La formalización penal de autoridades y funcionarios públicos por la responsabilidad que les cabe en el manejo de un desastre que costó más de un centenar y medio de vidas es un juicio a la política nacional, no a los individuos. El hecho de que ellos exhiban un nivel incomprensible de incompetencia profesional para el ejercicio de sus cargos, como lo señala la fiscal Huerta en sus alegatos, demuestra que los criterios de su selección fueron erróneos, o que simplemente nunca ha habido criterios fuera de la cuota política para elegirlos. Ello arrastra ―o al menos debería arrastrar― la responsabilidad política de sus superiores.
La ciudadanía tiene ya un veredicto claro sobre qué ocurrió. Nada funcionó, ni los protocolos de alerta y emergencia ni los medios técnicos disponibles, entre ellos las telecomunicaciones y los transportes. La interpelación de los familiares a los imputados a la salida de los tribunales entregándoles fotografías de menores fallecidos tiene una carga dramática difícil de remontar en materia de imagen. Peor aún si se sabe, y como es el convencimiento, que ellos no tendrán otra sanción que el arrepentimiento personal por lo actuado, pues ninguno experimentará sanciones significativas aún cuando fueran declarados culpables.
Aparte de la lamentable pérdida de vidas humanas, en términos reales el problema de fondo es otro. Si la política está desprestigiada, nada más deteriorado de ella que el principio de autoridad y el valor de la confianza. Después del 27/F la mayoría de la población está convencida que ante un evento similar los resultados, si no iguales, serían muy parecidos a lo ocurrido ese día, y no existen pruebas fehacientes que se estén adoptando decisiones orientadas a dar una solución estratégica a las fallas. Por eso la gente corre y se resguarda según su propio albedrío.
Todas las fallas, grandes y pequeñas, incluida la incompetencia militar en materia de comunicaciones, tienen solo una explicación creíble y coherente, y es que el país no tiene una institucionalidad de emergencia adecuada, que no la ha pensado seriamente, que no le destina recursos y que siempre se confía “en el temple chileno” y una que otra Teletón.
Ante cada situación de emergencia las autoridades y organismos públicos encargados del tema se perciben vacilantes o indecisos, quizás sobreactuados y adictos a soluciones que cubran lo más posible las eventuales responsabilidades personales antes que los problemas mismos. Y por su puesto es notoria el ansia por extirpar los fantasmas de la ineptitud frente a las cámaras de TV.
Resulta francamente preocupante que los responsables políticos del Estado no se hagan cargo que no solo fallaron los mecanismos de emergencia, sino que quedó en evidencia la inexistencia de un Sistema Nacional de Emergencias y, más aún, que el mando y la conducción nacional en el momento falló de manera estrepitosa y por más de 24 horas el país parecía a la deriva.
La responsabilidad que ello ocurriera es una responsabilidad acumulada de la política, desde la época de la dictadura militar hasta todos los gobiernos democráticos, que han sido incapaces de solucionar, o tal vez incluso percibir, que un país de la complejidad territorial de Chile, tanto por su gradiente longitudinal como por su sismicidad y extensión litoral, no puede ser manejado con los precarios instrumentos de crisis que se exhibió esos días.
Las imágenes de estupefacción de los integrantes del improvisado grupo de crisis de la mañana del terremoto en la ONEMI, en el que había organismos técnicos, del mando militar, un mando civil a cargo de la propia Presidenta de la República, están en la retina de la ciudadanía.
La explicación de los gobernantes de la época es que el juicio que se sustancia es una “operación política” para desprestigiar a Michelle Bachelet. Los actuales alegan, por el contrario, que lo ocurrido es una muestra de la incompetencia de los gobiernos de la Concertación. Ni lo uno ni lo otro. Lo que se objeta es la incompetencia de la política para asumir sus obligaciones ante un país riesgoso para sus habitantes y construir instituciones adecuadas y fijarle a las existentes reglas claras en su funcionamiento. Y reconocer que en décadas no se ha hecho nada de esto.
Todas las fallas, grandes y pequeñas, incluida la incompetencia militar en materia de comunicaciones, tienen solo una explicación creíble y coherente, y es que el país no tiene una institucionalidad de emergencia adecuada, que no la ha pensado seriamente, que no le destina recursos y que siempre se confía “en el temple chileno” y una que otra Teletón. No se quiere reconocer que se carece de planificación y protocolos que sirvan a ello, y que las FF.AA., que podrían haber reaccionado de mejor manera en las horas siguientes, se movieron lentamente, anonadadas, para luego excusarse de manera altanera en que para eso hay un mando civil. Si ellas son parte esencial y permanente del Poder Nacional, en esta oportunidad no se percibió.
El ex Jefe del Estado Mayor Conjunto que ese día estaba en la ONEMI ha reconocido que el mando civil no tenía información, tenía datos. Es decir tenía información fragmentada y una comunicación inconexa y con medios informales con partes del país. Es decir, carecía de lo elemental para tomar decisiones. Esa sola declaración pone el tema en las altas esferas del Estado, sobre todo en los responsables de velar por el bienestar público, pues si ello ocurre el responsable es el que tiene el control.
Los tribunales están juzgando hechos puntuales y las responsabilidades técnicas y administrativas de lo ocurrido. Pero ya se dijo, el problema es más profundo, y condenar al jefe de sismología, a la directora de la ONEMI o del SHOA, no va a solucionar lo que realmente se requiere, liderazgo y responsabilidad política para solucionar las carencias estratégicas que el país tiene en esta materia.
Los gobernantes del país, incluida la Presidenta de la República de la época, y sus ministros integrantes del gabinete de crisis ―entre ellos el nunca presente Ministro del Interior― y los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y de Orden, le deben una explicación al país, libre de excusas fáciles. Sobre por qué el país no tiene, hasta el día de hoy, un sistema nacional de crisis y catástrofes, y porqué los responsables superiores del sistema siempre se pueden excusar en la ignorancia o la incompetencia de los organismos técnicos, como si esta fuera un resultado espontáneo o de otro planeta y no el resultado del cotidiano ejercicio de sus cargos.
FUENTE:EL MOSTRADOR
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