamás volvió a postularse.
–Es demasiado inteligente para la política. Ella viaja por el mundo con la Carmen Romero por el Teatro a Mil, hace cosas maravillosas, mujer liberada, ¿cachai?
***
En política, cuando aún no cumplía los 30, Guido se sumó a la primera elección democrática, después de los años de dictadura, como candidato a diputado por Las Condes. Perdió, dicen que era tímido. ¿Habrá usado ya esas corbatas de colores encendidos o los calcetines que no combinan? El éxito, lo que se dice éxito, con aplauso nacional y todo, le llegó cuando Patricio Aylwin, primer Presidente después de Augusto, lo nombró en un cargo que no era apetecido ni disputado. Un cargo invisible hasta entonces y, en rigor, después de él (¿quién conoce a otro director del Servicio de Salud Metropolitano del Ambiente –Sesma–?). Girardi se erigió cual adalid de la higiene y cerró fábricas de embutidos y restoranes ante un país boquiabierto frente al televisor, un país que se esforzaba por dejar atrás esos años largos donde la máxima creatividad a la que estuvimos expuestos fueron las frases de Augusto o los martes del Almirante Merino.
Fue en esos años primigenios cuando Guido cultivó sus contactos en salud pública e inmediaciones, cuando se hizo diestro en el oficio del impacto mediático certero que sabe cómo rendir. Ruido o silencio, silencio o ruido, según el caso y la posterior capitalización y el consiguiente poder que se abulta y los amigos y los no tanto. El modus operandi del senador persistiría, en la misma senda de esos derroteros de ayer, bien acompañado de una red de funcionarios, amigos en línea dispuestos a socorrerlo desde sus plazas públicas; y él, alimentando, con dedicación y perseverancia de declaraciones vilipendiosas, ese perfil de político antiempresa siempre del lado de los más débiles en este mundo hostil. Mundo del que, sin embargo, resulta ser un hijo bien tratado porque a nadie las empresas obsequiaron más dinero (para su campaña del año 2013) que a Girardi: 504 millones de pesos, 800 y tantos mil dólares. Guido se sirvió el pedazo más grande de la torta, donde a modo de guinda hay cremosas susceptibilidades, porque ¿son reservados los aportes reservados de las empresas?, ¿dan las empresas sin esperar nada a cambio?

Guido, ya en el Sesma, descubrió, o le soplaron, el valor de un delantal si es que es blanco y bajo su hechizo se hizo de miles de votos que le sirvieron para recalar en el Congreso, de donde nunca más se movió. Durante una década, Girardi no conoció el otro lado e incluso llegó a ser considerado la carta presidencial más prometedora de su partido. Algunos dicen que no ha renunciado a serlo, y es probable, pero desde hace doce años que este hombre, que ha ido perdiendo pelo de un modo bastante feo y al que no contribuye en nada bueno la chasquilla, tiene que explicarse.
Porque Girardi ha tenido que explicar, por ejemplo, por qué tomó 4 millones de pesos (del 2002) de los fondos de la Cámara de Diputados para pagar un envío personal, de 24 mil cartas, a sus militantes buscando reelegirse presidente de su colectividad. Esa fue la primera. También ha tenido que explicar por qué un menor de iniciales LZ dijo que él le había ofrecido un par de zapatillas nuevas a cambio de acusar a un parlamentario de derecha de participar en esas ya legendarias fiestas de abuso y pedofilia del empresario Claudio Spiniak. Explicar también por qué un auto suyo llevó a ese menor a hablar a un canal de televisión. Explicar por qué el programa de investigación periodística ‘Contacto’ de Canal 13 lo vinculó con empresas recolectoras de basura sobre las cuales se sospecharon licitaciones irregulares. Explicar por qué su comando presentó una vez dos facturas de una empresa inexistente para rendir gastos de campaña ante el Servicio Electoral. Y por qué mientras era investigado por ello confidenció que tenía un tumor cerebral que, sin tratamiento mediante, afortunadamente no volvió a molestarlo. Explicar por qué cuando un carabinero detuvo a su chofer camino a Valparaíso y le pasó una infracción por conducir a exceso de velocidad, él telefoneó a la subsecretaria de Carabineros exigiéndole que sancionara al funcionario que lo desconocía.
***
De todas las palabras que le han servido a Guido para explicarse, la más fiel al mensaje que busca transmitir, me parece que es complot. Un complot alude a una maquinación, a esa operación oculta e inteligente cuyo móvil sería hacer daño sobre la base de mentiras. ¿Cuánto propio contiene esa hipótesis? ¿Vislumbramos afuera lo que tenemos presente dentro?
Cuentan que manejas la máquina del partido le digo (el Zar, el Padrino, son algunos de los sobrenombres que se le conocen) y, antes de que termine la pregunta, ya me ha respondido como responde siempre, que no. Y ¿qué es la máquina? Se habla de leales y traidores, de gente que se ampara y gente que se torpedea, favores que se conceden o deben o deniegan. Girardi adopta entonces una voz lenta que, aunque poco habituada, se afana en modular. Es una voz didáctica, amable y desapasionada que escucho mientras imagino esa vehemencia italiana que algunos han descrito con detalles que le coge cuando se le niega un favor político. Me dice que toda esta historia es por sus vínculos, porque tiene muchos, porque, cual evangélico –dice así– ha recorrido el partido de norte a sur y conoce cada rincón de Chile.
Hace dos años, la supuesta máquina del senador saltó a la pantalla grande, templando una de esas noches frías que trae junio en Santiago. Andrés Velasco, ex ministro de Hacienda y en ese momento precandidato presidencial e invitado al programa ‘Tolerancia Cero’, espabiló a los chilenos que ese domingo, tarde, veíamos televisión abierta.
–Girardi no es el líder de la izquierda, es el líder del clientelismo y las malas prácticas –espetó Velasco, y pasó a relatar que años atrás, ad portas de asumir la cartera, el parlamentario lo telefoneó, compeliéndolo a contratar a doce personas de su alero. Como él se habría negado, alegando que, si eran buenos, postularan, Guido habría respondido: ‘Así nos vamos a ir’. Y, según el ex ministro, el senador no habría apoyado ningún proyecto de Hacienda.
El senador esgrimió los intereses políticos del ex ministro como explicación y dijo “a lo mejor lo llamé por teléfono, no me acuerdo, pero si lo hice debió ser para saludarlo por el cargo”. Fue la ocasión para alumbrar, con nueva luz, viejas rencillas. Velasco no era el único que revelaba haber conocido en primera persona los supuestos apremios y desquites de Girardi. Muchos se confesaron felices de que por fin alguien lo dijera.
Por estos días hay una investigación en curso y, tal vez, las prácticas de Andrés Velasco no sean tan blancas; blanca, blanca paloma, así es como él quiere quedar, dijo una vez Guido.
–Yo no tengo problemas con Andrés Velasco –me dice ahora, días antes de que explotara lo de la investigación–. Él tiene problemas conmigo. Y vamos a ver si sus prácticas y las de su Fuerza Pública son consistentes, porque yo nunca he hecho lobbies por el agua, nunca he hecho lobbypara las AFP, para las Isapres.
-Para las tabacaleras –trato de aportar.
-Para las tabacaleras… –reitera, pero de inmediato se detiene y debe haber pensado ‘¿y ésta será tonta?’ antes de corregirme:– estoy hablando de cosas que él sí ha hecho.
-Aaah.
-Para mí Velasco no es un tema, nooo, no, no me… –esboza en un tono más apacible y más alto. Es como si le naciera en la garganta, una voz con un falsete de esos que todos a veces, cuando estamos tensos, componemos con las últimas cuerdas de la laringe. Y mientras lo dice, acaricia su corbata de flores amarillas y de distintos tamaños. De pronto, la estira, la corbata; y luego la sube y después la baja, la sube, la baja, como calibrando algo, como si se fuera a medir la puntería. Y entonces a mí me da por pensar en corbatas y paraguas, en rifles, balas, lapiceras, pipas. Me lleno de símbolos, todos fálicos, hasta que su voz me trae de regreso.
-Yo pienso que Velasco se siente totalmente ajeno a lo que significa la Nueva Mayoría.
-¿Está equivocado de lugar?
-Él está en el lugar donde quiere estar nomás –dice, aprovechando de resbalar la espalda, además de las palabras, por el respaldo de cuero negro. Lo hace hasta que consigue ponerse horizontalmente y cruzar las piernas a la manera en que acostumbran los hombres y en ese momento la que ha quedado en ángulo recto sobre la otra se mueve, se mueve, fundamentalmente se mueve el pie, en movimientos cortos y rápidos, arriba, abajo, arriba, abajo, como antes hizo la corbata floreada.

***
–¡José Luis! ¡José Luiiiiis! Espera (a mí). ¡Eduaaardo! Dile a Patricio Muñoz que venga un poquito –entra un hombre joven–. Patricio, tienes que llamar al Jefe de Gabinete del Subsecretario ¿ah?
–Ya –asiente Patricio.
–Porque le dije que me parecía el colmo que a esta persona ni siquiera la hubieran derivado y que, si se moría, nosotros íbamos a ayudar a la familia en las acciones legales contra el hospital, ¿mmm? Porque era totalmente negligente su accionar, ¿me lo mandaste a girardilavín?

***
Paula partió a Nueva York como quería: sola con sus hijos hombres (Lucas, Luciano, Doménico). Guido también tomó un avión y sobrevoló el país, 800 kilómetros en dirección norte. Dejó la capital por unos días. Se bajó cerca de Copiapó, en el aeropuerto Desierto de Atacama y acompañado de un chino en sus cincuenta y una preadolescente cristalina tomó un auto (imagino que con chofer) y enfiló hasta la Panamericana Norte. A recorrer 150 kilómetros de polvo, casi 3 horas de sol sin clemencia, antes de llegar a puerto. El puerto era Taltal, último pueblo minero que va quedando en el país. El chino, Yang Wanming, oriundo de Beijing, embajador de China en Chile, hoy en Argentina. La niña, Elisa Girardi, once años.
Hace dos años que Yang vivía en Santiago, nunca había bajado a una mina en Chile y el senador lo invitó. La mina era la pequeña que posee el dueño de la hostería de Taltal, Bernardo Tay, alias el Nano, hijo de inmigrante y amigo del parlamentario, también dueño de la farmacia, también chino. “Todo muy meritocrático”, acentúa Guido, que entre las cucardas de colores de la hostería se mueve mejor que en su casa. Ahí, en el número 671 de la calle Esmeralda, a pasos de la plaza Arturo Prat, suele salir a la terraza que estrecha la bahía para saborear el aire de mar y las preparaciones del chef, un peruano al que no deja de recomendar y al parecer correctamente, según TripAdvisor. Esos días de agosto, mientras Paula paseaba cerca de la Estatua de la Libertad, Girardi llevó a Wanming y a Elisa al observatorio Cerro Paranal, el mejor del mundo, y gracias al Very Large Telescope pudieron ver lo que sucedió en el universo hace 10 mil millones de años luz.
***
–Desde chico supe que esta planta –y en ese momento el senador se da media vuelta en su silla giratoria– era un ancestro y un hermano, que tenía inteligencia, que tenía emociones –dice, mientras acaricia delicadamente una hoja de la mata que crece a su lado, dentro de un macetero y cerca de la luz.
Suena el teléfono de su escritorio y Girardi contesta.
–¿Aló? Aló, sí. Con él. ¿Cómo estás? ¿De quién? Te escucho, te escucho. Sí, sí, yo sé. Dile que me llame, dile que me llame.
***
Es lunes, primer día del mes de septiembre, y afuera, de donde acabo de llegar, llueve con desesperación y frío. Dentro del edificio francés del siglo XIX, el aire está caldeado y los mozos se pasean con uniforme y una bandeja redonda al final del brazo en alto. Guido se ha repantigado en el sillón. Está concentrado en la pantalla de su Ipad y con el pulgar y el índice, tamaño mediano como sus manos, acaricia mi lapicera Mont Blanc.
Nathalie, Nathalieeee…
Gilbert Bécaud le canta al amor imposible entre un francés y una rusa en Moscú. Su voz fortalece el aire a club de provincia que se respira entre las calles Morandé y Compañía, dentro del edificio del Congreso en Santiago. A pesar del charme de la chanson française que se arranca por el parlante de su aparato Apple, el senador no canta ni canturrea, ni siquiera mueve los labios. Cada tanto, sí, y sin mirarme, escoge otra melodía, me dice ésta sí la tienes que conocer y anota su nombre en mi bloc que ahora comparte escritorio parlamentario con un toro de cerámica patas arriba, de cabeza, que es el libremercado y que su dueño, Girardi, ha puesto en penitencia. A sus espaldas, Salvador Allende, en fotos, en pósteres. A sus pies, dos alfombras chilotas de lana cruda y color ruidoso. A su lado, cinco bonsáis recién aparecidos en observación. En su celular, unsticker de Darwin.
–Romántica tu música –comento, genuinamente sorprendida.
–¿Sabes lo que pasa? –me pregunta sin esperar respuesta–: es que soy un nostálgico.

***
En la página de Facebook del senador hay una foto de diciembre del año pasado. Sebastián Piñera era nuestro Presidente y coincide con Guido en la comuna de Cerrillos. Los dos visten chaquetas azul oscuro, estiran los brazos y se dan la mano. No sé qué ocurre antes, entre esas manos que se encuentran en la inauguración de un hospital, pero en la captura del fotógrafo, en ese gesto de un instante, Guido se muestra. Los dedos del Presidente cuelgan sin propósito, saludando flojos a los suyos, que sostienen resueltos esa mano presidencial que se le entrega. Girardi fija la vista en el mandatario, sus ojos por delante, penetrantes y la mirada categórica, sin concesiones, al fondo de las pupilas de Piñera, que sonríe pero a medias y esquiva y mira huidizo.

***
En una sala contigua a la oficina del parlamentario la mesa está puesta, lista para que siete personas almuercen.
–Pasen al lado –voceó él, unos veinte minutos atrás, sin abandonar su escritorio y en dirección al barullo del pasillo.
Son directores de los Servicios de Salud de Santiago los que lo esperan y, a pesar de que el propio Guido fue quien los citó, no se apura conmigo para ir a su encuentro. Cuentan que esos directores son de sus huestes, serían leales que le deben el cargo, que operan a su favor.
–Me gustaría quedarme a almorzar –le digo.
–No se puede, tendría que haberles avisado que era con prensa.

Hemos escuchado a Le Forestier, Yves Duteil y Moustaki y vendrán Gainsbourg, Jacques Brel, Brassens. Es su música más querida y la idea de compartirla conmigo quedó flotando la vez anterior que lo visité. Una promesa que suponía olvidada por él, que intentó abrirla, de ese mismo Ipad que ahora suena, pero no hubo caso. El problema era que no se acordaba de un correo o de una clave, masculló. Girardi hace mucho eso, mascullar, hablar entre dientes, comerse artículos, tragarse vocales, zamparse pronombres. La segunda vez que nos vimos, se preparó y, hace algunos minutos, mientras procuraba convencerme de que su onicofagia no es para tanto, me dio la sorpresa.
–Ya, Xime, acá encontré la música francesa que tú querías.
–¡Qué memoria! –lo halagué, acercándole mi lapicera, mi bloc Rhein y deslizando unte voy a pedir que por favor me escribas los nombres porque yo francés… Lo vi dudar, si recibir o no mis cosas, como si pudiera estar tendiéndole una trampa. Cómo no, años de vida en política no son inocuos.
–Tengo casi toda la música francesa –presumió y se arrojó a revivir muertos–. Sus cantantes además de que ya se fueron, no se le parecen mucho. Son estilosos, delgados, fumadores y urbanos de ropa oscura. Él tiene panza, viste colores chillones y pasea por Chile en una Motorhome propia. Girardi no bebió una gota de alcohol los primeros 30 años de su vida (hasta que su mujer tuvo que enseñarle), detesta el tabaco, lleva las patillas afeitadas, las uñas comidas y un reloj seleccionado con criterios sin duda ajenos a la estética. Pero Girardi también dice admirar profundamente la civilización francesa y de niño vivió en París y hoy en el colegio (Alianza Francesa) tiene categoría de hijo de ex alumno, ex alumno y apoderado. Y, además, disfruta de su nacionalidad francesa como de Andrée Brière, la Dedé, esa abuela que, viviendo en Santiago, nunca habló ni cocinó nada que no fuera del país de los pirineos.

Una nueva voz nos llega, se ha arrancado del Ipad que él comanda, taciturno, presente ausentecomo suele sentírsele.
–Serge Gainsbourg, ‘La Recette de l’amour fou’ –clarifica, en una pronunciación exquisita que no puedo no comentarle aunque esté mudo y absorto delante de la pantalla y así continuará–. ¿Quién le habrá enseñado que los piropos no se responden? Un grito metálico fracturó en ese punto nuestro no-diálogo, el que, a ratos, yo había tratado de quebrar con algo, con cualquier cosa, cualquiera con tal de dar con algo, algún desasosiego, alguna exaltación, algo, la lluvia helada de la calle que me acababa de empapar, algo. Y cuando las cuerdas de una guitarra suspiraron, tanteé su mirada, pero no fue posible, no abandonó el monitor. Estaba ahí, encerrado ahí, como escapándose de mí. Y cuando la guitarra lloró, sin salirse de la pantalla, habló, dijo que era Carlo do Carmo y que le gustaba mucho.
Girardi no me miraba y había puesto un fado, uno que habla de ser niño y crecer pobre.
–Escucho música cuando leo –fue la revelación–. Mira, este es el último –dijo y tomó un libro que estaba junto al computador (que no era un Mac) para acercármelo.
El Futuro de Nuestra Mente, de Michio Kaku, japonés y norteamericano, doctor en física de Harvard y exitoso divulgador científico (catorce libros publicados). El libro acaba de aparecer, él lo tiene en español y está feliz porque aún no se encuentra disponible en Chile.
–Me acaba de llegar.
–¿Dónde lo compraste?
–En internet.
–Ya, pero ¿dónde?, ¿en qué librería?, ¿en Amazon?
–En internet.

No insistí, no sé responder a esos hablares medio trasnochados, así que mejor busqué refugio en la contratapa del libro. Si me decidía a leerlo, sabría, igual que él, aún sin entender mayormente de neurociencias ni física (como es mi caso), lo que ocurre hoy en los laboratorios más importantes del mundo. Por ejemplo: ¿estaba enterada de que “podríamos llegar a tener una pastilla inteligente que incrementara nuestro conocimiento” exclusivamente mediante la ingesta del comprimido?
***
–Imagínate que se le vaya la mamá dos meses. A la Elisa hay que hacerle contención.
Guido se refiere a que el mes pasado, Paula, antropóloga de cuarenta y tantos y madre de cuatro hijos (ya de regreso de su viaje a Nueva York), nuevamente armó maleta.
***
Como si fuera algo de lo que avergonzarse o esconder, una dolencia fatal y contagiosa, Girardi minimiza su vida política. Dice que debió haber sido físico pero que se dio cuenta tarde, que su sueño es ser una especie de enciclopedista del sentir lo que viene, que hasta el 2000 sólo se dedicó a la ecología, que recién ahí fue presidente de su partido (y sólo porque le insistieron tanto) y, además, que a lo que él se dedica es “a la ciencia, al trasfondo intelectual de la política”.
–Mi pasión es la paleontología –dice y agrega que es el estudio de los fósiles y se refiere a la “biología evolutiva” y a la “astrofísica”–. Ese es mi saber –asiente– y trabajo con un maestro que es Michel Brunet, un Premio Nacional de Ciencias francés que descubrió Toumaï (el bípedo más antiguo encontrado), un astro de verdad y me enseña y me ha invitado a África.
–¿Y has ido?
-Sí… no, no pero me enseña ¿te das cuenta?
–¿…?
–Entiende, mi vida no está en la política. No. Yo me dedico a leer sobre ciencia y hago mis congresos del futuro. Yo choqué con la política, como los dinosaurios que les cayó un asteroide en la cabeza.

Guido, primogénito de cuatro, protagonista ininterrumpido de la política chilena desde sus veintitantos, desde antes de que Chile volviera a ser democrático, e integrante del Congreso por más de dos décadas, postula que nada de lo que le ha ocurrido, nada, fue soñado.
–Nunca tuve vocación política, fue un azar.
–Tenía entendido que había políticos en tu familia.
–Mi abuelo había sido alcalde pero era médico, no tenía identidad como político.

Guido padre piensa distinto. Para él, la vocación política sólo se saltó una generación en la familia, la suya, y fue su propio padre, completa sangre italiana, Treviso Girardi Tonelli (uno de los fundadores de la Falange Nacional, dos veces regidor y alcalde de Quinta Normal en los años sesenta), “el verdadero mentor” de su primer hijo “que de chico andaba con una foto de su abuelo”, demostrando interés por los asuntos de la polis.
***
El martes 15 de marzo del 2011 Guido se empinó al puesto más encumbrado de su vida política: presidente del Senado.
Durante los siguientes doce meses fue la tercera autoridad más poderosa del país y hubo que aludirlo como “Su Excelencia” en cualquier comunicación oficial. Ese día, el periodista de radio Bío Bío, Tomás Moschiatti, salió al aire bastante ofuscado, refiriéndose a lo que llamó “el prontuario” de un senador que “en un estado democrático en serio, nunca podría haber sido ni senador”.
–Es el cuoteo y no sus méritos –postuló, interpretando a no pocos chilenos.
¿Por qué?, se lo pregunté a este senador para quien los ratones son sus ancestros. Su réplica se pobló de una sola palabra: poder.
–Porque cuando se pisan los callos de los poderosos se tienen enemigos poderosos y no hay poderoso con el que yo no me haya peleado.
Toc toc toc.
–Me pregunta la Marcela que cuándo va a terminar –una voz de hombre viene desde la puerta, a mis espaldas.
Estuve con la Marcela cuando llegué, ella ya lo aguardaba. Es una mujer de unos treinta años, morena, secretaria, asistente o algo así.
–Dile que cuando termine –responde el senador, y no se le mueve un músculo (ni de la cara ni del cuerpo).
***
Corría el mes de la patria cuando Paula se subió a un avión, para volar algo más de once mil kilómetros, sola, no sé en qué línea, no sé en qué clase.
***
El senador está explayándose sobre lo incomprendido que se siente. No hay forma de cambiar de tema más que interrumpirlo. Tampoco es un problema, no, no le molesta ser interrumpido, nada. Y eso es, quizá, porque está ahí, enfrente de uno, hablando y hablando y, en el fondo, tan pero tan poderosamente aburrido como uno. Quizá. En todo caso, lo que se extraña con él es aquello que en literatura, entre escritores, se llama nervio. Y me atrevo a pensar que ocurre porque Guido está siempre haciendo la pega, todo el rato, haciendo la pega, la pega, la pega, entonces no hay carne, falta sangre. Por ejemplo, la marihuana –me dice– debiera ser legal. Ya. Y reaparece de inmediato, corriendo a tratar de barrer de cuajo cualquier suspicacia humana.

–Yo no soy consumidor de marihuana y nunca he consumido droga.
Resultado: cartón grueso. A veces, eso sí, desconcierta porque se le puede escuchar, a todo pulmón, proclamarse progresista y, minutos después, decir con seriedad que no quiere por ningún motivo que los niños se le vayan de la casa antes de los 35 años. 35. Guido está hiperbolizado, sus declaraciones trazan un mundo concluyente, dantesco, un Chile desindustrializado en una especie de Edad Media, sísmicamente desprotegido y con una institucionalidad ambiental obsoleta. Un país donde la derecha orquesta campañas del terror, chantajea, sabotea; un país donde si te dejas llevar, vas a empezar a buscar, y a tientas y en tinieblas, quién, ¿¡quién!?, te podría defender. Defender de las tabacaleras y las empresas de comida chatarra que, cual pedófilos, se afanan en enganchar niños ignorantes, y por eso hay que demandarlas ante la Unicef, en tanto nosotros, adultos pero igualmente ignorantes, comemos mariscos rebosantes de cadmio, pescados bañados en mercurio y viandas saturadas de plaguicidas y dioxinas y sal o azúcar o grasa arrebujadas en unos envoltorios frugales con imágenes de bellos campos de trigos amarillitos. Y estamos comiendo 12, 13 gramos de sal diarios y deberían ser 2 (dice él, aunque la OMS aconseja 5) y vamos a ser todos hipertensos y vamos a ser todos insulino alto.
–¿Por qué crees que las jaleas, los flanes o los yogures tienen sal si son dulces? –me interroga, asumiendo que no voy a saber, denunciando la utilización comercial de la hormona del placer por empresas de alimentos.
Cinco años atrás, cuando se apersonó en el mundo la gripe A(H1N1), Guido hizo fiesta con su ánimo apocalíptico. Estimó correcto alertar a la población acerca del peor escenario posible, así que sacó cuentas, dice, usando los datos del Ministerio de Salud, y reveló que, fácilmente, serían 100 mil las muertes. La gente entró en pánico y la Presidenta Bachelet, irritada y en cadena nacional, pidió a las autoridades que, por favor, tuvieran prudencia con sus decires. No murieron más personas que en una gripe estacional común y, sin embargo, el virus empobreció al Estado. Tiempo después, un ahora ex ministro de Salud, Jaime Mañalich, diría que Guido, con sus números, hizo ganar al laboratorio Roche tres mil millones de pesos por no sé cuántas cajas de Tamiflú que terminaron arrumadas, olvidadas y vencidas en la bodega de la Central de Abastecimientos del país.
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Guido se ha levantado del asiento. Lleva unos pantalones gris oscuro que, para mi gusto, le van mal, creo que porque están cortos. Son Banana Republic (lo noto por casualidad) y se lo quiero comentar porque recién estuvo quejándose, desesperanzado, de esta sociedad que no ve la belleza, que no mira las estrellas, que deposita su sentido en las marcas. Pero cuando voy a hacerlo, me arrepiento, está nadando en orgullo propio, esta vez por el Congreso del Futuro. Que viene ese economista que ha revolucionado el mundo, dice, y el investigador más importante de fusión nuclear también y uno de los más importantes en inteligencia artificial y el más importante en preservación del océano y… Y los primeros días del próximo año tendrá a sus invitados acá. “Mi Comisión del Futuro”, reitera con sentido de propiedad y razón, porque es la comisión parlamentaria que él preside y que responde, desde hace cuatro años, por este encuentro que nació, bajo su amparo, para que política y ciencias dialogaran, conquistando con trabajo una buena reputación internacional.
–Esta es mi pasión –despacha y estira ciertas vocales para transmitirme el placer–, es lo que yo disfruuuto, lo paso bieeen, me entreteeengo, me guuusta. Porque yo sé –me informa– que el mundo que viene es un mundo que pasa primero por la ciencia, así que yo puedo predecir ese mundo.
–Bien, bien –intento ponderar y él toma su Ipad, como para ayudarme.
–Sólo para mostrarte –dice, acomodándolo en un punto donde los dos vemos la pantalla. Voy a abrir una, ya está, la leo acá, tiqueo, corro las páginas y si me interesa algo… ¿te das cuenta? –porque Guido, para saber lo que le permite augurar el mañana, como advierte, además de leer libros que compra en Internet antes de que lleguen a Chile, lee revistas. Revistas científicas no impresas, a las que accede en el aparato.
–Leo comooo veinte… hay semanas que se me acumulan, no las puedo leer tooodas, pero normalmente estoy suscritooo, ojjjjj, mirooo… –es lo que escucho cuando bajo la velocidad de mi grabadora–. El otro día salió un artículo –me cuenta–, de que había células fotovoltaicas 50% eficientes en laboratorio y yo sé que eso ya viene porque lo vi, aquí –asiente y apunta al Ipad, transformándolo en prueba fehaciente de ese saber suyo.

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Paula está en Londres. Se ha ido a aprender inglés, idioma que le falta, que necesita por su trabajo, la justifica su marido.
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El senador estaba de dueño de casa (Presidente del Senado) cuando un jueves de primavera, a primera hora de la tarde, se vio a Felipe Bulnes salir tambaleándose del salón Los Presidentes, en el Congreso de Santiago. El entonces ministro de Educación partió raudo y molesto y le pidió a su chofer que se acercara a la comisaría más próxima, donde estampó una denuncia. Después, proclamó que Girardi no estaba a la altura de su cargo.
Lo que había ocurrido fue que unas cincuenta personas burlaron la seguridad del edificio de los honorables en la capital y, una vez dentro, forcejeando puertas, abriéndolas a patadas, se infiltraron hasta donde se debatía el presupuesto de la cartera. Los manifestantes golpearon la mesa de trabajo, aplastaron los documentos que había encima con su pancarta y repartieron garabatos entre los parlamentarios, acercándoseles a pocos centímetros para apuntarlos con el dedo hasta hacerlos sentir amenazados, como declararían después y ante la justicia los presentes. Algunos se subieron a la mesa para reclamar mejor mientras a los senadores se les pudo ver azorados y sin atinar . Luis Mariano Rendón, coordinador de un grupo cuyo nombre contiene la palabra ecológica, alentaba el desorden. Más de alguien me dijo que Rendón, que estudió Leyes en la Universidad de Chile y que gusta desde esos tiempos de las manifestaciones espectaculares como los ayunos, ha sido alguna vez en algo asesor de Girardi. Pero Girardi, cuando quiso aludirlo, había olvidado cómo se llamaba y se refirió al “pelotúo del…, este pesaooo, este ecologista, ya, después me acuerdo”. No volvió a acordarse.
Ese jueves de primavera el senador, de corbata morada, proclamó dando golpes de puño en el aire que no era partidario de la fuerza. Se negó a obligar a los manifestantes a salir de donde no habían entrado en regla. Los escuchó, les sonrió (lo que no hace frecuentemente), les dijo que los comprendía, que también era partidario de los plebiscitos, que también había estado en muchas tomas y que se podían quedar “hasta mañana, hasta pasado mañana, porque el Congreso les pertenece a todos”.
Y, ahora, orgulloso de sí mismo, recordándolo, me dice que lo volvería a hacer, que eran “puros de 12, 13, 14, 15, 16 años, la mayoría niñas y mamás” y que él preguntó si habían herido a alguien, aunque insultaron, eso sí, y él con eso no concuerda.
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–Que tenga el coraje… más bien la admiro, a la Paula. Yo no sé si sería capaz de irme dos meses –descarga, apoyando los codos en el escritorio y sosteniendo, entre sus manos, la cabeza para que descanse. Aguardo, a ver si esta vez el gesto se acompaña de una chasconeada, como ha ocurrido antes, porque es un gesto que ya le conozco, uno habitual en él (en distintos temas), un gesto que, si es que habla de desesperación, aquí, con él, lo hace en total reserva.
–¿Nunca te has ido dos meses?
–No.
–¿Extrañas?
–El territorio de Chile.
–…
–Sus colores y sus olores mee… mee… ¿suliveyan, cómo es?
–Así.
–Me cuesta, tengo mi cultura de partido, me cuesta –repite y vuelve al cortado que lo ha esperado bastante. Detrás suyo, la ventana de piso a cielo y el día, negro, que ya cayó sobre el centro de la capital.

El senador, que se considera disciplinado y un poco obsesivo en cosas como ir al gimnasio o lavarse los dientes, se encuentra actualmente a cargo de los niños y esperando a que su esposa vuelva

FUENTE: EL MOSTRADOR

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