Publicado: 18.07.2013
El mundo de los niños protegidos por el Estado no solo está cruzado por la violencia, como lo han mostrado las investigaciones que el Poder Judicial no quería difundir. También hay verdades a medias y esta columna de Camilo Morales pone el acento en una de ellas: la mayor parte de los 15.000 niños que están en el sistema no fue maltratado ni abusado por sus padres y podrían volver a sus hogares si las familias recibieran la ayuda adecuada. Pero el sistema no recompone las familias sino que tiende a quedarse con los niños por años. Dice Morales: “se trata de un sistema amparado en la injusticia, ya que establece a priori que ciertos grupos son particularmente incapaces de criar a sus hijos”.
La crisis del sistema de protección residencial de niños en Chile ha vuelto a manifestarse con crudeza en la escena pública. Pareciera ser que esta vez el despliegue de la fiscalización y de la intervención del SENAME sobre algunas residencias será ejemplificador. ¿Estamos ante un evento histórico? Lamentablemente no. Debemos recordar que esta precaria e indignante situación no es un hecho aislado o una situación acontecida en el último tiempo. Se repite no hace años, si no más bien hace siglos.
Gran parte de los niños internados no está institucionalizado necesariamente por graves vulneraciones de derechos. En 2012 menos del 5% de los niños que estaba en el sistema residencial (644 casos) entró por maltrato; y el abuso sexual corresponde a menos del 7% (810 casos). Curiosamente encontramos causales de ingreso a las residencias como “niño vive en sector de exclusión”, “interacción conflictiva con escuela”, “familia indigente”. ¿Ser pobre significa ser incapaz parentalmente?
Históricamente se conoce y se ha escrito bastante sobre las trágicas experiencias de los niños y niñas que deben ser separados de sus familias de origen para permanecer internados en residencias de instituciones colaboradoras del Estado. Por citar un par de ejemplo recientes, en el año 2005 la Unicef señaló en el documento “Desinternación en Chile. Algunas lecciones aprendidas” que el recurso de la internación de los niños en instituciones representa un obstáculo en su integración social, principalmente por la imposibilidad de recibir un trato personalizado y por la ruptura de sus vínculos con los espacios normales para su desarrollo, como la familia, el barrio, la escuela y sus amigos.
En esa misma línea, el 2008, el Informe Anual sobre Derechos Humanos en Chile del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales, señaló que buena parte de las prolongadas internaciones de niños en residencias parecen explicarse por las serias falencias en el trabajo de reintegración familiar de los niños. En efecto, según lo descrito por este informe, las residencias no cuentan con recursos materiales, profesionales y económicos para proteger y promover los vínculos familiares de los niños, dado que los padres prácticamente no tienen ningún involucramiento en prácticas de crianza y educación de sus hijos e hijas internos.
Si bien la medida de protección que implica institucionalizar a un niño en una residencia es una medida excepcional y transitoria, en promedio, un niño que ingresa a una institución pasa más de dos años internado (Martínez, 2010) El principal objetivo de los programas residenciales, tal y como se señala en las bases técnicas del Sename, consiste en asegurar la reinserción familiar. ¿Qué ofrece el Estado para llevar a cabo esta compleja tarea?
Lo primero que hay que señalar es que gran parte de los niños que se encuentran en residencias mantienen, con más o menos regularidad, un lazo con su familia de origen, por lo que no se encuentran en situación de abandono como se suele pensar. Según estadísticas del propio SENAME, durante 2012 de 14.677 niños atendidos en residencias, 457 ingresaron por abandono (SENAME, 2013). Además, de que gran parte de los niños internados no está institucionalizado necesariamente por graves vulneraciones de derechos. Las estadísticas de SENAME establecen más de 25 causas de ingreso al sistema residencial, dentro de las cuales, por ejemplo, el maltrato corresponde a menos del 5% (644 casos) y el abuso sexual a menos del 7% (810 casos) durante 2012. Curiosamente encontramos causales de ingreso a las residencias como “niño vive en sector de exclusión”, “interacción conflictiva con escuela”, “familia indigente”. ¿Ser pobre significa ser incapaz parentalmente?
Hasta el año 2007 existían en Chile 23 programas de fortalecimiento familiar (PRF) con una cobertura total de 1.348 niños para una población potencial de más de 9.000 niños (UDP, 2008). Es decir, menos del 20% de las familias de los niños institucionalizados tenían la posibilidad de recibir un apoyo terapéutico. A lo anterior se debe sumar que hoy en día las residencias cuentan con sistemas de visitas muy restringidos en términos de horarios y de días, así como espacios inadecuados para que los padres puedan tener contacto con sus hijos.
Hoy los programas de fortalecimiento familiar ya no existen y se ha implementando un modelo de intervención especializado al interior de las residencias denominado programa especializado de intervención residencial. La cobertura en estos casos sigue siendo baja, no incluye familias de niños menores de 6 años y presenta el problema de que para las familias es muy difícil generar lazos de confianza con los equipos técnicos cuando esos mismos profesionales pueden inhabilitarlos de forma permanente respecto al cuidado de sus hijos. En definitiva, no sólo no contamos en Chile con un trabajo especializado de acompañamiento de la familia de origen de niños internados, salvo excepciones, sino que, además, se desconoce la realidad, el funcionamiento y las historias de estos grupos de la sociedad. El rótulo de la incapacidad los sentencia negándoles la posibilidad de reparar la relación dañada cuando existen posibilidades.
Las falencias, sin lugar a dudas, son numerosas y requieren de importantes transformaciones de los organismos encargados de velar por la protección de la infancia. Seguramente se requiere de una nueva institucionalidad, de mayores recursos e importantes cambios legales que garanticen el cuidado de los niños, niñas y adolescentes que requieren de la protección del Estado.
Como sociedad hemos legitimado un sistema de atención a la infancia que interviene sobre las vulneraciones de derechos negando el contexto y las condiciones históricas de pobreza y exclusión de las familias y niños atendidos
Ahora bien, desde mi punto de vista, todas estas transformaciones serán insuficientes si no llegamos a problematizar el aspecto central de esta situación, a saber, que como sociedad hemos legitimado un sistema de atención a la infancia que interviene sobre las vulneraciones de derechos negando el contexto y las condiciones históricas de pobreza y exclusión de las familias y niños atendidos. Se trata de un sistema amparado en la injusticia, ya que establece a priori que ciertos grupos de la sociedad serían particularmente incapaces de criar a sus hijos. Un sistema que, desde su origen, es la viva expresión de una forma de reproducción de la violencia institucional sobre aquellos que no han podido responder a las lógicas de poder, y que impone a las familias modelos de parentalidad y de crianza. En definitiva, un sistema que desde el discurso de la protección borra que el origen histórico de su acción es violenta al intervenir sobre aquellos que desde la precariedad y la exclusión se vuelven sujetos de sospecha para el sistema bajo el rótulo de inhábiles. ¿De que se trata todo esto?
Los más de quince mil niños que pasan anualmente por hogares de protección forman parte de la historia de miseria y segregación de nuestro país. Esa historia que queremos ocultar porque nos interpela como sociedad, pero que se resiste al olvido. Los hemos llamado expósitos, huachos, abandonados. Los recordamos cuando delinquen, cuando en el contexto de un voluntariado son objeto de la caridad, o bien, los invocamos cuando hay que hablar de adopción porque, supuestamente, se encuentran abandonados.
Sus familias son el enemigo ya que no han asumido sus funciones de cuidado y protección. Maltratadores, negligentes, abandonadores son las denominaciones más recurrentes que como sociedad hemos decidido utilizar para categorizar a los padres de estos niños. Es así como detrás de la defensa del niño se ha ido configurando, silenciosamente, un juicio de valor sobre la familia de origen que deriva muchas veces en un trato descalificador e indigno de parte del sistema proteccional. La asimetría del sistema es evidente: así como los niños no están en igualdad de condiciones frente a los adultos, los padres de los niños tampoco lo están frente al Estado y sus instituciones colaboradoras. La violencia del sistema se reproduce, se justifica invocando los derechos y se invisibiliza cuando se prescinde de los lazos sociales previos de un niño.
En este punto uno podría preguntarse cómo es que un sistema tan perverso se resiste a cambiar o bien a desaparecer con todas sus nefastas consecuencias para el establecimiento de garantías reales en la protección de los derechos. Pienso que un poco de historia puede ayudarnos en la reflexión.
La institucionalización, último recurso para asegurar el bienestar de un niño, tiene en Chile una larga historia de prácticas caracterizadas por la caridad y el asistencialismo. En Chile, a partir de 1758, año de la creación de la primera casa de expósitos en Santiago (Rojas, 2010), las iniciativas de apoyo a la infancia desvalida provienen de las congregaciones religiosas provenientes de Europa y su trabajo se caracterizaba por la atención cerrada de los niños, de la caridad como eje de la atención y de separar a los niños de sus padres por el daño que éstos pudieran provocarles. Lo anterior ilustra, de cierta manera, la historia oficial que se ha construido en relación a la necesidad y justificación de la atención a la infancia en residencias. Frente a la situación de niños desvalidos la sociedad se organizó para protegerlos y cuidarlos. Primero fueron las congregaciones religiosas las encargadas de esta tarea y posteriormente fue el Estado. Curiosamente hoy las organizaciones colaboradoras del SENAME, es decir, las que reciben subvención del Estado para realizar sus intervenciones, son fundaciones pertenecientes a las mismas congregaciones religiosas que iniciaron la labor de atención a la infancia. ¿Qué ha cambiado en más de 200 años?
En contraposición a la lógica de la caridad y del asistencialismo, el nacimiento del sistema y de las instituciones de atención a la infancia está asociado a otras prácticas invisibilizadas por la “historia oficial”. Estas instituciones vienen a formar parte del conjunto de estrategias de autodefensa que la sociedad elaboró cuando los niños y sus familias representaban un peligro. Dichas estrategias iban de la separación transitoria del niño con la familia de origen, hasta el extremo de eliminar los focos de peligrosidad. Un ejemplo de esto es la historia de la primera institución construida en América: “En Estados Unidos, la primera institución para niños fue instalada en 1729 en Nueva Orleans por las Monjas Ursulinas, consistente en un orfanato para albergar a los huérfanos resultantes de una masacre de indios de la tribu Natchez” (Pilotti, 1994). ¿Quiénes fueron los Natchez? Un pueblo amerindio que se sublevó varias veces ante la ocupación de sus territorios por parte de los franceses quienes, en un acto de represalia, saquearon su poblado principal asesinando a un gran número de indios: los padres de los niños.
El sustento de nuestro sistema de protección de la infancia se basa principalmente en la vigilancia y el control social amparadas bajo el supuesto que las familias más vulnerables son incapaces de desarrollar adecuadamente la crianza de sus niños y niñas. No es casualidad de que las únicas comunas donde no existan oficinas de protección de derechos (OPD) sean Providencia, Las Condes o Vitacura
El origen de la historia de atención a la infancia está marcada por la violencia, ejercida desde un lugar de poder, sobre aquellos grupos de la sociedad que representan -cuestión que no se reconoce- fuentes de peligrosidad. En la actualidad, el “exterminio” de los padres ha derivado en procesos más refinados que permiten la evaluación de sus capacidades para cuidar y proteger, y de esa forma determinar la continuidad del vínculo con sus hijos. Una expresión actual de lo anterior se puede observar en los cada vez más frecuentes procesos de inhabilidad parental que, en una gran cantidad de casos, son la representación simbólica de la eliminación de la familia de origen. O bien, en la opinión recurrente de que ante un niño que ha cometido un delito hizo falta una adopción oportuna.
Lo que se ha venido configurando en Chile, cuando el Estado comienza a asumir un rol más protagónico en la protección de los niños, es un sistema que, tomando como modelo la autoridad patriarcal, es decir, un modelo facultado para el reemplazo o sustitución de la autoridad de la familia por la del Estado, puede progresivamente vigilar las relaciones entre los padres y los hijos y a su vez posibilita que el Estado pueda intervenir una familia. Lo anterior ha derivado que el sustento de nuestro sistema de protección de la infancia se basa principalmente en la vigilancia y el control social amparadas bajo el supuesto que las familias más vulnerables son incapaces de desarrollar adecuadamente la crianza de sus niños y niñas. No es casualidad de que las únicas comunas donde no existan oficinas de protección de derechos (OPD) sean Providencia, Las Condes o Vitacura.
La historia hegemónica del sistema de protección a la infancia ha silenciado y vulnerado la memoria de las pequeñas cosas inmersas en la intimidad familiar. En su lugar, nuestro sistema se ha encargado de exhibir con denigración el fracaso de padres, madres, abuelos e hijos. Se les llama incapaces y se los somete a las intervenciones emanadas de la política pública. Así se configura el discurso de la sospecha, el discurso acusatorio, la confirmación de que en el origen de la protección está el miedo.
FUENTE: CIPERCHILE
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