viernes, 11 de diciembre de 2015

Opinión

América Latina: la democracia en retroceso

por  11 diciembre 2015
América Latina: la democracia en retroceso
Hasta fines del siglo pasado, la teoría indicaba que las democracias estables eran mesocráticas, y que una gran clase media era una base indispensable de mercados modernos y de desarrollos educacionales y científicos –además de políticos– para sustentar los saltos de crecimiento y bienestar de los países. Chile fue el paradigma de la región en ese sentido. Sin embargo, el modelo, con una fuerza irresistible, generó una concentración económica y polarizó la sociedad con una brecha de desigualdad que arrasó con la clase media. La democracia empezó a mostrar baches en su capacidad de absorber los problemas, lo que unido a la tendencia patrimonialista de las elites en el manejo del poder, ha terminado por minar la democracia y desprestigiar la política.
Nadie piensa que pueda existir una democracia sin debates. Ni debates sin arenas políticas capaces de acoger y expresar la diversidad ciudadana y la demanda de representación que existe en cualquier sociedad. También, aunque parezca obvio, deben existir propuestas que los generen y motiven de verdad.
La crisis de la política deriva de que ello no está ocurriendo de manera maciza en ninguna parte.
No se trata, como algunos creen, de elecciones periódicas y obligatoriedad del voto. Es algo más profundo, relacionado con la representación, en crisis por la emergencia de nuevos actores cuyas demandas quedan fuera de toda participación política y son prácticamente invisibles hasta que se hacen asistémicos.
Un análisis incluso superficial revela la existencia de una dualidad antagónica entre vida cotidiana y vida política, prácticamente irreversible, que los procesos eleccionarios no alcanzan a tipificar ni menos a zanjar. El resultado es una deslegitimación total del sistema político, que deja a las elites, que ostentan el poder, fuera de la realidad, gobernando sus propios problemas y encerradas en sus juegos de lenguaje.
Eso ocurre en Chile y en casi toda la región. Yerran quienes ven la dicotomía entre política y realidad como una contradicción doctrinaria entre izquierda y derecha, o entre un modo democrático y un modo autoritario en la gestión de la democracia. No es siquiera entre una tendencia leve hacia el liberalismo de mercado o una vuelta al estatismo paralizante. Es, en gran medida, el resultado de la visión instrumental de la democracia y sus mecanismos de gobierno, que han sido vaciados de valores sociales, y perduran solo como instituciones figuradas y sobredeterminadas por el poder económico. Las instituciones no son solo mecanismos de solución de problemas, son también, en el modo de sus prioridades, una manera legítima de provocarlos.
La década de los 90 del siglo pasado, enteramente dedicada a la recuperación electoral de la democracia en la casi totalidad de los países de la región, fue capturada por la idea de que el orden fiscal, la red de privatizaciones en la economía y una inserción activa en los circuitos financieros y comerciales de un mundo globalizado, eran la manera de asegurar crecimiento económico y estabilidad política. Conceptos como desarrollo, igualdad, o solidaridad internacional, desaparecieron del léxico político de los países, para ser reemplazados por crecimiento con equidad y competitividad. Algo aparentemente sutil pero muy significativo y profundo en la manera de ver las prioridades del desarrollo, doctrinariamente apalancado por todo el sistema de organismos multilaterales internacionales, como los Bancos de Desarrollo, el FMI, la Fao o el PNUD.
La década de los 90 del siglo pasado, enteramente dedicada a la recuperación electoral de la democracia en la casi totalidad de los países de la región, fue capturada por la idea de que el orden fiscal, la red de privatizaciones en la economía y una inserción activa en los circuitos financieros y comerciales de un mundo globalizado, eran la manera de asegurar crecimiento económico y estabilidad política. Conceptos como desarrollo, igualdad, o solidaridad internacional, desaparecieron del léxico político de los países, para ser reemplazados por crecimiento con equidad y competitividad. Algo aparentemente sutil pero muy significativo y profundo en la manera de ver las prioridades del desarrollo, doctrinariamente apalancado por todo el sistema de organismos multilaterales internacionales, como los Bancos de Desarrollo, el FMI, la Fao o el PNUD.
Asi, junto con la recuperación de la democracia y la derrota política de las dictaduras militares y civiles, hubo también un retorno a las materias primas, a los ajustes recesivos en el mundo laboral, a la desarticulación del tejido social, al dominio salvaje del mercado, que coincidió con tasas de crecimiento global significativamente positivas y con desarrollos de Estado y administración que, bajo el lema de gobernabilidad democrática, enmascararon los efectos perversos en el desarrollo estratégico de los países.
Las enormes brechas en los ingresos, el crecimiento informal de las ciudades, los bolsones de miseria, el trabajo precario y las migraciones del campo a la ciudad, provocaron que la luz de modernidad que alumbró los primeros años de la recuperada democracia de los años 90, diera lugar a pequeños enclaves de ultradesarrollo y modernidad frente a vastas estepas de pobreza y atraso, y que el impulso inicial se perdiera.
Hasta ese momento, fines del siglo pasado, la teoría indicaba que las democracias estables eran mesocráticas, y que una gran clase media era una base indispensable de mercados modernos y de desarrollos educacionales y científicos –además de políticos– para sustentar los saltos de crecimiento y bienestar de los países. Chile fue el paradigma de la región en ese sentido.
Sin embargo, el modelo, con una fuerza irresistible, generó una concentración económica y polarizó la sociedad con una brecha de desigualdad que arrasó con la clase media. La democracia empezó a mostrar baches en su capacidad de absorber los problemas, lo que unido a la tendencia patrimonialista de las elites en el manejo del poder, ha terminado por minar la democracia y desprestigiar la política.
Si esto no ha devenido en un problema crítico y de violencia social se debe en gran medida a la fragmentación y pérdida de cohesión de la sociedad, y a los traumas de la violencia dictatorial de las dictaduras de los años 80 del siglo pasado. Pero la violencia criminal que persiste en todos los países es grave para la ciudadanía y es una derivada bastarda de una situación que, perfectamente, puede terminar en un Estado génster.
Tampoco se ha producido una revolución de pensamiento social que innove sobre las instituciones políticas o augure el ascenso de un nuevo príncipe democrático.
Los recientes resultados electorales de Venezuela y Argentina indican un péndulo desde la izquierda populista hacia la derecha liberal dentro de un curso institucional, pero que no es estable ni dinámico, y que depende de negociaciones continuas para mantenerse en equilibrio precario. No tiene derrotero estratégico y, terriblemente agotadoras y frustrantes, tales negociaciones muchas veces se escenifican con la utilización de los derechos políticos y sociales de la gente como rehenes de acuerdos que solo son un juego de suma cero para la democracia.
En la región también se producen visiones dominadas por la idea de una democracia autóctona, con ejercicio temporalmente ilimitado del poder como algo legítimo. Ello ocurre en Bolivia y Ecuador con mucha claridad, produciendo democracias de mayoría y plebiscitarias sin respeto de las minorías, cuya única aspiración es la reelección indefinida de presidencias populistas, manipuladoras y autoritarias.
En este escenario, la corrupción administrativa y política es un común denominador en la mayoría de los países de la región, con manifestaciones graves en Brasil, Chile y Perú, y aunque aún no llega a tumbar gobiernos –a excepción de Guatemala–, debilita instituciones y aporta al juego instrumental de la política. Peor aún, la conjunción entre dinero y política está en punto crítico, sobre todo por los circuitos de dineros sucios que infectan la vida pública.
Cuánto más se prolongará la anomia entre realidad y política en la región, no es posible predecirlo. Lo seguro es que a corto plazo el cambio mayoritario de orientación doctrinaria puede ser total. Lo que no significa que el sistema político se manifieste más estable sino al revés, y que el juego preferido de los políticos no sea la maniobra de crisis y las alianzas ocasionales para vencer opositores, sin noción clara del camino a seguir.
Castillos de modernidad y estepas de miseria, articuladas por poderes institucionales precarios y masas ciudadanas indiferentes entregadas al autogobierno de lo cotidiano, no parece ser una hipótesis absurda si no se produce una renovación de las elites. Si la sociedad no se pliega a una idea de país o de nación con destino común, y si las instituciones no acogen de modo igual la enorme variedad de expresiones y demandas de la sociedad plural del siglo XXI, parece inevitable la profecía de la Nueva Edad Feudal.
La única noticia buena, como dijo un embajador político perteneciente a la añeja Cancillería chilena, parece ser el proceso de diálogo de paz en Colombia, entre el gobierno y una guerrilla de más de cincuenta años de existencia. No es que Colombia no tenga los defectos de los otros países, pero al parecer al menos ha encontrado un claro de racionalidad interelites para interpretar su problema político más urgente: la paz.
FUENTE: EL MOSTRADOR

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