lunes, 21 de diciembre de 2015

Opinión
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Sobre el problema constitucional y el extremismo de centro

por  21 diciembre 2015
Sobre el problema constitucional y el extremismo de centro
Todos estos esfuerzos, por cierto, se han estrellado contra el muro del extremismo de centro, que sin dar argumento alguno se apresura a calificar todo lo que no sea el ejercicio normal de potestades de reforma constitucional como “atajo (raro)”, “pillerías”, “resquicios”, etc. Como lo hace Patricio Zapata, por ejemplo, que lo llama “un atajo 2.0”, aunque solo cuando habla para la galería, porque cuando me habla en persona me asegura que cree que es perfectamente constitucional; o Francisco Zúñiga, que encuentra en la propuesta de plebiscito “un cierto tufillo a resquicio constitucional”, aunque no da argumento alguno que justifique su sensibilidad jurídico-olfativa.
(Réplica a Miguel Vatter y Renato Cristi, entre otros)

El extremismo de centro

Genaro Arriagada suele jactarse de ser un “extremista de centro”. Esta etiqueta, a mi juicio, es especialmente útil para describir la principal patología que hoy afecta a la discusión pública, especial pero no únicamente en materia constitucional. Para poder utilizarla provechosamente, sin embargo, es necesario un trabajo preliminar de clarificación.
Dicho trabajo debe comenzar notando que lo que Arriagada quiere decir cuando se autocalifica de “extremista de centro” es precisamente que no es extremista, porque defiende con la mayor intensidad un conjunto de ideas moderadas, razonables, equilibradas. Esta es una interesante característica de los conceptos políticos, que pueden devenir sus propios antónimos. Pero no es eso lo que me interesa ahora. Ahora me interesa preguntarme qué puede querer decir “extremismo de centro”, si mantenemos la idea de que “extremismo” es una patología de la acción política.
Este es entonces nuestro punto de partida: si “extremismo” significa extremismo, tendrá que ser una patología, un defecto de una posición política. Y el extremismo de centro tendrá que ser una patología característica del centro. Al contrario del uso de Arriagada, no es el que se mantiene fiel a sus ideas de razonabilidad y mesura, sino el que no se mantiene fiel a idea alguna, porque solo quiere estar siempre en el centro. Su extremismo radica en que para mantenerse en el medio está dispuesto a inventarse las posiciones que sean necesarias y las presentará como “extremos”.
Este extremista de centro comparte con el extremista de siempre su intolerancia e impaciencia para considerar las posiciones reales y su preocupación será dibujar dos extremos, por ficticios que sean, para poder decirse a sí mismo que está en el centro. Por cierto, ese espacio del centro inventado será el que originalmente ocupaba alguna de las dos posiciones originales, pero para llegar a él habrá sido necesario distorsionar la cuestión completa.
Hoy el extremismo de centro es una “sensibilidad” crecientemente extendida, lo que hace que el proceso sea a veces insólitamente autoconsciente. No es raro que los extremistas de centro recurran explícitamente a descripciones que ellos mismos aceptan que son distorsiones de la realidad. A veces lo hacen desvergonzadamente, como el autor de esta columna, que critica lo que llama “la ideología del otro modelo” después de, como él mismo dice, “describirla en forma caricaturesca”. Otras veces recurren a formas metodológicamente más pretenciosas, y definen sus posiciones por referencia a caricaturas que se presentan como si fueran “tipos ideales” weberianos. El caso más notorio de este extremismo es la contribución de Patricio Zapata al libro La Solución Constitucional, en que el autor se ufana de estar al medio de “pipiolos” y “pelucones” que no son, por cierto, pipiolos y pelucones, sino inventos de su autoría para mostrar la virtuosidad de su centrismo.

Extremismo en la cuestión constitucional

La cuestión central que hoy está en disputa en lo que se refiere al problema constitucional es si las de la Constitución de 1980 son instituciones que acogen y fomentan la política democrática o si, por el contrario, ellas existen para neutralizar la política. Quienes defienden la Constitución dicen lo primero, y por eso insisten en que cualquier cambio debe ser ejercicio normal de potestades de reformas. Quienes asumen (asumimos) la segunda posición, sostienen (sostenemos) que los mecanismos y procedimientos constitucionales (en general: los poderes constituidos) son tramposos, por lo que la nueva Constitución no puede darse a través del ejercicio normal de esos poderes. Esto es lo que de verdad importa en toda la discusión sobre lo “institucional” del “mecanismo”.
El extremista de centro de siente incómodo en esta controversia, que no parece dejarle su espacio al centro. Pero como es un extremista, eso no le importa, y se pone a la tarea de describir las dos posiciones de modo que al menos una de ellas sea suficientemente insostenible. Habiéndolo hecho, se declara satisfecho en su centrismo. En el camino, por cierto, habrá contribuido a transformar la discusión real en una especie decelebrity deathmatch entre etiquetas y caricaturas.
En sus columnas publicadas en este medio, Miguel Vatter y Renato Cristi, se han sumado al extremismo de centro. En efecto, ellos construyen un argumento diseñado para crear dos posiciones “extremas”, al medio de las cuales puedan ubicarse confortablemente. Pero los extremos que dibujan son inexistentes, cumplen solo la función de crear en medio un espacio acogedor.
Miguel Vatter precisamente describe la situación como una especie de celebrity deathmatch: en su versión portentosa Schmitt v. Kelsen, en su versión local Atria v. Peña. Kelsen y Peña dicen que la nueva Constitución no puede sino darse mediante el ejercicio de poderes institucionalmente configurados, porque “cualquier inicio de una Constitución realizado ‘afuera’ del orden constitucional es ilegítimo”; Schmitt y Atria, por su parte, dicen que la nueva Constitución “requiere de un quiebre y nuevo inicio dictado por un ‘poder constituyente’”. Al centro, por cierto, está Vatter, que declara “ilusoria” esta oposición, y la disuelve recurriendo a un concepto “republicano” de poder constituyente.
Renato Cristi ha respondido a Vatter, disputándole ese espacio tan atractivo del medio. Primero celebra el resumen de “la discusión teórica más avanzada” que hace Vatter. En lo que a mí respecta, Cristi anticipa que yo no estaría de acuerdo con la propuesta centrista de Vatter, porque “tendría que rechazar la idea de operar al interior de una legalidad intrínsecamente tramposa”.

Todo distorsionado

Yo no entiendo de lo que están hablando Cristi y Vatter. No creo que reflejen correctamente ni lo que sostuvo Carlos Peña, ni lo que afirma Kelsen, ni lo que sostiene Schmitt ni, por cierto, lo que yo he afirmado. Están empeñados en un ejercicio de extremismo de centro, de inventarse un “Escila” y un “Caribdis” para su “republicanismo”, una palabra de moda, que hoy sirve incluso para darles prestancia a algunos feriados, bares y combinaciones de bebidas alcohólicas.

Malinterpretan a Carlos Peña

Ambos entienden que con la idea de que “la legitimidad es una cadena cuyos eslabones no pueden romperse” Peña sostenía que la nueva Constitución solo puede ser “legítima” si está encadenada a la anterior. La forma de esta encadenación sería, según ellos, que la nueva solo puede darse mediante el ejercicio de poderes constituidos por la antigua. Cualquier forma distinta de darnos una nueva Constitución sería inmediatamente “ilegítima”. Este es uno de los extremos.
Pero Peña no usó la metáfora de la cadena para eso, sino para decir que la legitimidad de la Presidenta Bachelet estaba unida a la legitimidad de la Constitución. Con eso Peña afirmaba que la Presidenta no podía decir, como lo hizo en su mensaje al país del 13 de octubre, que la Constitución de 1980 es ilegítima sin decir, por implicación, que su Presidencia es ilegítima: “Si la Constitución de 1980 es insanablemente ilegítima, ¿cómo podrían ser legítimas las autoridades –incluida la de la Presidenta– que fueron elegidas a su amparo? La legitimidad jurídica, enseñaba Kelsen, es una cadena cuyos eslabones no pueden romperse”.
La de Peña, entonces, es una tesis sobre la relación entre la Presidenta en tanto Presidenta y la Constitución. Pero Vatter y Cristi le imputan una tesis sobre la relación entre la Constitución nueva y la antigua.
Conforme a la primera, la Presidenta de la República se contradice cuando califica de “ilegítima” a la Constitución en virtud de la cual ella fue elegida; conforme a la segunda, cualquier Constitución que no sea dictada conforme a los procedimientos anteriormente vigentes es por eso inmediatamente “ilegítima”. Lo único que comparten las dos tesis es la frase “la legitimidad es una cadena cuyos eslabones no pueden romperse”. Como extremistas de centro, ellos toman esa frase y la usan porque calza en su argumento, con total indiferencia a su sentido real. (Esto no quiere decir que la tesis de Peña sea correcta. Aquí no estoy defendiendo a Carlos Peña, que puede defenderse solo. Estoy únicamente mostrando los grados de distorsión a los que lleva el extremismo de centro. La crítica de Peña supone que la ilegitimidad de la Constitución acarrea inmediatamente la ilegitimidad de todas las potestades públicas que ella funda. Esto es pensar more geométrico, lo que puede ser razonable para la geometría, pero no para la política. Con esa lógica, si la constitución es ilegítima, desde 1981 o 1973 toda sentencia judicial, toda ley, todo contrato serían ilegítimos. Esto parece un poco exagerado. Pero aun cuando creo que esta tesis de Peña es equivocada, es algo que vale la pena discutir. La tesis que Vatter y Cristi le imputan, por el contrario, es total y enteramente absurda. En efecto, decir que toda constitución que no es creada conforme a los procedimientos anteriores es “ilegítima” supone completa ignorancia de la historia constitucional chilena y comparada al menos desde 1787).

Malinterpretan a Kelsen

Vatter dice que, según Kelsen, “cada norma presupone una norma anterior y da lugar a una norma posterior y no se sale nunca de tal orden”. Lo primero es correcto, lo segundo, en el sentido de Vatter, no. El tema es explícitamente discutido por Kelsen en su Teoría Pura del Derecho. Ahí llama “principio de legitimidad” al “principio de que la norma de un orden jurídico vale durante todo el tiempo que transcurra hasta que su validez no sea terminada en la manera determinada por ese orden jurídico” (p. 217). Y añade a continuación: “Este principio, con todo, se aplica a un orden jurídico estatal con una limitación altamente significativa. No tiene aplicación en caso de revolución. Una revolución, en el sentido amplio de la palabra, que abarca también el golpe de Estado, es toda modificación no legítima de la Constitución –es decir, no efectuada conforme a las disposiciones constitucionales–, o su remplazo por otra” (Ibíd.).
Es decir, tiene sentido decir que Kelsen cree que la “legitimidad jurídica” es una cadena cuyos eslabones no pueden romperse, pero con eso él no quiere decir que “no pueda” iniciarse una nueva cadena (“desde fuera”), sino que, si se inicia, precisamente, esta cadena será nueva, es decir, no será continuación de la anterior (he discutido este pasaje con cierta detención en mi contribución aPropuestas para una Nueva Constitución, pp. 45-54)

Malinterpretan a Schmitt

Al menos al Schmitt de La Teoría de la Constitución. Vatter dice que, para Schmitt, “una Constitución se define como la 'decisión' extralegal de un soberano, es decir, de la Persona del Estado cuyo poder absoluto es ‘constituyente’ del orden legal”. Es decir, que el titular del poder constituyente es “la Persona del Estado”. Esto no es correcto. Al menos para Schmitt, el titular del poder constituyente es “el pueblo en la democracia y el monarca en la monarquía auténtica” (Teoría de la Constitución, 47).
Entonces no es que “el Estado” pueda actuar de dos maneras (como constituyente, sobre el derecho, y como constituido, bajo el derecho), como sostiene Vatter. Es el pueblo el que puede actuar de estas dos maneras: puede actuar del modo en el que lo especifican las reglas positivas, a través de los procedimientos y mecanismos establecidos, con las competencias previstas y reguladas en la ley, etc. Pero el pueblo en su significación política no puede ser reducido a este significado legalmente configurado. Políticamente hablando, la democracia supone que el pueblo siempre porta un exceso de sentido: “Precisamente en una Democracia, el pueblo no puede llegar a ser autoridad y simple ‘órgano’ del Estado. Es siempre algo más que un órgano que funciona con competencia para resolver asuntos oficiales, y subsiste, junto a los casos de una actuación constitucionalmente organizada (elecciones y votaciones populares), como entidad esencialmente no organizada ni estructurada” (Teoría de la Constitución, 237).
¿Tiene esta condición del pueblo en la democracia, que siempre porta un exceso de sentido, la connotación teológico-medieval que le imputa Vatter? Yo creo que no. De hecho, creo que Vatter necesita defender esta misma idea, porque si no la defiende su “poder constituyente republicano” deviene una etiqueta vacía, legitimadora de todo lo que es porque es (veremos en la segunda parte que esto es precisamente lo que ocurre).
Porque, según Vatter, para el “poder constituyente republicano” siempre es posible un nuevo inicio: “Tales nuevos inicios son siempre posibles. Pero no en virtud de una ‘decisión’ tomada por un Pueblo o un Déspota en un vacío legal. En principio, cada ley, o política pública, o fallo jurídico, puede ser un nuevo inicio, puede ser una ruptura en los eslabones del orden legal si da expresión al poder constituyente”.
Sobre este pasaje habremos de volver en la segunda parte de este texto. Por ahora, hay que decir que hay aquí exceso de entusiasmo, porque Vatter ignora el sentido de lo constituido, que es contener y prefigurar posibilidades (“trivializar” lo político, según lo explicado en La Constitución Tramposa, pp. 20-24). Pero haciendo las correcciones que haya que hacer, Vatter está defendiendo la misma tesis de Schmitt. Porque la ley y la Constitución especifican las atribuciones y procedimientos de autoridades con poder para decidir sobre leyes, políticas públicas y sentencias.
En la medida en que una ley, política pública o sentencia sea ejercicio normal de esas potestades, no puede ser un nuevo inicio. Si en los hechos una ley, una política pública o una sentencia judicial resulta ser “un nuevo inicio”, eso es porque con ella se manifestó algo adicional, porque hubo en ella un exceso de sentido (político). Esto quiere decir: esa ley, política pública o sentencia judicial no fue solo una ley, política pública o sentencia judicial. Pero conforme a la Constitución y las leyes, una ley es solo una ley, una política pública es solo una política pública, una sentencia judicial es solo una sentencia judicial. Si cualquiera de estas cosas resulta ser “un nuevo inicio”, una “ruptura en los eslabones del orden legal” es porque tuvo un sentido adicional al que le atribuían las reglas que conferían la potestad legislativa, administrativa o jurisdiccional. Y si ha de ser un “nuevo inicio”, tendrá que ser porque esa potestad legislativa, administrativa o jurisdiccional fue usada por el pueblo para manifestar su poder constituyente.
Si los “nuevos inicios” que Vatter cree que son siempre posibles son algo más que una etiqueta vacía, tienen que ser casos en los que el ejercicio de potestades constituidas adquiere un sentido que sobrepasa al que las reglas respectivas le atribuyen (por eso yo no he dicho que la nueva Constitución no puede surgir del ejercicio de potestades constituidas, sino que no puede surgir del ejercicio normal de potestades constituidas). Y si eso es “siempre posible”, tendremos que explicarlo diciendo, con Schmitt, que precisamente en una democracia el pueblo siempre porta un exceso de sentido.

Y muestran total desconocimiento de lo que yo he escrito sobre el tema constitucional

De hecho, ninguno de los dos se refiere (en sus columnas iniciales) a las que serían, supuestamente, mis ideas citando algún pasaje mío o mencionando algún texto, nada. Tal vez por eso me imputan afirmaciones que contradicen lo que he afirmado una y otra vez.
Nunca he dicho que “el proceso requiere de un quiebre”. He dicho exactamente lo contrario: he sostenido que un cambio constitucional “que declara superada (por tramposa) la legalidad y debe entonces apelar directa y solamente a la legitimidad” es inviable, pero que eso no implica que una nueva constitución sea imposible: es necesario buscar “una forma institucionalmente reconocida que, sin embargo, permita una manifestación del pueblo no afectada por la trampa” (La Constitución Tramposa, p. 101).
Que alguien me muestre una línea en que yo “rechace la idea de operar al interior de una legalidad intrínsecamente tramposa”, como dice Cristi. Es al contrario: yo he estado todo el tiempo por buscar maneras para hacer posible una manifestación del pueblo a través de una institucionalidad tramposa. Por eso expliqué latamente cómo de un modo no “extrainstitucional” puede convocarse a un plebiscito (La Constitución Tramposa, p. 103-160),defendí la idea de (y colaboré en la redacción de un proyecto para) reformar el artículo 15 de la Constitución y hacer explícito lo que yo creo que está implícito en él: que el Presidente de la República puede convocar a un plebiscito cuando cuenta con el apoyo del Congreso.
Todos estos esfuerzos por cierto, se han estrellado contra el muro del extremismo de centro, que sin dar argumento alguno se apresura a calificar todo lo que no sea el ejercicio normal de potestades de reforma constitucional como “atajo (raro)”, “pillerías”, “resquicios”, etc. Como lo hace Patricio Zapata, por ejemplo, que lo llama “un atajo 2.0”, aunque solo cuando habla para la galería, porque cuando me habla en persona me asegura que cree que es perfectamente constitucional; o Francisco Zúñiga, que encuentra en la propuesta de plebiscito “un cierto tufillo a resquicio constitucional” (aquí, p. 193), aunque no da argumento alguno que justifique su sensibilidad jurídico-olfativa.
Mi diferencia con Cristi y Vatter, entonces, no es reconducible a las oposiciones que ellos inventan para hacerse un lugar en el centro; sí consiste, como veremos en la segunda parte, en que a diferencia de ellos yo me tomo en serio el hecho de que la institucionalidad dentro de la cual hay que “operar” para encontrar una solución es tramposa.
FUENTE: EL MOSTRADOR

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