martes, 23 de septiembre de 2014

Puras falacias: Peñailillo y el poder

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Antropólogo. Encargado de Descentralización de Fundación Progresa.       
Seguro que el más común de los lugares es decir que el sentido común es el menos común de los sentidos. Pero acá vale. “Que el poder no se regala, se conquista”, es una de las frases más recurrentes en la política chilena. El último en decirla fue el ministro Peñailillo cuando los jóvenes de su partido (el PPD) –en una jornada de formación– le preguntaron “¿por qué no hay cuotas para jóvenes en la reforma del binominal?”.
La respuesta de Peñailillo (el poder no se regala) es incorrecta y perversa, porque la idea viene de varios cuños que obedecen a contextos, realidades y objetivos muy distintos al del Chile actual. La idea está en Marx, que entiende el poder como el “sometimiento” de una clase sobre otra, y que está escribiendo desde la miseria industrial de la Europa de mediados del XIX; la idea está también en la distinción amigo/enemigo de Schmitt, que está escribiendo para la legitimación del nazismo de la Alemania mancillada de la post-Primera Guerra Mundial, o más atrás en Maquiavelo, que en 1512 sistematizaba sus asesorías a reyes, papas y príncipes, mientras estos morían de sífilis y peste negra, antes de cumplir los 30 años.
Por eso, hablar del “poder como conquista” y negarse a las cuotas de representación política, para este Chile que lleva 24 años de normalidad democrática, de elecciones regulares y sin violencia, donde se ha reducido la pobreza, que está en permanente crecimiento, y hacerlo además desde la investidura de ministro del Interior, de un gobierno feminista y de izquierda, en jornadas de formación para jóvenes, además de sonarme anacrónico, me deja perplejo.
Básicamente la perversión de Peñailillo es la de intentar arreglar la lavadora con el manual de la mesa Ikea. Usar a Maquiavelo (¿o a Frank Underwood?) para formar a los jóvenes de Chile en participación y democracia, teniendo a la vuelta de la esquina los textos de Norbert Lechner, de Gonzalo Delamaza, de Francisca Márquez, o los Informes de Desarrollo Humano del PNUD-Chile, y después preguntarse por qué los jóvenes no participan, es demagogia.
Seamos precisos. Sí hubo pensadores de contextos democráticos que entendieron “la política como disputa”, Schumpeter, por ejemplo, pero además de escribir bajo el contexto delirante de Truman, ponían, al menos, dos condiciones imprescindibles a la democracia: el pluralismo de los medios de comunicación para el control ciudadano y la existencia de una burocracia estatal profesional NO-politizada. Y qué vamos a agregar a este respecto: en Chile llevamos 40 años de medios de comunicación plutocráticos (la única parte de El Mercurio que no miente es “Economía y Negocios”, como dijera Salazar) y, para el remate, nos gobierna la burocracia politizada del G-90, precisamente, comandada por Peñailillo (“Soy PPD, pienso PPD, actúo PPD”).
Básicamente la perversión de Peñailillo es la de intentar arreglar la lavadora con el manual de la mesa Ikea. Usar a Maquiavelo (¿o a Frank Underwood?) para formar a los jóvenes de Chile en participación y democracia, teniendo a la vuelta de la esquina los textos de Norbert Lechner, de Gonzalo Delamaza, de Francisca Márquez, o los Informes de Desarrollo Humano del PNUD-Chile, y después preguntarse por qué los jóvenes no participan, es demagogia.
Watzlawick desde la psicología dice que existen dos soluciones terapéuticas. Una “normalizadora”, que consiste en hacer entender al paciente que se cree Napoleón que no lo es, para que pueda volver a convivir con el mundo. Y otra “revolucionaria”, que consiste en convencer a todo el mundo de que el paciente que se cree Napoleón, en efecto, es Napoleón. En este sentido Peñailillo es un revolucionario. Porque seguramente a esta altura del partido a todos nos hace más sentido esta cosa paranoica de pensar en la política democrática como violencia y competencia, antes que como un ejercicio pacífico de “reconocimiento del otro”.
Pero seamos justos, el ministro Peñailillo es más víctima que causa en esto. Somos varias las generaciones en Chile (me incluyo) formadas en esta paranoia con respecto al otro. Se sale de la pobreza desde la desconfianza, cualquier lugar de decisión debe ser conquistado, el otro es un estorbo que debo reducir a expectativas probables (Lechner), estás conmigo o en mi contra, la vida es un constante conflicto… más que “generaciones políticas” nos convirtieron en pandillas.
La Concertación es responsable porque se hizo experta en esto de tomarse el codo cuando les dabas la mano. Pedir el voto para los cambios y después negar la sal y el agua de la representación, mirar a los ojos a comunidades indígenas pocos años después de aplicarles la Ley Antiterrorista, prometer participación y volverla no vinculante, prometer cuotas políticas y decir luego “no pues, el poder se conquista”, es como ordeñar una vaca y tirarle después la leche en la cara (sea este mi homenaje a Parra).
Por eso es que, para volver las cosas a su orden, propongo que mejor pensemos la política desde autores que querían mejorar la democracia. Hannah Arendt es una piedra fundamental en esto. Para ella el punto más alto de la “Condición Humana” es el ciudadano en democracia, y la ciudadanía solamente es posible cuando dos personas se encuentran y conversan en un espacio público para reconocer sus diferencias. Antes que Maquiavelo, era el mismísimo Aristóteles quien definía la sabiduría política como la capacidad de comprender el mundo desde puntos de vista distintos al propio: deliberación, empatía, pluralismo, cuotas de representación. Esas son las notas de la democracia moderna. El resto es método. Es verbo y no sustantivo, como dijera el poeta.
Por eso, a la pregunta del comienzo –sobre todo para este Gobierno que nos da esperanza desde una Nueva Mayoría, de izquierda y feminista– debemos decir con fuerza: única solución, cuotas de representación… para una nueva Constitución.
 
FUENTE: EL MOSTRADOR

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