Opinión
Andrade vs. Escalona: ¿se aproxima el fin del “abajismo” en el PS?
Ambos líderes, hasta hace poco, un año a lo más, caminaron muy juntos por el pedregoso camino de la política y hoy están enfrentados. En la lógica de barrio popular, no hay lugar más que para uno a la hora de controlar la esquina, pues así se entienden las leyes de la sobrevivencia personal.
La disputa por la testera del PS no sólo ha hecho aflorar la pugna entre plebeyos contra princesas que se expresa muy bien en el enfrentamiento entre Camilo Escalona y la senadora Isabel Allende sino que, tanto o más importante que aquella, es la puesta en evidencia del quiebre –a pesar de que ambos lo niegan en público, aunque lo reiteran en privado– entre dos hombres a los que, hasta hace muy poco, unió no solo una amistad sino que una larga militancia y una estrecha complicidad política, al punto que puede acabar con el reinado de la corriente interna que los lanzó al estrellato y que los dos manejaron, férreamente y a su antojo, durante décadas. En efecto, por mucho que se disimule, el duelo Escalona-Andrade es otra de las disputas que caracterizarán a la próxima contienda interna del PS, ya que puede poner fin, además, al predominio de la cultura del “abajismo” en el PS. Ahora me explico.
LOS LIDERAZGOS GENERACIONALES EN EL PS: DE LOS FUNDADORES AL ABAJISMO
El PS ha tenido generaciones gloriosas y otras no tanto. Por supuesto, destacan entre las primeras las de sus fundadores, que lograron reunir a una variedad social de protagonistas que iban desde patricios –Allende, Grove, Matte o Schnake–, algunos de los cuales eran incluso parte del Club de la Unión, pasaban por inmigrantes –Parrau, Kulczewski, Schaad o el ruso Natalio Berman– y se extendían hasta los 121 empleados y 30 carpinteros que también participaron de la gesta fundacional. Entonces, desde sus orígenes el PS expresó esa heterogeneidad social que lo diferenció rápidamente del PC chileno ya en proceso de estalinización. Su declaración de principios enfatizó su perfil latinoamericanista y una definición de “partido de trabajadores manuales e intelectuales” e hizo posible la reunión de esa diversidad que enriqueció a la agrupación desde sus orígenes y que, a su vez, fue el germen de eternas controversias y divisiones.
Notable fue, también, la generación de recambio de la década del 40-50, que le dio al PS no solo una identidad y un perfil propios sino que lo dotó de un programa (1947) con definiciones que no han perdido lo esencial de su vigencia. Destacan allí Raúl Ampuero, Salomón Corbalán, Aniceto Rodríguez y, por supuesto, Eugenio González. Aquella es la generación, en cuanto a elucubración político-intelectual y desarrollo programático y sentido colectivo, más potente en la rica tradición socialista que, lamentablemente, sucumbió cuando estaba llegando a su cúspide con el ascenso de Allende en 1958, por la influencia rupturista que ejerció sobre las nuevas generaciones la Guerra Fría y la revolución cubana.
El grupo dirigente que le sucedió es la trágica generación de los 60, cuya impronta quedó graficada en las resoluciones del Congreso de Chillán de 1967 y del documento de marzo de 1974 y que se desintegró porque varios de sus representantes fueron asesinados –Arnoldo Camú, Exequiel Ponce, Ricardo Lagos Salinas y Carlos Lorca– y los sobrevivientes siguieron rumbos disimiles: a unos el derrumbe del muro los golpeó directamente en la cabeza –Rolando Calderón, Hernán del Canto o el propio Clodomiro Almeyda–, otros se marginalizaron –Gustavo Ruz o Edmundo Serani– o se mimetizaron con la generación posterior de sobrevivientes y trasplantados. Esta última fue la cuarta generación responsable de la transición –la de los 90–, que planteó muchas cosas durante los 80 –tanto Renovados como Almeydistas–, pero que, partir de 1990, solo se abocó a acumular poder personal y desrieló al PS de su línea histórica.
Allí se encontraron las dos principales vertientes que a lo largo de esa agitada década se disputaron, casi violentamente, la posesión del timbre del partido de Allende y que, con el fin de los socialismos reales y la transición pactada, los transformaron a no pocos de ellos en trasplantados –Correa, Garretón o el Goyo Navarrete– o en fácticos. Estos últimos provinieron en grueso número de los sectores más duros del PS Almeyda. Allí se encontraron, por ejemplo, dos socios que hoy acaban de poner fin a una sociedad exitosa: Escalona y Andrade, nítidos representantes de un fenómeno sociológico que se instaló en el PS en los últimos veinte años: el abajismo.
ESCALONA-ANDRADE A CONTRACARA
Ya sabemos bastante de Camilo Escalona, de sus orígenes sociales, de su paso por la Feses, luego por Berlín, de su retorno a Chile y de su ascenso como líder de una máquina partidaria bien aceitada, formada en la clandestinidad y sin mucha elucubración teórica. Sabemos menos de Andrade, quien, a diferencia del ex hombre fuerte del PS, se quedó en Chile, estuvo preso –pasó por varios de los recintos de detención más duros–, fue expulsado de la UC y participó de numerosas redes de lucha antidictatorial, en comunidades de base, defendiendo sindicatos y haciendo vida militante en los espacios que ofrecía la Iglesia a través de la pastoral obrera. Marcelo, su chapa en la clandestinidad, tiene en ese sentido una biografía bastante diferente a la de Escalona, quien, al igual que Longueira, se inventó épicas juveniles que jamás tuvo.
El “Chaleco”, como cariñosamente lo llaman en el PS, es hijo de un obrero de la papelera, y desde pequeño destacó como un connotado basquetbolista, que obtuvo una beca para estudiar derecho en la UC, donde conoció a lo más granado del gremialismo que, por la época, era el brazo ideológico que ponía razones y justificaba los crímenes de la dictadura. Luego del golpe fue expulsado de la UC, detenido varias veces, y él mismo ha reconocido que en alguna oportunidad lo salvó de la expulsión el propio Guzmán. Salió rumbo a España, donde se tituló en la Universidad de Salamanca de licenciado en Derecho.
Andrade provenía de una de las tantas fracciones en que se dividió el PS después del 11, la conocida CNR del Viejo Benjamín Cares y el regional Cordillera. Ya a comienzo de los 70, en la ola de protestas que enfrentó el gobierno de Frei Montalva, siendo estudiante secundario vio caer a un amigo producto de la represión desatada por el Ejecutivo e ingresó al PS, donde fue recibido por otro histórico del partido: Alfonso Guerra, a quien, hasta hoy, aprecia y estima. A mediados de los ochenta participó del proceso de fusión que llevó a su fracción, primero, a fusionarse con La Chispa y, luego, con el Almeydismo, donde se encontró con Camilo.
Hoy Andrade se plantea como el negociador, el hombre que tiende puentes y se gana el aprecio del resto del PS y que está ya en condiciones de no subordinarse a nadie, a diferencia de Camilo, quien, en esta disputa, se instala como el dueño original de la Nueva Izquierda y le delimita a Andrade su territorio.
Al igual que Escalona -–“yo soy de San Miguel, escucho los partidos de fútbol, por ejemplo, con una cervecita y puedo proferir alguna palabra que se salga del diccionario de la Academia Española”, señaló Camilo cuando quiso explicar su garabato y combo por la espalda a José Antonio Gómez en el cierre de la primaria de 2009 en Rancagua–, Andrade proviene, también, de una cultura de barrio popular – “yo soy puentealtino” y el “hombre más bueno para los chistes”, “pelusón de niño cuando jugaba a la pelota en el barrio”, ha dicho a diferentes medios–, con ese historial de barrio, de patotas y mucha virilidad donde aprendes a defenderte o te acostumbras a que te abusen.
Los dos llegaron al PS unificado y allí se olieron y reconocieron de inmediato, lo que los llevó no sólo a tener una alta complicidad política –“entre Escalona y yo hay un acuerdo personal”, decía Andrade en la CP cuando en 2006 arreciaban las críticas al gobierno y había una disputa entre el “Chaleco” y la ministra Paulina Veloso y Escalona los llamaba al orden– que, hasta hace poco, los tuvo trabajando juntos, sino que fueron todo un referente en el PS: Escalona el jefe, y Andrade su máximo operador. Es por eso que no pocos piensan que, más allá de los errores de Escalona, la disputa de hoy es, también, la rebelión del subordinado. En ese sentido, puede leerse la trampa que tendió Andrade para que Escalona, desesperado por su pérdida de influencia, aceptase gustoso ir como candidato al senado en cupo DC, no dimensionando que aquello deslegitimaría internamente su posición.
Ambos son fieles exponentes de lo que se conoce como “el abajismo”, y que se representa en esa idea recurrente en Camilo Escalona de que los de “arriba” o los que provienen de los segmentos sociales con mayor capital cultural tienden sólo a conservar su poder y privilegios de origen, incluso en la izquierda, diagnóstico que tiene como efecto la lectura de que al “bajo pueblo” nunca se le dará nada gratis, y lo poco que puede lograr es mediante un combate denodado por obtener posiciones de poder. Este fue el sello que les permitió construir su identidad en el PS, claro, a partir de un diagnóstico pesimista de la vida. Frases de ambos que simbolizan muy bien su densidad conceptual sobre la acción política son, por ejemplo, “alguien tiene que perder” (Osvaldo Andrade) o “la política es terrible” (Camilo Escalona). Pero, cuidado, el abajismo, expresión primaria de un rechazo al orden oligárquico desde una posición social desmedrada, puede transformarse rápidamente en acomodo (Carlos Altamirano: “El PS, no se renovó, se acomodó”), y eso fue lo que hicieron ambos personajes cuando alcanzaron cierto estatus y pronto mudaron de Puente Alto al barrio alto, y de San Miguel a Chicureo.
En tal sentido, el abajismo, además de resentimiento social, resulta ser una adecuada táctica política mediante la constitución de identidad usando la victimización sociológica. En ese aspecto ambos son idénticos. Y es curiosa su estrategia si se analiza a la luz de su protagonismo en el PS: forman parte de los que han logrado ingresar al 0,1 % de los que influyen en el país: presidentes de partido de gobierno, parlamentarios, uno ministro, poseedores de una red de clientelas y contactos. Ello no cuadra con la narrativa del marginado, del cabro pobre y sufrido que han utilizado ambos, en especial Camilo Escalona, quien se ha especializado en autodiscriminarse. Nada más ajeno a una trayectoria en la que ha sido incluido en la nomenclatura política desde 1990, aunque niegue reconocerse integrante de una elite política.
Es posible que a los dos les conviniese adoptar esa táctica política, pues les permitió generar una identidad negativa, pero con un sello aglutinador, al fin y al cabo, que marcó a una generación de dirigentes que se hicieron, y se reconocieron, como parte de un equipo que emerge desde abajo con su propio esfuerzo y desplaza a las élites tradicionales a pesar de su condición social de origen, de la que sacaron provecho (incluso saltándose cualquier regla del juego) hasta hacerse con el control partidario para, desde allí, copar el Estado hasta donde fuese posible. En eso es en lo que han estado ambos, hasta que su disputa personal por la primacía del poder interno les abrió flancos. Hasta allí el negocio era muy simple: como pobres y sufridos convocaban, clientelarmente y en un espacio sin diálogo, a unos sujetos socialistas objeto de su discurso, a protegerse internamente de “los de arriba”, lo que incluía desde Oscar Guillermo Garretón y Enrique Correa hasta dirigentes que por el solo hecho de poseer un grado académico pasaron a ser, también, un enemigo interno (de allí el desprecio de Escalona a “Gazmuri y sus tesis”).
Parte de ese resentimiento ha tenido consecuencias disimiles en ambos: mientras Escalona se transformó en un autodidacta que no solamente lee mucho, sino que, además, escribe harto, aunque con un estilo rígido que evidencia poca densidad y mucha pesadez, Andrade, en tanto, lo que más llegó a escribir fueron consignas y es sabido su poco interés por el diálogo epistolar. Lo que no significa que sean iguales, pues, como se sabe, se distinguen notoriamente en otros planos: a Escalona se le reconoce consistencia, por ejemplo, en el tema de los derechos humanos. Es recordado en el PS el capítulo de la detención de Pinochet en Londres y la presión del gobierno de Frei sobre su directiva para que capitulara en temas emblemáticos y se cuadrara con el gobierno en la voluntad de regresar al ex dictador a Chile. Escalona, con un pequeño puñado de dirigentes, resistió la presión del gobierno, en particular la que ejerció Insulza. Tanto él como un pequeño grupo de dirigentes, entendían que este no era un tema personal, ni una obcecación del PS, sino que en la condena a Pinochet y a su régimen estaba implícito el mensaje a las nuevas generaciones de oficiales: “Si ustedes repiten el modelo de Pinochet-Contreras-Corbalán, esto es lo que les espera”. Conducta similar tuvo cuando una indicación votada en el pleno del Comité Central estuvo a punto de avalar la Ley de Amnistía que proponían las leyes Figueroa-Otero. En cambio, el “Chaleco”, quien siempre se ufanó de sus contactos y relaciones con el núcleo duro del gremialismo –lo salvó de ser expulsado de la UC Jaime Guzmán y jugaba básquetbol con Larroulet– en ocasiones planteó el tema de los derechos humanos en una dimensión de reparación antes que como una ética de respeto irrestricto de reglas con vocación de impedir que esos hechos pudiesen volver a repetirse en el futuro. Cambia el parámetro si se trata de la defensa de los derechos de los trabajadores. Allí Escalona ha ofrecido las más variadas tesis y posiciones, mientras Andrade, como militante, profesional, ministro y parlamentario ha tenido una consistencia que el mundo del trabajo y la militancia socialista le reconocen hasta hoy.
Psicológicamente, en tanto, se parecen, pero no son idénticos. Ambos, y era que no, encajan bastante bien con la personalidad líder tipo Ocho de Don Richard, con Escalona en su versión más nítida (“piensan que sólo puede haber una persona a la cabeza, y ellos se proponen ser esa persona. Sienten que el mundo debe adaptarse a ellos y que los demás deben obedecer para ayudarlos a alcanzar sus metas”), mientras Andrade muestra menos evidencias de una personalidad mesiánica pero mantiene la misma aspiración a dirigir colectivos autoritariamente, pero no en función de un proyecto de cambios sociales sino de obtener un rol frente a los poderosos y obtener su reconocimiento. De allí su despliegue de astucia y dotes de buen negociador que lo llevan a ofrecerse en el PS, la Concertación y la Nueva Mayoría como puente y no como la muralla que suele representar Escalona, condición que sublima ofreciendo concesiones y alianzas con el partido del orden. Ambos encajan con ese tipo de perfil, aunque en Escalona sus rasgos megalómanos se hacen más evidentes, lo que no significa que Andrade no los posea.
En fin, ambos son fundadores y representantes de una cultura –“el abajismo”– que ha dominado al PS durante los últimos 20 años. La cultura de la hacienda, de “tragarse el sapo” (Andrade), de los nadie que alcanzan el poder y que buscan existir y ser reconocidos. De allí la transformación inmediata de su discurso y de su praxis política apenas acceden al poder, mutando desde hombres de cambio a servidores del orden. Ello explica la mutación de Camilo Escalona desde el más radical marxismo-leninismo a hombre del orden (“los que piden asamblea constituyente están fumando opio”) y la moderación de Andrade (“¿por qué sería un problema que se moderara el programa de Bachelet?”).
EPÍLOGO
Ambos líderes, hasta hace poco, un año a lo más, caminaron muy juntos por el pedregoso camino de la política y hoy están enfrentados. En la lógica de barrio popular, no hay lugar más que para uno a la hora de controlar la esquina, pues así se entienden las leyes de la sobrevivencia personal.
Para lograr llegar a la primacía, hoy Andrade se plantea como el negociador, el hombre que tiende puentes y se gana el aprecio del resto del PS y que está ya en condiciones de no subordinarse a nadie, a diferencia de Camilo, quien, en esta disputa, se instala como el dueño original de la Nueva Izquierda y le delimita a Andrade su territorio. Esta es mi esquina y quien se quiere instalar aquí, tendrá líos conmigo, parece reiterar cada semana. Uno es el aperturista, y el otro el duro de matar, aunque ambos sean casi lo mismo. Y tan distintos al núcleo fundacional, a la brillante generación del 38 e, incluso, a la generación trágica del 60 que pretendió tomar el cielo por asalto. El PS unificado en 1989, en cambio, y con él el abajismo, solo terminó a la postre ofreciendo perspectivas de construcción de poder personal y de corto plazo sobre la base del acceso a posiciones en el Estado. No invitó ya más a cambiar la sociedad, sino las situaciones individuales de los miembros, transformándose en una institución de movilidad social en una sociedad que tiene muy pocas y está enferma de desigualdades y privilegios ilegítimos. Muchos se dedicaron a sellar alianzas en función de proyectos individuales. Así lo hicieron Escalona y Andrade. Su disputa es el corolario de ese enfoque, que admite muy poca cooperación auténtica.
Quizá sea tiempo de que empiecen a hablar otras generaciones de socialistas, como la G-80 que quedó atrapada entre los rostros históricos de la transición y que luego fue desplazada por la nueva burguesía fiscal que creció al alero de los cargos en el Estado o que hicieron currículo como jefes de gabinete de alguien. O también las nuevas generaciones surgidas en torno a las movilizaciones de 2011, que forjaron su trayectoria no en una agencia pública, sino en la calle. Ello es urgente cuando la cultura del “abajismo” y de “los trasplantados” al mundo empresarial ya no fue capaz de dar respuesta a los desafíos del Chile actual. Algo tendrán que decir, en especial cuando, no sé por qué motivo, la sociedad le exige al PS protección y un camino de cambio, cosa que no ocurre ni con el PPD ni el PR ni el PC, y solo en menor medida con el PDC.
Si la generación de los fundadores insertó al PS en la sociedad chilena con un proyecto nacional-popular de cambios revolucionarios, la del 38 le aportó identidad y presencia en las instituciones democráticas y lo dotó de un ideario que llevaría a Allende a La Moneda, la del 60 terminó aplastada y conviviendo con el horror (días antes de morir un clandestino Exequiel Ponce le ofrecía una cerveza al joven Mapu Máximo Pacheco, que lo trasladaba desde una reunión con el clandestino Gazmuri, y le decía: “Compañero, nosotros como generación cometimos muchos errores… nosotros somos hombres muertos, nosotros no vamos a sobrevivir a esto”), la generación de la transición –con trasplantados y abajistas incluidos– terminó ofreciendo, en línea con el neoliberalismo que terminó comprándose a sus líderes, con algunas excepciones, una perspectiva de promoción individual y personalista a sus militantes.
Esa cultura hoy está puesta en entredicho por la sociedad chilena y por las nuevas generaciones. Y, más allá de la punta del iceberg de esta disputa –Escalona contra Allende o Andrade contra Escalona–, tal vez lo que realmente está en juego en la elección de abril próximo en el Partido Socialista sea algo más profundo: el oportunismo intrascendente de hoy versus la reconstrucción de un PS de mayor densidad y tonelaje histórico, en tanto vuelva a dotarse de un proyecto de transformación y ofrecerlo a la sociedad, realimentándose con ella. La política no puede ser sólo el espacio del realismo conservador y del clientelismo, ni quedar en manos de pesimistas e individualistas, sino ser, al menos en la izquierda, un vector de “creación heroica”, como diría Mariátegui, y de proyectos colectivos emancipadores e innovadores con sentido democrático, igualitario y responsable con las nuevas generaciones.
FUENTE: EL MOSTRADOR
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